Traducido para Rebelión por Juan Vivanco
Rémy Herrera: Hace 50 años, en 1955, los principales jefes de Estado de los países de Asia y África que habían recuperado su independencia política se reunían por primera vez en Bandung. ¿Cuál era su proyecto común?
Samir Amin: La experiencia de los poderes nuevos que representaban era muy corta, y aún no había concluido la batalla histórica por la independencia. La primera guerra de Vitenam acababa de terminar y ya se perfilaba en el horizonte la segunda, la guerra de Corea terminaba con el statu quo, la guerra de Argelia estaba en su apogeo, la descolonización de África al sur del Sáhara ni siquiera se planteaba y el drama palestino todavía estaba en su primera época. Los dirigentes asiáticos y africanos reunidos en Bandung eran muy diferentes entre sí. Las tendencias políticas e ideológicas que representaban, su visión de las sociedades que aspiraban a construir o reconstruir, y sus relaciones con Occidente, marcaban esa diferencia. No obstante, había un proyecto común que les convocaba y daba sentido a su reunión. Su programa mínimo común incluía la descolonización política de Asia y África. Además, todos estaban de acuerdo en que la independencia política recién recuperada sólo era un medio para lograr el fin de la liberación económica, social y cultural. Sobre el modo de lograrlo, los asistentes a la reunión de Bandung se dividían en dos bandos: según la opinión mayoritaria, el «desarrollo» era posible en virtud de la «interdependencia» en el seno de la economía mundial; por su parte, los dirigentes comunistas proponían salir del ámbito capitalista para formar -con la URSS, o bajo su liderazgo- un campo socialista mundial. Los dirigentes del Tercer Mundo que no eran partidarios de «salirse del sistema», de «soltar amarras», tampoco compartían la misma visión estratégica y táctica del «desarrollo». Pero todos ellos, en distinto grado, eran conscientes de que una economía y una sociedad desarrollada independientes -aunque fuera en la interdependencia global- implicaban algún tipo de enfrentamiento con el dominio occidental. La tendencia más radical era partidaria de poner coto al control de la economía nacional por el capital monopolista extranjero. Además, para mantener su recién conquistada independencia, se negaba a participar en el engranaje militar mundial y a servir de base para el cerco de los países socialistas que pretendía imponer el dominio estadounidense. Pero también pensaba que negarse a formar parte del bando militar atlantista no implicaba necesariamente colocarse bajo la protección de su adversario, la URSS. De ahí la neutralidad y «no alineación» que dio nombre al grupo de países y a la organización que surgiría del espíritu de Bandung.
P: ¿Cómo ha evolucionado la «no alineación»?
R: De cumbre en cumbre, durante los años sesenta y setenta, la «no alineación», transformada ya en el «Movimiento de Países No Alineados» que incluía a casi todos los países de Asia y África, fue perdiendo poco a poco su carácter de frente solidario centrado en las luchas de liberación y el rechazo de los pactos militares, para transformarse en un «sindicato» que planteaba reclamaciones económicas al Norte. Entonces los No Alineados se aliaron con los países de América Latina que, excepto Cuba, no habían osado oponerse al dominio estadounidense. El Grupo de los 77 (el conjunto del Tercer Mundo) fue la plasmación de esta nueva y amplia alianza de países del Sur. La batalla por un «nuevo orden económico mundial» presentada en 1975 tras la guerra [árabe-israelí] de octubre de 1973 y la revisión de los precios del petróleo, completó esta evolución y marcó su decadencia.
P: ¿Cómo reaccionaron las fuerzas dominantes del capitalismo mundial?
R: Occidente no vio con buenos ojos el espíritu de Bandung y la no alineación, ni en su vertiente política ni en la económica. La verdadera saña con que las potencias occidentales atacaron a los dirigentes radicales del Tercer Mundo de los años sesenta (Nasser, Sukarno, Nkrumah, Modibo Keita), casi todos derrocados en esa época -entre 1965 y 1968, cuando también se produjo la agresión israelí de junio de 1967 contra Egipto, Siria y Jordania-, demuestra que la visión política de los no alineados era inaceptable para ellas. De modo que cuando se desató la crisis económica global, a partir de 1970-1971, el bando de los no alineados estaba debilitado políticamente. Así las cosas, el conflicto entre las fuerzas dominantes del capitalismo mundial y los promotores del proyecto «desarrollista» de Bandung fue más o menos intenso según el modo de entender el estatismo aplicado, bien como sustituto del capitalismo, bien como parte de él. El ala radical del movimiento, que defendía la primera postura, chocaba con los intereses inmediatos del capitalismo dominante, sobre todo por las nacionalizaciones y la exclusión de la propiedad extranjera. El ala moderada, en cambio, procuraba conciliar los intereses enfrentados, lo que aumentaba las posibilidades del ajuste. A escala internacional esta diferencia solía plantearse en los términos del conflicto Este-Oeste entre el sovietismo y el capitalismo occidental.
P: ¿Cómo puede definirse la «ideología del desarrollo» de Bandung?
R: Lo que se ha dado en llamar «ideología del desarrollo» -hoy sumida en una crisis que puede serle fatal- tuvo su época dorada precisamente entre 1955 y 1975. Aunque la economía política del «no alineamiento» suele ser bastante imprecisa, podemos decir que comparte estos rasgos comunes: 1) un afán de desarrollar las fuerzas productivas, de diversificar las producciones y, sobre todo, de industrializar; 2) la atribución al Estado nacional de la dirección y el control del proceso; 3) la creencia de que los modelos técnicos son «neutros» y basta con aprenderlos y reproducirlos; 4) la creencia de que el proceso no requiere ante todo la iniciativa popular, sino únicamente el respaldo popular a las iniciativas del Estado; 5) la creencia de que el proceso no está en contradicción radical con el hecho de participar en los intercambios del sistema capitalista mundial, aunque surjan conflictos momentáneos con él. Las circunstancias de la expansión del capitalismo en los años 1955-1970 propiciaron hasta cierto punto el éxito de este proyecto.
P: ¿Qué balance puede hacerse de la ideología del desarrollo?
R: Después de las cuatro décadas de desarrollo de posguerra los resultados son tan dispares que nos llevan a replantearnos la expresión común de Tercer Mundo para designar al conjunto de países que en este tiempo han aplicado políticas de desarrollo. Hoy se distingue, no sin motivo, entre un Tercer Mundo de industrialización reciente, parcialmente competitivo -los llamados «países emergentes»-, y un Cuarto Mundo marginado -los «países excluidos»-. Las políticas de desarrollo aplicadas en Asia, África y Latinoamérica han sido rigurosamente idénticas en lo fundamental, más allá de los distintos planteamientos ideológicos que las han acompañado. Se trataba, en todos los casos, de sacar adelante un proyecto nacionalista de modernización acelerada e industrialización. Para comprender este denominador común baste recordar que en 1945 casi todos los países de Asia, excepto Japón, de África, incluida Suráfrica, y también de Latinoamérica (aunque con matices), carecían de una industria digna de este nombre, excepto la extracción minera aquí y allá, tenían una gran mayoría de población rural y sus regímenes políticos eran arcaicos (oligarquías latifundistas en América, monarquías bajo protectorado en el Oriente islámico, China, etc.) o coloniales (África, India y Sureste asiático). Pese a sus grandes diferencias, todos los movimientos de liberación nacional tenían las mismas metas: la independencia política, la modernización del Estado y la industrialización de la economía.
