Antes de reunirse el cónclave de la Iglesia Católica para elegir nuevo Papa, algunos mantenían una cierta esperanza de cambio. Otros, ninguna. Después de salir elegido el cardenal Ratzinger, apenas quedaba algún vestigio de que vinieran aires de renovación. Yo no tengo ninguna esperanza de que este Papa vaya a cambiar algo en la Iglesia. […]
Antes de reunirse el cónclave de la Iglesia Católica para elegir nuevo Papa, algunos mantenían una cierta esperanza de cambio. Otros, ninguna. Después de salir elegido el cardenal Ratzinger, apenas quedaba algún vestigio de que vinieran aires de renovación. Yo no tengo ninguna esperanza de que este Papa vaya a cambiar algo en la Iglesia. Los cambios serios nunca provienen de las cúpulas, sino de los de abajo. Estaba claro que dada la composición de la curia cardenalicia, escogida cuidadosamente por el Papa anterior, no podía salir ningún pontífice que pudiera realizar algún giro en la manera de gobernar esta institución. La cúpula de la Iglesia tiene que mirar al mundo, dejar de mirarse a sí misma, ponerse en contacto con otros modos de creencias, culturas y civilizaciones. No creo en absoluto que este Papa quiera profundizar en una serie de temas, como la paz, la justicia social, la defensa de los Derechos Humanos, etc. El Papa, si quiere de verdad alentar la misericordia y la liberación de la pobreza y la explotación, tendría que denunciar las causas de un sistema que produce tales lacras en el mundo actual. Tendría que bajarse del poder. Que abandone de una vez por todas ser Jefe de Estado y esté convencido que desde el poder político, y en alianza con otros poderes de este mundo, no se puede comunicar la «Buena Noticia a los pobres».
Cuando el arzobispo Romero fue a Roma después de mandarle una carta comunicándole su visita, se enteró a su vuelta que esa carta fue filtrada desde la curia vaticana hasta la embajada norteamericana de San Salvador, y esto le hizo preguntarse a Romero: «Pero, entonces, ¿Roma de qué lado está? ¿del lado del pueblo y de la Iglesia del Salvador, o del lado del Gobierno asesino y la embajada de los EEUU?»., Cuando Juan Pablo II visitó Centroamérica, pasó de largo por este país, masacrado por los escuadrones de la muerte, sin agacharse a ver las heridas sangrantes de este pueblo. La Iglesia de la liberación latinoamericana sufrió una represión sangrienta por obra de los intereses capitalistas estadounidenses y mundiales, vivida bajo los regímenes militares de seguridad nacional como terrorismo de Estado en la mayor parte de los países latinoamericanos. En este conflicto la institución católica central abandonó a la Iglesia latinoamericana defensora de su pueblo y se alineó del lado de EEUU, en connivencia con las fuerzas capitalistas y antisocialistas y antipopulares occidentales. Chile, Argentina, Perú serían los casos más sangrantemente clamorosos de la connivencia eclesiástica jerárquica con este terrorismo de Estado; Nicaragua y El Salvador lo serían de su alineación con EEUU en el aplastamiento de los movimientos revolucionarios populares.
Lo iniciado en el Vaticano II ya está perdido. El anterior pontífice enterró esa primavera eclesial de los años 1962-1965, que tantas esperanzas abrió al mundo entero. Ya han pasado 40 años, y no han pasado en balde. Y aunque en teoría los principios, orientaciones y fundamentos teológicos, permanecen, la vertiginosa velocidad con que avanzan la sociedad y el mundo, hace que se replanteen nuevos problemas, nuevos interrogantes. A nuevos escenarios, nuevos paradigmas. No se puede seguir con la actual estructura de la Curia vaticana y el Derecho Canónico, que consagra en sus cánones un Papa absolutista.
Este Papa no puede conocer las preocupaciones de la gente si no se pone en contacto directo con ellas. La Iglesia oficial es incapaz de percibir los sufrimientos de los pobres. Son ellos, las masas populares, las comunidades de base de Brasil, del Salvador, de México, de Latinoamérica en general, de los numerosos grupos cristianos de África y Sudeste asiático, los que pueden iniciar un auténtico cambio en las estructuras de la Iglesia. Esta es nuestra esperanza. Es el auténtico movimiento de fe lo que mantiene la verdadera liberación de los oprimidos. No las estructuras de «cristiandad». Podría ser hoy la continuación de ese movimiento que se manifestó hace treinta años entre las Iglesias cristianas la espiritualidad y la teología de la liberación, un movimiento de renovación que postulaba de hecho la reconciliación del cristianismo con sus propias fuentes evangélicas, una posibilidad de volver a ser lo que fue al principio el «movimiento de Jesús»: un movimiento libre frente a los poderes político y económico de este mundo, y liberador de todos los pueblos oprimidos. ¿Podría este movimiento transformar y renovar efectivamente a las estructuras de la Iglesia? El movimiento surgía además dentro del continente donde habita la mayoría católica, y prendió en él con mucha fuerza y con prometedoras realizaciones. Siempre me acuerdo de lo que dijo Ché Guevara, a Fidel al salir de Cuba, «el día que los cristianos se decidan a seguir el Evangelio, la revolución en América Latina será imparable». Creemos que estos movimientos, este empuje de los de abajo, son los que pueden alentar algo de esperanza en el futuro de la Iglesia.