Desde inicios del nuevo milenio el proceso histórico de América Latina ha tomado una dinámica distinta y superior. La cuestión de fondo de esta dinámica se circunscribe a la necesidad imperiosa de cambiar de raíz el sistema político imperante. La democracia representativa impulsada e impuesta por el imperialismo norteamericano ha sido bastante útil al diseño […]
Desde inicios del nuevo milenio el proceso histórico de América Latina ha tomado una dinámica distinta y superior. La cuestión de fondo de esta dinámica se circunscribe a la necesidad imperiosa de cambiar de raíz el sistema político imperante. La democracia representativa impulsada e impuesta por el imperialismo norteamericano ha sido bastante útil al diseño de las políticas neoliberales de la globalización; sin embargo, hoy en día esa forma de democracia burguesa está en profunda crisis. La ofensiva neoliberal en el continente, categórica en cuanto a la privatización de las empresas nacionales, la incautación de los recursos naturales mineros y petrolíferos; y además, inflexible en el pago de la deuda externa, viene obteniendo un resultado inesperado. Resultado propio de la enorme contradicción entre la voraz acumulación capitalista de las empresas transnacionales y el desarrollo de los pueblos que, con tales políticas, vienen perdiendo no sólo gran parte de su patrimonio nacional sino también su soberanía.
En los últimos veinte años la gran farsa del crecimiento económico se ha desmoronado, en tanto y cuanto los economistas neoliberales no pueden explicar el empobrecimiento de la región mientras las cifras positivas de la macro economía les dicen lo contrario. Pero la respuesta es muy simple porque crecimiento económico no es lo mismo que desarrollo económico y social. Y más simple se hace la ecuación cuando nos preguntamos: ¿la economía crece para quién? y la respuesta es: crece para las empresas transnacionales que invierten como uno y sacan de los países como diez. ¿La economía crece para qué? y la respuesta es: crece para la dependencia absoluta, los pagos de la deuda externa y para acabar con los recursos naturales patrimoniales de cada país. Y todavía más graves resultan estas revelaciones cuando se comprueba que el neoliberalismo arrasó, desde los primeros años de su aplicación, con todas las conquistas sociales e históricas de los trabajadores. Es, entonces, cuando comprobamos y ya no cabe duda que el sistema político amparado y reforzado por el imperialismo norteamericano no funciona y cada vez se presenta más débil en alcanzar la preciada «gobernabilidad» como el ingrediente fundamental de sostener gobiernos impopulares, si bien elegidos a la usanza antigua, totalmente divorciados de los ciudadanos electores, dando así al traste con la legalidad democrática sin democracia real.
Advertidos de este problema crucial para los intereses imperialistas, Condolezza Rice, Secretaria de Estado, luego el propio presidente George Bush y el renegado Roger Noriega, sub secretario de Estado para el hemisferio occidental, trataron de impulsar una resolución intervencionista bajo el sutil nombre de «monitoreo de las democracias.» Y no fue una casualidad que estos personajes lo intentaran en el marco de la Asamblea General de la OEA reunida en el Estado de Florida, lugar donde sufrieron una vergonzosa derrota. En la misma dirección tampoco fue una casualidad que Alejandro Toledo, el repudiado presidente peruano, el más impopular de todos con apenas 7% de aceptación, el que podría ser el próximo en esta caída libre de mandatarios, abogara por la aplicación de la Carta Democrática Interamericana en el caso de la convulsionada Bolivia. En ambos casos vale destacar el rechazo casi absoluto de los países miembros de la OEA a toda proposición de carácter intervencionista, cuya puntería también se dirigía a Cuba y Venezuela.
La exigencia de este intervencionismo es, simplemente, porque a la Casa Blanca se le escapa la región de las manos. Los analistas del entorno de George W. Bush vienen verificando que la movilización social, la resistencia, la insurgencia y la revocatoria de mandatos «legítimos» es la respuesta a ese neoliberalismo desvergonzado, soberbio y depredador impuesto al amparo de la globalización. A decir verdades los hechos no son aislados y se vienen sucediendo unos a otros por la sencilla razón que la clase política tradicional ha dejado de ser representativa, fundamentalmente, por estar aliada, a espaldas de los intereses nacionales, con las empresas transnacionales secundadas por Washington dentro del esquema de la globalización. Inclusive por recibir lucrativos beneficios de estas empresas a través de los contratos de privatización, los convenios, las concesiones, las exoneraciones de impuestos; prebendas que han convertido a los gobernantes, parlamentarios, jueces y magistrados en meros comisionistas de turno. De ahí la rebelión popular de barrer la casa antes que sea demasiado tarde.
Los sucesivos golpes de la insurgencia popular (GIP) han puesto en vigencia un derecho reconocido en casi todas las constituciones de los Estados. La insurgencia es un derecho, entonces, por qué no aplicarlo. En cualquier democracia, la revocatoria de mandatos también es un derecho. Así como existe el derecho de elegir, también existe el derecho de destituir a los que no cumplen con el pueblo. Los GIP han tenido distintas manifestaciones en Argentina, Ecuador (dos veces), Perú, Bolivia (dos veces), pero en el fondo han constituido la jurisprudencia de sacar presidente impopulares y traidores a la causa que los llevó al poder. El caso de Venezuela es especial y distinto puesto que el GIP se produjo en sentido contrario: en vez de sacar a un presidente (Hugo Chávez) lo restituyó en el poder luego del infame cuartelazo manejado desde Washington. Como podemos observar, las respuestas al neoliberalismo han sido contundentes y hasta eficaces podríamos afirmar, pues han derrotado a los discursos retóricos de la legalidad democrática sin democracia real, la misma que viene explotando en mil pedazos.