P: Pero ¿todos estos países aplicaron realmente la misma estrategia de desarrollo?
R: Sería incorrecto decir que no la aplicaron todos cuando estuvieron en condiciones de hacerlo. Pero las variantes son casi tan numerosas como los países, lo cual, en principio, justificaría los intentos que se han hecho de clasificarlos en grupos con arreglo a determinados modelos. Pero los criterios de clasificación podrían responder a unas preferencias ideológicas, o por lo menos a la idea que tenemos -o que se tenía en su momento- del desarrollo de estas experiencias, de sus posibilidades y limitaciones exteriores e interiores. Por eso, partiendo de un denominador común, creo que es preferible distanciarse de esas clasificaciones y ver la historia a partir de hoy, volver a interpretarla a la luz de los resultados.
P: ¿La industrialización era el objetivo principal de las políticas de desarrollo?
R: Industrializar significaba, ante todo, crear un mercado interior y protegerlo de los ataques de la competencia que impediría su formación. Las fórmulas podían variar según las circunstancias -el tamaño del mercado interior, los recursos disponibles…-, cuando no respondían a unos planteamientos más o menos teóricos o ideológicos que daban prioridad a la creación rápida de industrias ligeras de consumo, o a la producción de bienes que permitirían acelerar dicha creación, como planteaba la idea de las «industrias industrializantes» que racionalizaba las tesis soviéticas. La meta final era idéntica. La tecnología necesaria para la industrialización sólo podía ser importada, pero eso tampoco implicaba que el capital extranjero fuese propietario de las instalaciones. Dependía de la capacidad de negociación. En cuanto al capital financiero, cuando no se facilitaba su inversión en el país, se tomaba prestado. También en este caso la fórmula «propiedad extranjera privada – financiación pública garantizada con el ahorro nacional y la ayuda exterior en donaciones y créditos» podía ajustarse al cálculo que se hiciera de los medios y los costes. Las importaciones que requerían estos planes de aceleración del crecimiento sólo podían hacerse, al principio, a cambio de las exportaciones tradicionales conocidas, ya fueran productos agrícolas o mineros. Se podía hacer. En una fase de crecimiento general como la de la posguerra, la demanda de toda clase de productos iba en aumento, ya se tratara de energía, materias primas minerales o productos agrícolas específicos. Las condiciones del intercambio variaban, pero no anulaban sistemáticamente, con su deterioro, los efectos del crecimiento de los volúmenes exportados. Aunque la modernización se basaba en la industrialización, tampoco se reducía a ella. La urbanización, las obras de infraestructura, transportes y comunicaciones, la educación y los servicios sociales estaban dirigidos, en parte, a proporcionar mano de obra cualificada para la industrialización. Pero también tenían sus propios fines, construir un Estado nacional y modernizar los comportamientos, como se aprecia en el discurso del nacionalismo, que entonces era por naturaleza casi «transétnico».
P: ¿Así que la intervención del Estado se consideraba absolutamente decisiva para el desarrollo?
R: Desde luego. Entonces no se hacía esa contraposición, hoy tan frecuente, entre la intervención estatal -siempre negativa, contraria en esencia a la supuesta espontaneidad del mercado- y el interés privado -asociado a las tendencias espontáneas del mercado-. Ni siquiera se hablaba de ella. Al contrario, todos los gobiernos compartían el criterio de que la intervención estatal era un elemento fundamental de la creación de mercado y de la modernización. La izquierda radical, con su interpretación ideológica tendente al socialismo, asociaba la expansión del estatismo a la eliminación gradual de la propiedad privada. Pero la derecha nacionalista, sin tener la misma meta, no se quedaba a la zaga en materia de intervencionismo y estatismo. La defensa de los intereses privados, según ella, requería un estatismo vigoroso. En esa época nadie habría hecho caso de las majaderías que se oyen en los actuales discursos dominantes.
P: ¿De modo que el desarrollo se concebía siempre como algo opuesto al capitalismo?
R: Hoy en día existe la tentación de interpretar esta historia como una etapa de expansión del capitalismo mundial, que habría desempeñado con más o menos acierto unas funciones propias de la acumulación primitiva nacional, creando así las condiciones para la etapa siguiente, en la que nos encontraríamos ahora, una etapa caracterizada por la apertura del mercado mundial y la competencia en este terreno. Creo que no debemos ceder a esta tentación. Las fuerzas dominantes en el capitalismo mundial no crearon «espontáneamente» el (o los) «modelo(s) de desarrollo». Fue el «desarrollo» lo que se impuso, como resultado del movimiento de liberación nacional del Tercer Mundo de la época. La interpretación que propongo destaca la contradicción entre las tendencias espontáneas e inmediatas del sistema capitalista, siempre guiadas por el mero cálculo económico a corto plazo característico de este modo de gestión social, y la visión más amplia de las fuerzas políticas en ascenso, que por este motivo chocaban con las primeras. No siempre es un conflicto abierto; el capitalismo sabe adaptarse a él, aunque no origina el movimiento.
P: ¿Cuál fue el papel de las burguesías nacionales en estos movimientos? ¿Todos los movimientos de liberación nacional fueron inspirados por burguesías?
R: No. Todos los movimientos de liberación nacional compartieron esa visión moderna, y por eso mismo capitalista y burguesa. Lo cual no significa de ninguna manera que fueran inspirados y menos aún dirigidos por una burguesía, en el sentido cabal de la palabra. Porque apenas existía una burguesía en el momento de las independencias, y treinta años después sólo existe en estado embrionario, en el mejor de los casos. Lo que sí existía, en cambio, era la ideología de la modernización, que daba un sentido a la rebelión de los pueblos contra la colonización. Una ideología portadora de un proyecto que me atrevería a llamar, por extraño que parezca, «capitalismo sin capitalistas». Capitalismo, por el concepto que tenía de la modernización, requisito para que apareciesen las relaciones de producción y las relaciones sociales esenciales y propias del capitalismo: la relación salarial, la gestión de la empresa, la urbanización, la educación jerarquizada, el concepto de ciudadanía nacional… Otros valores característicos del capitalismo evolucionado, como la democracia política, brillaban por su ausencia, pero esto se justificaba por la necesidad de un desarrollo inicial y previo. Todos los países de la región, radicales y moderados, optaban por la misma fórmula del partido único, de las farsas electorales, del padre fundador de la patria, etc. Sin capitalistas, en la medida en que, a falta de una burguesía de empresarios, el Estado (y sus tecnócratas) debía reemplazarla; pero también, a veces, por el recelo que inspiraba la aparición de una burguesía, que daría prioridad a sus intereses inmediatos frente a los de la construcción nacional, más previsores. En el ala radical del movimiento de liberación nacional este recelo se traducía en exclusión. Como esta ala radical entendía que su proyecto era la «construcción del socialismo», terminaba alineándose con el discurso soviético. Como su afán principal era «alcanzar» al mundo occidental desarrollado, el proyecto, por su propia dinámica, acabó creando un «capitalismo sin capitalistas».
