Cuando acabamos de conmemorar el décimo aniversario del exterminio de los tutsis en Ruanda, ya se vuelve a hablar de genocidio a propósito de las masacres de negros en Darfur, Sudán, perseguidos por una minoría árabe. Los genocidios no pertenecen al pasado, para numerosas etnias siguen siendo una amenaza presente. No sólo para muchas etnias, […]
Cuando acabamos de conmemorar el décimo aniversario del exterminio de los tutsis en Ruanda, ya se vuelve a hablar de genocidio a propósito de las masacres de negros en Darfur, Sudán, perseguidos por una minoría árabe. Los genocidios no pertenecen al pasado, para numerosas etnias siguen siendo una amenaza presente. No sólo para muchas etnias, algunos grupos sociales también se encuentran ahora en el punto de mira.
Desembarazarse de los pobres, por ejemplo, el genocidio social, parece ser uno de los objetivos de la mundialización.
En el transcurso de la historia, la destrucción –a la que desde 1945 llamamos genocidio– de un grupo étnico constituye una característica de la civilización occidental. Desde la Antigüedad, el exterminio de una comunidad en las horas que siguen a la batalla es un uso habitual en Occidente. Así, por ejemplo, para Alejandro Magno (356-323 a. de J.C.), modelo clásico del hombre de Estado ilustrado, la estrategia de la guerra significaba el aniquilamiento de todos los combatientes y la destrucción de la cultura que había osado oponerse a su dominación.
En La Biblia, Josué, sucesor de Moisés y conquistador de la Tierra Prometida, da muestras de una dureza similar en la toma de Jericó: «Entonces le prendimos fuego a todo, a la ciudad y a todo lo que en ella había».
Los guerreros occidentales del siglo XVI se mostrarían igualmente despiadados. Sobre todo ante las poblaciones salvajes. Al igual que los conquistadores que asaltaron las civilizaciones del Nuevo Mundo. La conquista de las Indias prefiguraría la expansión colonial e iría acompañada de exterminios múltiples en Oceanía, Asia y África. Reactivaría el tráfico de esclavos africanos. En términos cuantitativos, la trata de negros constituye sin duda el exterminio más cruel y más prolongado de seres humanos de la historia. Se estima que el número de africanos que fueron vendidos como esclavos en las Américas llegó a ascender a 20 millones.
Con el progreso del derecho –hábeas corpus, prohibición de la tortura, declaración de los derechos humanos, abolición de la esclavitud, convenciones de Ginebra–, ¿cesaron estas prácticas?
No. A partir de 1915, en la época del imperio otomano, las autoridades turcas dieron muerte a 1.200.000 armenios. Pero la abominación absoluta todavía estaba por llegar, bajo el Tercer Reich, en Alemania. La furia antisemita de Adolf Hitler desembocaría en la destrucción de seis millones de judíos. Jamás la razón humana había caído en tal abismo de ignominia.
Haci finales de siglo, en 1975, en Timor Oriental, 200.000 habitantes eran exterminados por el ejército indonesio. Ese mismo año, el régimen de los jemeres rojos de Camboya, en nombre de una especie de racismo social, exterminó a dos millones de personas. Posteriormente se produjeron las limpiezas étnicas en los Balcanes. Murió gente cuyo único crimen era tener una lengua o una religión diferente. Y el siglo terminó con un crepúsculo de sangre en Ruanda.
En la actualidad, la mundialización liberal opone a estos métodos otra forma de exterminio: el genocidio social. En un mundo donde los ricos son cada vez más ricos y lo pobres más pobres, estos últimos son, además, cada vez más numerosos. Actualmente la cifra es de 3.000 millones que, si se sublevaran, provocarían la mayor explosión social de todos los tiempos. Para vencer esta amenaza, los defensores de la mundialización permiten el actual exterminio silencioso.
Un ejemplo: puesto que los principales estados y las grandes firmas se niegan a instaurar una política del agua, cada día mueren 30.000 personas por haber bebido agua contaminada. Es decir 21 personas por minuto, unos 11 millones de enemigos potenciales de la mundialización al año.
Uno de los peores genocidios de todos los tiempos.
Lo mismo sucede con el sida. Debido a que los grandes grupos farmacéuticos se niegan a vender a bajo precio sus medicamentos, durante los próximos años morirán decenas de millones de personas, sobre todo africanos pobres. El VIH ya se ha cobrado 22 millones de muertos. Y otros 40 millones son portadores del mismo. La mayoría de ellos están condenados a muerte simplemente porque viven en países pobres.
Y se podrían multiplicar los ejemplos de genocidios sociales contemporáneos. El del hambre en el mundo, que afecta a 800 millones de pobres; el de las enfermedades fácilmente curables, como por ejemplo el paludismo; el de los accidentes de trabajo; el de los crímenes de honor contra las mujeres, etcétera.
Desde los juicios de Nuremberg que se celebraron en 1945, la opinión internacional reclama, con toda la razón, el procesamiento y el castigo de los culpables de los genocidios ordinarios, para que ningún verdugo quede sin castigo. Pero en lo sucesivo, también deberíamos reclamar el establecimiento de un Tribunal Penal Internacional contra los Genocidios Sociales.