EL CONGRESO del PCUS empezó el 14 de febrero de 1956, es decir: el día de San Valentín, conocido entonces como tal en la Unión Soviética sólo por los especialistas en literatura occidental. 50 años después, a los rusos les preocupa mas la cuestión cómo hacerse con una divertida «tarjeta de Valentín» y qué se […]
EL CONGRESO del PCUS empezó el 14 de febrero de 1956, es decir: el día de San Valentín, conocido entonces como tal en la Unión Soviética sólo por los especialistas en literatura occidental. 50 años después, a los rusos les preocupa mas la cuestión cómo hacerse con una divertida «tarjeta de Valentín» y qué se puede regalar en el día de los enamorados, que la de graduar la importancia histórica del vigésimo congreso del partido y de la alocución secreta de Nikita Kruschov.
Ni que decir tienen que la prensa ha reaccionado al aniversario con varios artículos de obligada rutina. Mientras los periódicos liberales alaban a Kruschov como el primer aunque no suficientemente radical paso hacia el desmantelamiento del totalitarismo, vuelven los nacionalistas arracimarse defensivamente en torno de Stalin, en la convicción de que éste representó la continuación de las grandes tradiciones de Iván el Terrible y la dinastía de los Romanov. Guenadi Ziuganov se pronuncia en nombre del Partido Comunista y declara que el informe de Kruschov apuntaba a la destrucción de los fundamentos del Estado soviético. «En el fondo, se trataba de un ajuste de cuentas personal con Stalin. Quiero subrayar que ese informe no fue previamente discutido ni en el plenario ni en el Presidium del Comité Central del PCUS.»
Kruschov había hablado inmediatamente antes de la clausura del Congreso, el 25 de febrero de 1956, y su discurso no fue realmente «secreto»; muy poco después fue distribuido por todo el país y leído en las reuniones y asambleas del partido. Millones de personas conocían ya unas pocas semanas después su contenido, sin sospechar que en las décadas venideras el sistema soviético iría aproximándose cada vez más al borde del abismo. Y eso a pesar de que, tanto desde el punto de vista geopolítico como económico, la URSS alcanzó el cenit de su poderío, no bajo Stalin, sino precisamente bajo Kruschov y Breznev. En tiempos de Kruschov llegó la ventaja en la exploración del espacio, bajo Breznev se alcanzó la paridad nuclear con los EEUU, y muchos países del Oriente Próximo y de África se pusieron del lado del bloque soviético. También desde el punto de vista material se vivía mucho mejor. Es lo cierto es que se acabó el «hermetismo» ideológico propio del período de Stalin. Y los intentos, particularmente característicos de la era Breznev, de simular las viejas estructuras monolíticas, sólo lograron dividir a la sociedad y prepararon el terreno para la catástrofe moral que habría de acontecer a finales de siglo.
Precisamente, aquel «monolitismo» de la sociedad soviética estalinista es lo que hoy despierta nostalgia, y no sólo entre los partidarios convencidos del antiguo orden; también entre millones de personas expuestas cotidianamente a la irresponsable y antisocial política de las actuales elites rusas.
Plenamente «monolítica» no lo fue nunca la sociedad soviética, evidentemente. No sólo son las novelas de Solchenitsin son testigos de eso, sino que se pueden traer también a colación los archivos. Sin embargo, había un sentimiento de comunidad de destino que no sólo unía a los estratos bajo de los trabajadores con las capas altas de la burocracia, sino que llegaba incluso a unir, parcialmente, a las víctimas del Gulag estalinista con sus guardianes. No es por azar que muchos de los antiguos confinados en campos, tras su liberación, no sólo no se convirtieron en anticomunistas, sino que se distanciaron de una generación más joven de intelectuales, cuyas opiniones les parecían antisoviéticas. El régimen de Stalin, como una especie de Bonapartismo comunista que fue, estaba prendido a la historia de la Revolución como el totalitarismo del sistema a un especial democratismo, como el miedo y las represiones al entusiasmo y a la lealtad franca. Paradójicamente, eso es lo que hizo al vigésimo Congreso posible y lo que lo convirtió en un asunto ordinario.
Se necesitaban cambios; eso, cualquiera lo entendía: tras la muerte de Stalin, todos los dirigentes del país discutían sobre reformas. Documentos recientemente publicados prueban que incluso Stalin albergaba parejos pensamientos. La cuestión era sólo ¿por qué escenario había que decidirse? Luego culparon unos a Kruschov de no haber procedido de un modo lo bastante radical; se quejaron, otros, de que todo lo hubiera ventilado en público, extraviando así la reforma política en un mero ajuste de cuentas con Stalin. Kruschov, obvio es decirlo, tenía que cargar todas la culpas sobre Stalin, si quería evitar que se sacaran conclusiones sistémicas más serias: desde las contradicciones internas del sistema soviético, hasta la cuestión de su parentesco real con las ideas marxistas sobre el socialismo. Esas cuestiones las había planteado Trotsky, respecto del cual las elites políticas bajo Kruschov no estaban menos vehementemente distanciadas que de Stalin. De ahí que Kruschov, aquel 25 de febrero de 1956 -y tanto si lo había convenido con los colectivos dirigentes, como si no-, no hiciera otra cosa que dar voz articulada al estado de ánimo de la mayoría del aparato. Su Informe secreto no fue producto del arbitrio de un individuo, sino que se redujo más bien a dar expresión general a lo que había ido imponiéndose en el curso de tres años de luchas internas tras la muerte de Stalin
Transcurridos 30 años más, la perestroika anunciada por Gorbatchov llevó a la Unión Soviética a la ruina total. El resultado de sus reformas fue el sufrimiento de millones de personas humilladas, expoliadas, arrojadas de nuevo a comienzos de los 90 a las fronteras de la supervivencia física. ¿Puede eso considerarse la consecuencia histórica del vigésimo Congreso, de cuyas resoluciones se reclamaron tanto Gorbatchov como su sucesor Yeltsin? Ambos pertenecían, evidentemente a otra generación, educada y templada bajo Breznev. Sin embargo, el XX Congreso fue una especie de parteaguas. En el pugilato entre las fuerzas democráticas propias de la sociedad soviética y las fuerzas de la burocracia, triunfaron externamente las primeras, y realmente, las segundas. Hubo, después de 1956, una democratización, pero sólo en beneficio de la burocracia: el colapso estaba programado.
Boris Kagarlitsky es una de las voces más interesantes y lúcidas de la izquierda rusa actual y la voz principal de la organización Izquierda rusa