P: ¿Cuáles eran las tendencias principales de los movimientos de liberación nacional?
R: Los movimientos de liberación nacional se repartían entre las tendencias radicales, llamadas «socialistas», y las tendencias moderadas. Las causas de una u otra opción eran complejas, relacionadas con las clases sociales que apoyaban al movimiento (campesinos, mundo urbano popular, clases medias, clases privilegiadas…), y con las tradiciones de su formación política y organizativa (partidos comunistas metropolitanos, sindicatos, Iglesias).
P: Según el criterio del movimiento de liberación nacional, es decir, la «construcción nacional», ¿cuáles han sido los resultados?
R: En conjunto los resultados han sido discutibles. En épocas anteriores el desarrollo del capitalismo había propiciado la integración nacional, pero en las periferias del sistema la mundialización, por el contrario, desintegra las sociedades. La ideología del movimiento nacional desconocía esta contradicción, pues estaba atrapada en el concepto burgués de «superar el retraso histórico» y lo entendía como participación en la división internacional del trabajo, en vez de su negación con la consiguiente desconexión. Los caracteres específicos de las sociedades precoloniales y precapitalistas determinaron que esta desintegración fuese más o menos acusada. En África, donde las fronteras coloniales artificiales no habían respetado la historia anterior de los pueblos, la desintegración en la periferia capitalista permitió que sobreviviera la «etnia», pese a los esfuerzos de la clase dirigente surgida de la liberación nacional por superar sus manifestaciones. Cuando sobrevino la crisis y se cerró el grifo del excedente que había servido para sufragar las políticas «transétnicas» del nuevo Estado, la propia clase dirigente se dividió en bandos que, al perder la legitimidad basada en los logros del «desarrollo», buscaron nuevos apoyos y esto les llevó a replegarse en el etnicismo.
P: Y según el criterio (o los criterios) del «socialismo», ¿cuál es el balance?
R: Según los criterios del «socialismo» los resultados son aún más desiguales. Para empezar, en este caso se entiende por «socialismo» lo que proclamaba la ideología populista radical. Era una visión progresista que hacía hincapié en la movilidad social máxima, la reducción de las desigualdades en los ingresos, una tendencia al pleno empleo en la zona urbana, algo así como un «Estado del bienestar en versión pobre». En este sentido los logros de un país como Tanzania, por ejemplo, contrastan vivamente con los de Zaire, Costa de Marfil o Kenia, donde las desigualdades más extremas no han hecho más que aumentar en los últimos 40 años, tanto en los momentos de crecimiento económico acelerado como después, con el estancamiento.
P: ¿Y según el criterio que acepta la lógica de la expansión capitalista, la capacidad de ser competitivo en los mercados mundiales?
R: Según este criterio la diferencia es máxima entre el grupo de los principales países de Asia y Latinoamérica, que han llegado a ser exportadores industriales competitivos, y el conjunto de los países africanos, que siguen anclados en la exportación de productos primarios. Los primeros forman el nuevo Tercer Mundo -la futura periferia en mi análisis- y los segundos lo que se denomina ya «Cuarto Mundo», destinado a quedar marginado en la nueva etapa de la mundialización capitalista. Por lo tanto, el abanico de los progresos realizados por los nacionalismos populistas de Bandung y sus equivalentes latinoamericanos es muy amplio. Un hecho de esta magnitud no se puede abordar sin estudiar la influencia concreta de los factores internos y externos en cada país, unas veces para acelerar el desarrollo y otras para frenarlo.
P: ¿Sigue habiendo una solidaridad entre los pueblos del Sur?
R: En este momento la solidaridad entre los países del Sur, que se había expresado con fuerza en Bandung (1955) y Cancún (1981), tanto en el aspecto político, con la no alineación, como en el económico con las posiciones comunes de los 77 en las instancias de la ONU, especialmente en la CNUCED [Conferencia de las Naciones Unidas sobre el comercio y el desarrollo], ya no existe. Las tres instituciones internacionales que trabajan por la integración de los países del Sur (la OMC, el Banco Mundial y el FMI) seguramente tienen mucha responsabilidad en el debilitamiento de los 77, la extinta Tricontinental y el Movimiento de No Alineados, aunque este último está dando señales de un posible renacer. Otra de las causas de esta evolución es el aumento de las desigualdades en el Grupo de los 77: en un extremo tenemos unos países en claro proceso de industrialización que han optado por operar en el mercado mundial compitiendo con los países de la tríada (Estados Unidos, Europa y Japón) y los demás países del Sur pertenecientes a su grupo, y en el otro los países que ahora se llaman del Cuarto Mundo.
P: ¿De modo que los países del Sur ya no tienen unos intereses comunes que defender entre todos?
R: Eso es cierto para quienes sólo ven las cosas a corto plazo y las «ventajas» inmediatas que unos y otros pueden obtener (supuestamente) de la mundialización liberal. Pero no lo es a largo plazo, ya que el capitalismo real no tiene mucho que ofrecer, ni a las clases populares del Sur, ni tampoco a las naciones, pues no permite que se recuperen, es decir, que se sitúen como socios en las mismas condiciones que los centros (la tríada) en la conformación del sistema mundial. Y una vez más lo político lleva la delantera, ya que está resurgiendo la conciencia de que es necesaria una solidaridad entre los países del Sur. La arrogancia de Estados Unidos, con su designio de control militar del planeta mediante una sucesión interminable de guerras planeadas y decididas unilateralmente por Washington, ha provocado una fuerte reacción en la reciente cumbre de los No Alineados celebrada en Kuala Lumpur en febrero de 2003.
P: La cumbre de Kuala Lumpur ha pillado a muchos por sorpresa, pero ¿puede interpretarse con el verdadero renacimiento de un frente del Sur?
R: Puede que la última cumbre de No Alineados de Kuala Lumpur pillara por sorpresa a algunas cancillerías adormecidas que estaban convencidas de la insignificancia del Sur en la nueva mundialización liberal. Ya no parecía que los países del Sur, sometidos a planes devastadores de reajustes estructurales, debilitados por la sangría de la deuda externa y gobernados por burguesías compradoras, fueran capaces de cuestionar el orden capitalista internacional como lo hicieron en 1955 y 1981. Para sorpresa de todos los No Alineados condenan la estrategia imperialista de Washington, su afán desmedido y criminal de control militar del planeta mediante guerras made in USA. Los países del Sur son conscientes de que la mundialización neoliberal no tiene nada que ofrecerles y, por ese motivo, tiene que recurrir a la violencia militar para imponerse, conforme a los planes estadounidenses. El Movimiento, tal como se había sugerido, ahora es de «No Alineados con la mundialización liberal y la hegemonía de Estados Unidos». El derrumbe del «socialismo» soviético, la senda emprendida por China y la evolución de los regímenes populistas del Tercer Mundo habían hecho creer que ya no había alternativa. Sólo quedaba adaptarse a las exigencias del neoliberalismo mundializado, participar en el juego y tratar de sacar algún provecho. En pocos años la experiencia ha demostrado la falsedad de la ingenua esperanza depositada en esta opción supuestamente realista.
P: ¿Cuáles serían las líneas maestras de una gran alianza que recuperase la solidaridad entre los pueblos y países del Sur?
