La otra campaña comenzó a toda máquina, entre saludos, adhesiones, confusión, temores y descalificaciones. No hay en ello novedad. Siempre ha sido así con las iniciativas políticas zapatistas. El banderazo de salida consistió en una concentración de miles de indígenas en las calles de San Cristóbal de las Casas, tal como hicieron hace 12 años. […]
La otra campaña comenzó a toda máquina, entre saludos, adhesiones, confusión, temores y descalificaciones. No hay en ello novedad. Siempre ha sido así con las iniciativas políticas zapatistas.
El banderazo de salida consistió en una concentración de miles de indígenas en las calles de San Cristóbal de las Casas, tal como hicieron hace 12 años. A ella asistieron también reconocidos intelectuales y decenas de observadores internacionales.
La otra campaña provoca dudas entre quienes consideran que la única política posible es la que se hace desde los partidos y en las elecciones, porque cambia drásticamente el terreno del quehacer de los profesionales del poder y sus estudiosos. Molesta a aquellos que daban por descontada la adhesión rebelde a su proyecto. Y es que se trata de una ofensiva política no electoral en tiempo de comicios. No llama a votar por algún candidato ni a no hacerlo. Tampoco promueve la abstención.
Pero, si la otra campaña no busca incidir en los resultados electorales, ¿qué es lo que pretende? Una respuesta, en parte, la ofrece el escritor británico John Berger: «Las multitudes», dice, «tienen respuestas a preguntas que aún no se han formulado, y la capacidad de sobrevivir a lo muros.» La otra campaña busca respuestas que no pueden hallarse en el campo de la política formal ni de la clase política, sino en las luchas de la gente sencilla. Pretende organizar la resistencia de los de abajo para romper las vallas de la exclusión que separan a los ganadores de los perdedores en este país.
La otra campaña quiere dar voz a quienes no la tienen y no la ven a tener en la lógica estricta de las campañas electorales. Aspira a hacer visibles a los invisibles que luchan en todo el país. Desea mostrar los grandes problemas nacionales que los candidatos presidenciales evitan nombrar por su deseo de ocupar el centro político. Quiere sentar las bases para reconstituir desde abajo una izquierda anticapitalista. Busca tejer una red nacional de representaciones políticas genuinas. Promueve la creación de condiciones favorables para formar una gran fuerza política y social, con capacidad para vetar políticas gubernamentales e incidir en el rumbo de la nación, independientemente de quién gane los comicios federales de 2006.
Por lo pronto la otra campaña marcha contra la corriente. El clima en la opinión pública no le es favorable. A pesar de ello, como ha sucedido en el pasado con otras iniciativas zapatistas, ha comenzado a abrirse paso. Raúl Vera, obispo de la diócesis de Saltillo, calificó la movilización de esperanzadora. Las fuerzas que se han sumado a ella son mucho más numerosas de lo que diversos analistas de la realidad nacional vaticinaban. En cuanto el PRD escoja a sus candidatos a puestos de elección popular y deje afuera a buen número de representantes de organizaciones sociales, será mayor. Si los comicios no logran despertar el interés de los jóvenes -cosa que hasta ahora ha sucedido-, una parte de ellos encontrará en el periplo rebelde un lugar para volcar sus inquietudes de participación política.
La multitudinaria concentración indígena en San Cristóbal de las Casas desmintió, de paso, las tonterías que los voceros gubernamentales, como Xóchitl Gálvez Ruiz, se han dedicado a divulgar en los medios de comunicación sobre la situación zapatista. «Marcos pierde liderazgo», dice la señora Gálvez, quien ha conducido la política indigenista mexicana a uno de sus peores episodios, y es mejor conocida por su afición a hablar con groserías que por sus obras de gobierno (El Universal, 31 de diciembre de 2005). De paso, aprovechó el viaje para exaltar el extinto Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol) de Carlos Salinas de Gortari.
Los puntos de vista de Xóchitl Gálvez no son un exabrupto, sino parte de una estrategia gubernamental. La filtración en la prensa escrita ligada al mundo empresarial de informes de inteligencia que hablan de supuestas deserciones zapatistas, de su aislamiento y su «creciente» debilidad, es el termómetro que mide la temperatura de la inquietud en la administración pública. En las filas del gobierno del cambio hay preocupación creciente con la otra campaña porque, entre otras cosas, pone el dedo en la llaga del fracaso de su política hacia Chiapas.
El balance de los «siete minutos» del presidente Fox es francamente malo para el panismo. Los rebeldes no se han desarmado y han construido gobiernos locales autónomos. Luis H. Alvarez, el comisionado gubernamental para el conflicto, ha sido expulsado de las comunidades en resistencia y su intención de desfondarlas entregando recursos económicos no ha tenido éxito. La presencia zapatista en el estado no ha mermado, sino que se ha consolidado y expandido. Los costos de este descalabro serán pagados por Felipe Calderón.
Por lo demás, cierto temor se siente en las filas de la derecha, que ha comenzado a proferir grititos histéricos de desaprobación. A pesar del tiempo transcurrido desde enero de 1994, no parece haber renovado el catálogo de sus prejuicios. Del sarcasmo forzado a las exigencias de que se quiten el pasamontañas, sus opiniones a la prensa son una calca de lo dicho un año tras otro, una mezcla de prejuicios racistas y vocación de encomenderos.
La otra campaña es una corriente de aire fresco en un clima político enrarecido, una apuesta por abrir espacios a los de mero abajo, una iniciativa para moralizar la política, un sano contrapeso al mundo de la política institucional, un parteaguas en la refundación de la izquierda. Antes de apresurarse a descalificarla habría que comprenderla. Es, en síntesis, una campaña muy otra.