De acuerdo a las experiencias vividas en las naciones citadas, las destituciones presidenciales hasta ahora han seguido normas constitucionales arregladas a la ocasión. Los reemplazos, provisionales en la mayoría de casos y estables previa elección, también han seguido cierta legalidad, pero el fondo del problema no es ése sino que el sistema político ya no responde a la coyuntura histórica regional. Las instituciones han dejado de ser representativas de las mayorías nacionales y la necesidad de nuevos ordenamientos jurídicos nacionales, caso de Venezuela que formuló una nueva constitución, se manifiestan imprescindibles. El caso de Bolivia y probablemente Perú, dado el imperativo del relevo de Toledo antes del fin de su mandato, son significativos y reveladores. Bolivia se puso al borde de la guerra civil y Perú no va para ningún lado buscando un nuevo arreglo, por intereses de la inmoralidad y corrupción, con el estatuto del delincuente prófugo Alberto Fujimori. En ambos casos los congresos nacionales no representan al país y los gobiernos tampoco, las instituciones son endebles o simples membretes de asociaciones disolutas, impúdicas y podridas.
En ambos países andinos se aboga por una Asamblea Constituyente, es decir, por un nuevo ordenamiento jurídico o pacto social representativo. En el Perú este ultimátum es respaldado por más de 80 % del electorado y la «clase política» no se atreve al referendo, pues se empeña en ir a elecciones generales para repetir el reparto del Estado putrefacto y por ello alienta la retórica de un cambio sustancial con la salida de Toledo en el 2006, cuando por simple raciocinio se sabe que el problema no es Toledo sino los mismos líderes tradicionales, sus partidos y la miseria de la prensa nacional (TV, radio, periódicos y revistas) que los ampara con la manipulación informativa. En Bolivia, previos golpes de la insurgencia popular (GIP), el panorama es completamente distinto. Luego de la expulsión de Sánchez de Lozada (primer GIP) y de la renuncia de Mesa (segundo GIP) la sucesión constitucional no ha seguido el curso estipulado o mejor dicho el arreglo de acuerdo a la ocasión, pues la exigencia fue más allá. En otras palabras el GIP siguió su curso hasta obligar la renuncia de los sindicados reemplazos constitucionales, los presidentes del Senado y de la cámara baja, llegando a aceptar provisionalmente al presidente de la Corte Suprema, Eduardo Rodríguez.
Pero allí no termina la historia en Bolivia. En este país del altiplano andino la situación de la insurgencia popular tiene varias aristas y podría mencionarse que se encuentra en una situación pre-revolucionaria. No olvidemos que en 1952 ese mismo pueblo derrotó al ejército hasta disolverlo y fue la traición de Víctor Paz Estensoro, apoyado por el imperialismo norteamericano, la que reconstruyó el Estado burgués. El horizonte actual se caracteriza por una lucha obrero campesina de raigambre étnica donde se juegan intereses nacionales de la integridad territorial o el desmembramiento del país. Otra vez el petróleo, el gas, los recursos naturales de un país pobre son ambicionados por intereses extranjeros aliados a las desnacionalizadas oligarquías bolivianas, cuya única patria es la ambición, la avaricia y el capital mal habido. De allí que los sectores patronales empujen con vigor la autonomía regional de Santa Cruz y Tarija, precisamente donde los yacimientos petrolíferos se ubican. Autonomía, nada santa, que la embajada norteamericana apoya a fin de tener manos libres, como en Irak, sobre recursos nada despreciables; por supuesto, sin importarles la división y reparto de una región de suyo netamente boliviana. La política imperial de divide y reinarás no es nueva en el mundo y menos en América Latina, donde por ejemplo la provincia colombiana de Panamá se convirtió en país independiente como pre requisito norteamericano antes de construirse el canal.
En este escenario el GIP en Bolivia ha creado, con razón, un vacío de poder y por consiguiente de gobierno. Eduardo Rodríguez en este escenario es un mediador provisional antes que un presidente. Es una salida angustiada de la derecha y de un congreso que no representa a nadie, excepto a sus integrantes y familiares. Y este mediador tiene a su cargo una agenda difícil de cumplir en tan corto tiempo: la Asamblea Constituyente frente a la Asamblea Popular (Nacional o Revolucionaria) constituida de hecho frente al vacío de gobierno; la nacionalización de los hidrocarburos como una meta para frenar los movimientos pro imperialistas de la secesión; la pacificación del país vía elecciones adelantadas de un nuevo gobierno, que indudablemente no puede ajustarse a la legalidad burguesa derrotada consecutivamente. Y en esta agenda no se puede perder de vista el efecto GIP, muy presente en esta etapa de transición porque las masas movilizadas son conscientes que el mismo proceso de aproximación a un nuevo gobierno elegido significa el caramelo de pretender el adormecimiento de la lucha revolucionaria. Las masas son conscientes, inclusive las que apoyan a Evo Morales, que no se trata de cambiar el rostro de los líderes gobernantes sino de cambiar el sistema político, el mismo que ya no responde a la nueva realidad boliviana.