R: Tanto las posiciones de algunos países del Sur como las ideas que van abriéndose camino trazan esas líneas maestras de una posible reedición del «frente del Sur». Son posiciones que conciernen tanto al ámbito político como al de la gestión económica de la mundialización. En lo político condenan la nueva doctrina estadounidense de la «guerra preventiva» y exigen la evacuación de las bases militares extranjeras en Asia, África y Latinoamérica. El espacio de las intervenciones militares de Washington, interrumpidas desde 1990, comprende el Oriente Próximo árabe (Irak y Palestina, esta última mediante el respaldo incondicional a Israel), los Balcanes (Yugoslavia, nuevas bases estadounidenses en Hungría, Rumania y Bulgaria), Asia Central y el Cáucaso (Afganistán y las antiguas repúblicas soviéticas de la zona). Los objetivos de Estados Unidos son: 1) apoderarse de las regiones petroleras más importantes del planeta y así poder presionar a Europa y Japón para reducirlos a la condición de aliados subalternos; 2) instalar bases militares permanentes en el corazón del Viejo Mundo (Asia Central, a la misma distancia de París, Johannesburg, Moscú, Beijing y Singapur) que les permitan desencadenar otras «guerras preventivas» dirigidas, en primer lugar, contra los grandes países que amenazan con imponerse como socios con los que «hay que negociar»: ante todo China, pero también Rusia y la India. Para lograrlo necesita instalar en los países de la zona gobiernos títeres impuestos por las fuerzas armadas estadounidenses. Tanto Beijing como Delhi y Moscú cada vez tienen más claro que las guerras made in USA en realidad van dirigidas contra China, Rusia y la India, y no tanto contra sus víctimas inmediatas, como Irak.
P: Entonces, ¿la negativa de Bandung a las bases militares estadounidenses en Asia y África vuelve a estar a la orden del día?
R: Desde luego. Aunque en las circunstancias actuales los No Alineados han aceptado guardar silencio sobre los protectorados estadounidenses del Golfo. La postura al respecto de los No Alineados ha sido semejante a la que han defendido Francia y Alemania en el Consejo de Seguridad, lo que ha acentuado el aislamiento diplomático del agresor. A su vez, la cumbre francoafricana ha dado contenido a la alianza que se está perfilando entre Europa y el Sur. Porque la cumbre, con presencia de los países anglófonos del continente, ya no era sólo de «Francáfrica».
P: Y en el ámbito económico, ¿cuáles serían las líneas maestras de una alternativa?
R: En el ámbito de la gestión económica del sistema mundial también se están trazando las líneas maestras de una alternativa que el Sur podría defender colectivamente, porque en este caso los intereses de todos los países que lo conforman son convergentes. Vuelve a hablarse de la necesidad de controlar las transferencias internacionales de capital. La apertura de cuentas capital, impuestas por el FMI como un dogma nuevo del «liberalismo», tiene un solo fin: facilitar la transferencia masiva de capitales a Estados Unidos para enjugar el creciente déficit estadounidense (resultado, a su vez, de las deficiencias de su economía y su estrategia de control militar del planeta). Los países del Sur no obtienen ningún provecho de esta hemorragia de sus capitales ni de las posibles devastaciones causadas por las incursiones especulativas. Para empezar, habría que revisar la sumisión a las incertidumbres del «cambio flexible», consecuencia lógica de la apertura de cuentas capital. En su lugar, la creación de sistemas regionales para garantizar una estabilidad relativa de los cambios merecería que los No Alineados y los 77 le dedicasen estudios detallados y debates sistemáticos. A fin de cuentas, durante la crisis financiera asiática de 1997, Malasia decidió restablecer el control de cambios y ganó la batalla. El mismísimo FMI tuvo que reconocerlo.
P: ¿También vuelve a hablarse de regular las inversiones extranjeras?
R: Hoy en día los países del Tercer Mundo ya no se plantean, como hicieron algunos en el pasado, cerrar sus puertas a todas las inversiones extranjeras. Al contrario, hay demanda de inversiones directas. Pero el modo de acogerlas vuelve a suscitar reflexiones críticas a las que no son indiferentes algunos gobiernos del Tercer Mundo. Estrechamente relacionado con esta regulación, también se discute el concepto de derechos de propiedad intelectual e industrial que quiere imponer la OMC. Se ha comprendido que este concepto, lejos de propiciar una competencia «transparente» en unos mercados abiertos, va dirigido a reforzar los monopolios de las transnacionales.
P: ¿Y qué ocurre, en concreto, con la agricultura, tan importante para los países del Sur?
R: En este ámbito, son muchos los países del Sur que han comprendido hasta qué punto es imprescindible una política nacional de desarrollo agrícola que, además de asegurar la alimentación de la nación, tenga en cuenta la necesidad de proteger al campesinado frente a las consecuencias devastadoras de la «nueva competencia» promovida por la OMC, que le llevaría a una disgregación acelerada. Con la apertura de los mercados de productos agrícolas, Estados Unidos, Europa y unos pocos países del Sur (los del Cono Sur americano) pueden exportar sus excedentes al Tercer Mundo; esto supone una amenaza para la seguridad alimentaria nacional, y sin contrapartida, pues las producciones de los campesinados del Tercer Mundo tropiezan con dificultades insuperables en los mercados del Norte. Pero la maniobra liberal, que desintegra estos campesinados y acelera la emigración del campo a los suburbios, provoca la reaparición de luchas campesinas que alarman a los gobiernos del Sur. Cuando se aborda la cuestión agrícola, sobre todo en el marco de la OMC, suele ser para hablar de las subvenciones que conceden Europa y Estados Unidos tanto a los productos de sus agricultores como a sus exportaciones agrícolas. Esta fijación con el comercio mundial de productos agrícolas deja de lado los grandes problemas que acabo de mencionar. Además da pie a curiosas ambigüedades, dado que los países del Sur acaban defendiendo posturas aún más liberales que las adoptadas, de hecho, por los gobiernos del Norte, con el beneplácito del Banco Mundial -pero ¿desde cuándo el Banco Mundial ha defendido los intereses del Sur frente al Norte?-. No hay nada que impida desligar las subvenciones de los gobiernos a sus agricultores -al fin y al cabo, si defendemos el principio de la redistribución de la renta en nuestros países, los del Norte también tienen ese derecho- de aquellas cuyo fin es fomentar el dumping de las exportaciones agrícolas del Norte.
P: Otro asunto fundamental, la deuda externa. ¿Es económicamente insostenible?
R: No sólo se considera económicamente insostenible, sino que además se empieza a cuestionar su legitimidad. Va cobrando fuerza el rechazo unilateral a las deudas odiosas e ilegítimas y la reclamación de un derecho internacional de la deuda digno de este nombre, que hoy por hoy no existe. Si se hiciera una auditoría general de las deudas externas aparecerían muchas ilegítimas, odiosas o incluso indecentes. Pues bien, sólo los intereses que se pagan por ellas ascienden a cantidades tan elevadas que la exigencia de su reembolso -jurídicamente fundada- cancelaría de hecho la deuda y revelaría que esta operación es una forma burda de saqueo. Las deudas externas deberían sujetarse a una legislación normal y civilizada, lo mismo que las internas. Esta idea podría abrirse camino en el marco de una campaña que promueva el derecho internacional y fortalezca la legitimidad. Como es sabido, cuando el derecho calla se impone la ley del más fuerte. Por eso se consideran legítimas unas deudas internacionales que, si fuesen internas (si el acreedor y el deudor perteneciesen a la misma nación y estuviesen sometidos a su justicia) sentarían al acreedor y al deudor en el banquillo por «asociación de malhechores».
P: En vista de las perspectivas internacionales que acabamos de analizar, ¿es posible un nuevo Bandung?
R: Las estructuras fundamentales del sistema mundial actual difieren demasiado de las que había al término de la segunda guerra mundial para que podamos pensar en una reedición de Bandung. Los No Alineados se situaban en un mundo bipolar, con un equilibrio militar que impedía la intervención brutal de los países imperialistas en sus asuntos. Por otro lado, la bipolaridad juntaba a los socios de los centros capitalistas (Estados Unidos, Europa Occidental y Japón) en un bando unificado. De modo que el conflicto político y económico por la liberación y el desarrollo enfrentaba a Asia y África con un bando imperialista unificado. Los conceptos de «desarrollo autocentrado» y «desconexión», y las políticas inspiradas en ellos, respondían a ese reto en esas condiciones. El mundo de hoy es unipolar. Al mismo tiempo parece que están surgiendo diferencias entre Estados Unidos y algunos países europeos sobre la gestión del sistema mundializado, que en conjunto ha abrazado los principios del liberalismo, por lo menos en principio. Es preciso saber si estas diferencias son circunstanciales y de alcance limitado o presagian cambios duraderos. Las hipótesis en que se basan las propuestas estratégicas para uno u otro caso deben explicitarse, para facilitar la discusión de su posible validez.
P: ¿Usted afirma que el imperialismo se ha convertido en un imperialismo colectivo, el de la tríada?
R: Sí. Durante las fases anteriores de la mundialización capitalista, los centros siempre se conjugaban en plural. Entre ellos había una competencia constante y violenta, de modo que el conflicto de los imperialismos ocupaba un lugar central en la escena histórica. La vuelta al liberalismo mundializado a partir de los años ochenta nos obliga a replantearnos la cuestión del centro del sistema y su estructura. Porque los Estados de la tríada central forman un bloque aparentemente sólido, por lo menos en la gestión de la mundialización económica liberal. La cuestión, ineludible, es saber si esta situación responde a un cambio cualitativo duradero (el centro ya no se conjuga en plural y se ha vuelto definitivamente «colectivo») o sólo es circunstancial. Se podría atribuir esta evolución a cambios en las condiciones de la competencia. Hace unas décadas las grandes compañías solían reñir sus batallas en los mercados nacionales, ya fuera el de Estados Unidos -el mayor mercado nacional del mundo- o incluso los de los Estados europeos, a pesar de su modesto tamaño que los situaba en desventaja frente a Estados Unidos. Los vencedores de los «partidos» nacionales alcanzaban una buena posición en el mercado mundial. Hoy en día el tamaño del mercado que se necesita para ganar en las primeras series del torneo ronda los 500 o 600 millones de consumidores potenciales. De modo que la batalla se debe entablar de entrada en el mercado mundial, y ganar en ese terreno. Los que ganan en ese mercado son los que se imponen, por añadidura, en sus mercados nacionales. La mundialización avanzada es el primer ámbito de la actividad de las grandes empresas. Dicho de otro modo: en el par nacional-mundial, los términos de la causalidad están invertidos. Antes era el poderío nacional lo que determinaba la presencia mundial, ahora es al revés. Por eso las compañías transnacionales, cualquiera que sea su nacionalidad, tienen intereses comunes en la gestión del mercado mundial. Dichos intereses se superponen a los conflictos permanentes y mercantiles que definen todas las formas de competencia propias del capitalismo, del tipo que sean.
P: En este sistema del imperialismo colectivo, ¿disfruta realmente Estados Unidos de ventajas económicas decisivas?
R: No. Existe la creencia generalizada de que el poderío militar estadounidense sólo es la punta del iceberg, que implica una superioridad de este país en todos los ámbitos, sobre todo económicos, y también políticos y culturales. Por lo tanto sería inútil resistirse a su hegemonía. En realidad el sistema productivo de Estados Unidos dista mucho de ser un dechado de eficacia. Al contrario, en un mercado verdaderamente abierto, tal como lo imaginan los economistas liberales, casi ninguno de sus segmentos tendría asegurado el predominio. Prueba de ello es el déficit comercial estadounidense, que se agrava de año en año y ha pasado de 100.000 millones de dólares en 1989 a 450.000 millones de dólares en 2000. Un déficit que además afecta a casi todos los segmentos del sistema productivo. Incluso el excedente de Estados Unidos en bienes de alta tecnología, que en 1990 era de 35.000 millones, se ha convertido en déficit. La competencia entre Ariane y los cohetes de la NASA o entre Airbus y Boeing pone de manifiesto la vulnerabilidad de la ventaja estadounidense. Frente a Europa y Japón en productos de alta tecnología, frente a China, Corea y otros países industrializados de Asia y Latinoamérica en productos manufacturados corrientes, y frente a Europa y el Cono Sur americano en agricultura, ¡Estados Unidos probablemente saldría perdiendo si no dispusiera de recursos «extraeconómicos» que vulneran los principios del liberalismo impuestos a sus competidores! En realidad Estados Unidos sólo aventaja realmente a los demás en el sector de los armamentos, precisamente porque este sector no se somete a las reglas del mercado y recibe subvenciones del Estado. No cabe duda de que esta ventaja tiene sus repercusiones en el sector civil -la internet es el ejemplo más conocido-, pero también genera distorsiones importantes, que son inconvenientes para muchos sectores productivos.
P: ¿Quiere decir que la economía estadounidense «parasita» a sus socios en el sistema mundial?
R: Desde luego. El 10% del consumo industrial estadounidense depende de bienes cuya importación no es compensada por las exportaciones de productos nacionales. El mundo produce, Estados Unidos -con un ahorro nacional prácticamente nulo- consume. La «ventaja» de Estados Unidos es la de un depredador que enjuga su déficit con la aportación de los demás, consentida o forzosa. Para compensar sus deficiencias Washington recurre a varios medios, como la vulneración unilateral de los principios del liberalismo, la exportación de armamento o la obtención de fabulosas rentas petroleras, lo que implica someter a los productores, verdadero motivo de las guerras de Asia Central e Irak. El déficit estadounidense se enjuga principalmente con capitales procedentes de Europa, Japón y el Sur (países petroleros ricos y clases compradoras de todos los países del Tercer Mundo, incluidos los más pobres), a lo que hay que sumar la sangría del servicio de la deuda impuesta a casi todos los países de la periferia mundial. La solidaridad de los segmentos dominantes del capital transnacional de todos los socios de la tríada es real, y se expresa con su adhesión al neoliberalismo globalizado. Para ellos Estados Unidos es el defensor (militar, si hace falta) de sus «intereses comunes». Pero Estados Unidos, lejos de compartir equitativamente los beneficios de su liderazgo, pretende avasallar a sus aliados subalternos de la tríada y sólo está dispuesto a hacerles algunas concesiones secundarias.
P: Estos conflictos de intereses en el capital dominante ¿podrían agravarse hasta provocar la ruptura de la alianza atlántica?
R: No es imposible, pero es poco probable. Mi hipótesis es que el proyecto de control militar del planeta está pensado para compensar las deficiencias de la economía estadounidense. Es una amenaza para los pueblos del Tercer Mundo. La hipótesis se deduce de lo que he dicho antes. La opción estratégica de Washington de aprovechar su aplastante superioridad militar y recurrir a las «guerras preventivas» decididas y planeadas por él solo, lo que pretende es frustrar cualquier aspiración de una «gran nación» (como China, India, Rusia o Brasil), o una coalición regional en el Tercer Mundo, de convertirse en un socio con el que haya que contar para conformar el sistema mundial.
P: Pero la opción estadounidense de militarizar la mundialización, ¿no choca con los intereses de Europa y Japón?
R: Estados Unidos recurre a su superioridad militar para apoderarse de todos los recursos decisivos del planeta, sobre todo del petróleo, y así poder avasallar a sus socios europeos y japoneses. Las guerras estadounidenses del petróleo son guerras «antieuropeas». La única salida parcial que tiene Europa (y Japón) es arrimarse a Rusia, que puede suministrar parte del petróleo y algunas materias primas esenciales.
P: ¿Es por eso por lo que piensa que Europa debe librarse del virus liberal?
R: Desde luego, Europa debe y puede librarse del virus liberal. Pero esta iniciativa no puede partir de los segmentos del capital dominante, sino de los pueblos. Los segmentos dominantes del capital, cuyos intereses defienden con prioridad exclusiva los gobiernos europeos, son partidarios, cómo no, del neoliberalismo mundializado, y están dispuestos a pagar el precio de la sumisión al líder norteamericano. Los pueblos de Europa tienen una visión distinta, tanto del proyecto europeo, que debería ser social, como de sus relaciones con el resto del mundo, que deberían regirse por el derecho y la justicia, lo que les ha llevado a condenar, por mayoría aplastante, la aberración estadounidense. Si llega a prevalecer esta cultura política humanista y democrática de la «vieja Europa», y es posible, el acercamiento auténtico entre Europa, Rusia, China, toda Asia y toda África será el cimiento de un mundo pluricéntrico, democrático y pacífico.
P: ¿Entonces la contradicción principal entre Europa y Estados Unidos no es la que enfrenta, aquí y allá, los intereses del capital dominante, sino que se sitúa en el terreno de las «culturas políticas»?
R: En efecto, el conflicto prometedor se sitúa en ese terreno, el de las culturas políticas. En Europa sigue siendo posible una alternativa de izquierdas. Una alternativa que llevaría a romper con el neoliberalismo (renunciando a la vana esperanza de domeñar a Estados Unidos para que el capital europeo pueda presentar batalla en el terreno sin minar de la competencia económica) y a apartarse de las estrategias políticas estadounidenses. Los excedentes de capital que Europa se limita hoy a «invertir» en Estados Unidos podrían emplearse para una reactivación económica y social, que de lo contrario seguirá siendo imposible. En cuanto Europa diera prioridad, de este modo, a su desarrollo económico y social, la salud artificial de Estados Unidos se quebraría y la clase dirigente estadounidense tendría que lidiar con sus propios problemas sociales. Ese es el sentido que doy a mi sentencia: «Europa será de izquierdas o no será».
P: ¿Cómo vamos a conseguir esa Europa de izquierdas?
R: Para conseguirla es preciso que los europeos se quiten de la cabeza que todos pueden jugar «honradamente» la carta del liberalismo, y que entonces todo iría mejor. Estados Unidos no puede renunciar a fomentar una práctica asimétrica del liberalismo porque, como dije antes, es la única manera de compensar sus deficiencias. El precio de la «prosperidad» estadounidense es el estancamiento de los demás. Lo cual nos lleva a la «cuestión europea». Y a la importancia de discutir en profundidad sobre lo que yo llamo «las arenas movedizas del proyecto europeo». Las culturas políticas europeas son diversas, aunque en cierta medida contrastan con la de Estados Unidos. En Europa hay fuerzas políticas, sociales e ideológicas que defienden, a menudo con lucidez, la idea de «otra Europa», social y amistosa en sus relaciones con el Sur. Pero también está Gran Bretaña, que desde 1945 ha optado por alinearse incondicionalmente con Estados Unidos. Y las clases dirigentes de Europa del Este, acostumbradas a la «cultura de la servidumbre», arrodilladas ayer ante Hitler, luego ante Stalin y hoy ante Bush. Y los populismos de derechas, como los nostálgicos del franquismo en España y del fascismo en Italia, que son pronorteamericanos. Lo importante es saber si el conflicto entre estas culturas sembrará la división en Europa, se mantendrá la alineación con Washington o vencerán las culturas humanistas y democráticas avanzadas.
P: Volviendo al Sur, ¿cómo se puede reconstruir un amplio frente antiimperialista de los países del Sur?
R: La reconstrucción de un frente sólido del Sur requiere la participación de sus pueblos. Los regímenes políticos de muchos países del Sur no son democráticos, es lo menos que se puede decir, y a veces son francamente odiosos. Estas estructuras autoritarias de poder favorecen a los sectores compradores, cuyos intereses están vinculados a la expansión del capitalismo imperialista global. La alternativa -la construcción de un frente de los pueblos del Sur- pasa por la democratización. Es un camino difícil y largo. Pero desde luego no pasa por la formación de gobiernos títeres que entreguen las riquezas de su país a las transnacionales estadounidenses, unos gobiernos instalados por el invasor estadounidense, aún más frágiles e ilegítimos que sus predecesores. La meta de Estados Unidos no es promover la democracia en el mundo, a pesar de sus declaraciones hipócritas.
P: ¿Es posible un nuevo internacionalismo de los pueblos europeos, asiáticos, africanos y latinoamericanos?
R: Claro que sí. Hay condiciones para un acercamiento, por lo menos, de todos los pueblos del Viejo Mundo. Se concretaría en el ámbito de la diplomacia internacional con la formación de un eje París-Berlín-Moscú-Beijing, y se reforzaría con las relaciones amistosas entre dicho eje y el frente afroasiático reconstruido. Cualquier avance en este sentido anularía la ambición desmesurada y criminal de Estados Unidos, que se vería obligado a aceptar la coexistencia con unas naciones decididas a defender sus propios intereses. En este momento se trata de un objetivo absolutamente prioritario. La ejecución de los planes estadounidenses condiciona todas las luchas: no podrá haber ningún progreso social y democrático duradero mientras no se frustren esos planes.
P: ¿Tiene cabida la discusión sobre la diversidad cultural en el marco de esta nueva perspectiva internacional?
R: La diversidad cultural es un hecho, pero un hecho complejo y ambiguo. Las diversidades heredadas del pasado, por legítimas que sean, no tienen por qué formar una diversidad futura que no sólo es admisible, sino también deseable. Invocar únicamente las diversidades heredadas del pasado (islam político, hindutva [hinduinidad], confucianismo, negritud, etnicismos chovinistas, etc.) suele ser un ejercicio demagógico de los poderes autocráticos y compradores que les permite conjurar el desafío de la universalidad cultural y, al mismo tiempo, someterse a los dictados del capital transnacional dominante. Además, la insistencia excluyente en estas herencias divide al Tercer Mundo, pues enfrenta al islam político con la hindutva en Asia, a los musulmanes, los cristianos y los practicantes de otras religiones en África… El modo de superar estas divisiones, avivadas por el imperialismo estadounidense, es volver a fundar un frente político unido del Sur. Es necesario un debate sobre lo que son y pueden ser los «valores universales» que sirvan de guía para la construcción del futuro, y sobre la promoción de conceptos auténticamente universales, enriquecidos con la aportación de todos; pero debe evitarse la interpretación «occidentalocéntrica» y restrictiva de dichos valores, que justifica el desarrollo desigual, producto inmanente de la expansión capitalista mundializada de ayer y hoy.
P: ¿Cómo puede librarse el Sur de las ilusiones liberales y buscar formas nuevas de desarrollo autocentrado?
R: Todavía hay gobiernos del Sur que pelean por un neoliberalismo «auténtico», por un «juego limpio» con reglas aceptadas por todos los socios, tanto del Norte como del Sur. Tarde o temprano los países del Sur comprobarán que esa esperanza es totalmente ilusoria. Entonces tendrán que admitir que todo desarrollo es necesariamente autocentrado. Desarrollarse es, ante todo, definir unos objetivos nacionales para modernizar los sistemas productivos y crear las condiciones internas que los pongan al servicio del progreso social; luego, someter las relaciones de la nación con los centros capitalistas desarrollados a las exigencias de esta política. Esta definición de la desconexión -la mía, que no es la «autarquía»- sitúa el concepto en el polo opuesto del principio liberal de «ajuste estructural» a las exigencias de la mundialización, que la somete a los dictados exclusivos del capital transnacional dominante y profundiza las desigualdades a escala mundial.
P: Es decir, que para los países del Sur la opción del desarrollo autocentrado es ineludible.
R: El desarrollo autocentrado -en inglés self-reliant– ha sido históricamente el carácter específico del proceso de acumulación de capital en los centros capitalistas y ha determinado sus formas de desarrollo económico, que se rige principalmente por la dinámica de las relaciones sociales internas, reforzada con relaciones externas puestas a su servicio. En las periferias, por el contrario, el proceso de acumulación de capital deriva sobre todo de la evolución de los centros, se incorpora a ella y de alguna manera es «dependiente». El desarrollo autocentrado implica, por lo tanto, el dominio de las cinco condiciones esenciales de la acumulación: 1) el dominio local de la reproducción de la fuerza de trabajo, lo que supone, en una primera fase, que la política de Estado asegure un desarrollo agrícola capaz de producir excedentes alimentarios en cantidad suficiente y a precios compatibles con las exigencias de rentabilidad del capital, y en una segunda fase que la producción masiva de bienes salariales siga el ritmo de la expansión del capital y la expansión de la masa salarial; 2) el dominio local de la centralización del excedente, lo que supone no sólo la existencia formal de entidades financieras nacionales, sino también que estas sean relativamente autónomas de los flujos del capital transnacional, para garantizar la capacidad nacional de orientar su inversión; 3) el dominio local del mercado, ampliamente reservado a la producción nacional, incluso cuando no existan fuertes protecciones tarifarias o de otro tipo, y la capacidad complementaria de ser competitivo en el mercado mundial, por lo menos selectivamente; 4) el dominio local de los recursos naturales, que supone, más allá de su propiedad formal, la capacidad del Estado nacional de explotarlos o reservarlos -en este sentido, los países petroleros, que de hecho no tienen libertad para «cerrar el grifo» en el caso de que prefieran guardar el petróleo en su subsuelo en vez de poseer unos haberes financieros fáciles de expropiar, carecen de este dominio-; y por último 5) el dominio local de las tecnologías, inventadas en el país o, si son importadas, que puedan reproducirse rápidamente sin tener que importar siempre los insumos esenciales (equipamientos, conocimientos, etc.).
P: ¿Entonces el debate sobre el desarrollo autocentrado supera al que contrapone las estrategias de sustitución de importaciones a las estrategias orientadas a la exportación?
R: Sí. El concepto de desarrollo autocentrado, que se podría contraponer al concepto antinómico de desarrollo «dependiente» producido por el ajuste unilateral a las tendencias dominantes que acompañan a la expansión mundial del capitalismo, no puede reducirse a la antinomia «estrategias de sustitución de importaciones / estrategias orientadas a la exportación». Estos dos conceptos son propios de la economía «vulgar», desconocedora de que las estrategias económicas siempre son obra de bloques sociales hegemónicos, a través de los cuales se expresan los intereses dominantes de la sociedad. Después de todo, incluso en el marco de la economía «vulgar», todas las estrategias aplicadas en el mundo real combinan la sustitución de importaciones y la orientación exportadora en proporción variable, según las necesidades del momento. La dinámica del modelo de desarrollo autocentrado se basa en una articulación fundamental: una articulación que relaciona estrechamente el crecimiento de la producción de bienes de producción con la producción de bienes de consumo masivo. Las economías autocentradas no están cerradas, al contrario, están agresivamente abiertas, puesto que conforman el sistema mundial con su potencial exportador. A esta articulación le corresponde una relación social cuyos términos principales son los dos bloques fundamentales del sistema: la burguesía nacional y el mundo del trabajo. La dinámica del capitalismo periférico -la antinomia del capitalismo central autocentrado por definición- se basa, por el contrario, en otra articulación fundamental, que relaciona la capacidad de exportación con el consumo (importado o producido localmente con sustitución de importaciones) de una minoría. Este modelo define la naturaleza compradora -por contraste con la nacional- de las burguesías de la periferia.
P: Pero ¿no es necesaria también una revisión crítica de los intentos históricos de desarrollo autocentrado, populares o socialistas?
R: En los últimos tres cuartos de siglo prácticamente todas las grandes revoluciones populares contra el capitalismo real se han planteado la cuestión del desarrollo autocentrado y la desconexión. Lo hicieron tanto las revoluciones socialistas china y rusa como los movimientos de liberación de los pueblos del Tercer Mundo. Dicho esto, hace falta una revisión crítica permanente de las respuestas históricas que se han dado a esta cuestión, relacionándolas con las que se han dado a todos los demás aspectos de la problemática del desarrollo de las fuerzas productivas, de la liberación nacional, del progreso social, de la democratización de la sociedad… para aprender de sus éxitos y fracasos. Al mismo tiempo, dado que el capitalismo se transforma, evoluciona y se adapta constantemente al desafío de las rebeliones populares, también las condiciones y los términos en que se plantean estas cuestiones evolucionan constantemente. El desarrollo autocentrado y la desconexión no deben reducirse nunca a fórmulas acabadas, válidas para todas las situaciones y todos los momentos de la evolución histórica. Estos conceptos deben replantearse de acuerdo con las lecciones de la historia y de la evolución de la mundialización capitalista. La poderosa oleada de liberación nacional que barrió el Tercer Mundo en la posguerra mundial se saldó con la formación de nuevos poderes estatales, apoyados fundamentalmente en las burguesías nacionales, que habían controlado, en mayor o menor medida, los movimientos de liberación nacional. Estas burguesías discurrieron proyectos de «desarrollo» -una auténtica «ideología del desarrollo», como se ha dado en llamar- concebidos como estrategias de modernización, para asegurar «la independencia en la interdependencia mundial». No se planteaban, pues, una verdadera desconexión, sino una adaptación activa al sistema mundial, opción que, entre otras, revela la naturaleza burguesa nacional de los proyectos mencionados. La historia acabaría revelando el carácter utópico del proyecto que, tras un aparente éxito inicial entre 1955 y 1975, se agotó y condujo a una regresión compradora de las economías y sociedades de la periferia, impuesta con políticas llamadas de «apertura», privatización y ajuste estructural unilateral dictadas por la mundialización capitalista. En cambio las experiencias del llamado «socialismo real» en la URSS y China se habían desconectado realmente, en el sentido que damos al principio de la desconexión, creando un sistema de criterios económicos independiente del que imponía la lógica de la expansión capitalista mundial. Esta opción, como otras que la acompañaban, revela las intenciones auténticamente socialistas de las fuerzas políticas y sociales que hicieron las revoluciones. Pero ante el dilema de «alcanzar a cualquier precio» a los centros capitalistas, con un desarrollo de las fuerzas productivas que requería sistemas de organización similares a los creados por dichos centros, o «construir otra sociedad» (socialista), las sociedades soviética y china se inclinaron cada vez más por la primera opción y acabaron vaciando de contenido la segunda.
P: ¿Se formó una nueva burguesía?
R: En efecto, esta evolución, resultado de la propia dinámica social, estuvo acompañada de la formación progresiva de una nueva burguesía. La historia ha revelado el carácter utópico de este proyecto que pretendía ser «socialista» pero en realidad era de construcción de un «capitalismo (de Estado) sin capitalistas». La nueva burguesía aspiraba a ocupar una posición «normal», como la que tiene en el mundo capitalista. Al mismo tiempo, como es lógico, la nueva burguesía puso un plazo a la desconexión. Pero el problema del retraso histórico de estos países no se solucionó, al contrario, la restauración de un capitalismo normal integrado en el sistema mundial volvió a arrojar a la periferia a estas sociedades. El deterioro y el fracaso de los proyectos desarrollistas en los países del Tercer Mundo y del ámbito soviético (el llamado «socialismo real»), unido a una extensión de la mundialización capitalista en los centros dominantes de Occidente, dieron pie a un discurso unilateral dominante que imponía como única alternativa sumarse a la mundialización capitalista. Se trata de una utopía reaccionaria, pues la sumisión a los dictados de la expansión del mercado mundial no permite superar la mundialización y su polarización. El desarrollo autocentrado y la desconexión siguen siendo la respuesta ineludible a los retos de la nueva etapa de mundialización capitalista.
P: De modo que la nueva etapa de expansión capitalista, por sus características, no elimina la necesidad de opciones autocentradas y desconectadas. Pero la inmensa mayoría de las clases dirigentes del mundo asumen el proyecto de globalización neoliberal: ¿no significa esto que ya no existe un «capital nacional» ni, por lo tanto, burguesías nacionales, y que la dimensión dominante del capital, la más dinámica, es ya transnacional, está «globalizada»?
R: Esa tesis, presentada con gran profusión de escritos, es muy discutible. Aunque así fuera, el capital transnacional seguiría estando controlado por la tríada, que no deja entrar a los países del Este y el Sur en su club exclusivo. Estaríamos en presencia de meras burguesías compradoras, es decir, correas de transmisión del dominio del capital transnacional de la tríada. Es precisamente lo que vemos hoy en muchos países, por no decir en todos. Pero debo insistir: ¿denota una transformación duradera? De ser así, el «mundo nuevo» no sería más que una etapa nueva de una expansión imperialista vieja y por tanto mucho más «polarizadora» de lo que ha sido en etapas anteriores. ¿Sería esto aceptable y aceptado, no sólo por las clases dominadas, víctimas de un empobrecimiento masivo y agravado, sino por algunos sectores, al menos, de las clases dirigentes o las fuerzas sociales y políticas que aspiran a serlo? Hemos entrado en una fase nueva de la mundialización capitalista, y la polarización se manifiesta con formas y a través de mecanismos nuevos. Durante mucho tiempo la polarización se manifestó en el contraste entre los países industrializados y los países sin industrializar. La industrialización de las periferias, aunque es muy desigual, ha trasladado el conflicto a otros planos: el control de la tecnología, de las finanzas, de los recursos naturales del planeta, de las comunicaciones, del armamento. Renunciar a una economía autocentrada para sustituirla por la creación prioritaria de segmentos muy eficaces, que de entrada resultan competitivos en el mercado mundial -como propone la nueva formulación de la vieja teoría de la modernización-, seguir ese camino, lleva a perpetuar el contraste entre esos segmentos modernizados, que consumen todos los recursos locales, y unas reservas desechables mantenidas en la pobreza.
P: ¿Cuáles serían, entonces, las condiciones para un desarrollo digno de este nombre?
R: Un desarrollo digno de este nombre requiere una transformación profunda y general que despeje el camino a una revolución agraria, y una densa trama de pequeñas industrias y ciudades secundarias que ejerzan funciones imprescindibles para el progreso general de la sociedad. Por supuesto, las etapas concretas de esta transformación general dependen del resultado de las luchas sociales e implican la formación de alianzas nacionales, populares y democráticas capaces de transitar fuera del carril «comprador». En la aplicación concreta de las políticas por etapas deben definirse criterios de eficacia social que sustituyan al concepto capitalista, mercantil y estrecho, de «competitividad». Sin perder la perspectiva amplia del universalismo planetario. Para ello se necesita cierta apertura al exterior (la importación de tecnologías rigurosamente seleccionadas), aunque debe estar muy controlada para ponerla al servicio del progreso general en vez de obstaculizarlo. La evolución global aconseja crear grandes conjuntos regionales, sobre todo en las zonas periféricas, pero también en otras, como Europa, y dar prioridad, en esos conjuntos, a las medidas que permitan una modernización a escala mundial y transformen su naturaleza, despojándola poco a poco de los criterios del capitalismo. Habrá que superar entonces los estrechos límites de los acuerdos estrictamente económicos y emprender la construcción de grandes comunidades políticas, fundamento de un mundo pluricéntrico. Por supuesto, la formulación a esta escala del desarrollo autocentrado y la desconexión implica la articulación negociada de las relaciones entre las grandes regiones, tanto en el plano de los intercambios y la determinación de sus términos y del control y el uso de los recursos, como en el de las finanzas y la seguridad política y militar. Es decir, una verdadera reconstrucción del sistema político internacional que, libre de hegemonismos, se encamine por la senda del pluricentrismo.
París, 23 de abril de 2005
* Samir Amin es director del Foro del Tercer Mundo (Dakar) y del Foro Mundial de Alternativas.
* Rémy Herrera es investigador del CNRS y profesor de la universidad de Paris 1 Panthéon-Sorbonne.