Solíamos llamarlo el Templo de la Verdad. El cubo de 10 pisos hecho de mármol café y crema en el bulevar Mezze, en Damasco, tenía enormes ventanas siempre cubiertas de arena que nunca eran limpiadas, cuatro maltrechos elevadores plateados que lo llevaban a uno, al cabo de 15 minutos, al temido piso superior, que era […]
Solíamos llamarlo el Templo de la Verdad. El cubo de 10 pisos hecho de mármol café y crema en el bulevar Mezze, en Damasco, tenía enormes ventanas siempre cubiertas de arena que nunca eran limpiadas, cuatro maltrechos elevadores plateados que lo llevaban a uno, al cabo de 15 minutos, al temido piso superior, que era del color amarillo oscuro de la margarina. Ahí, fumando un cigarrillo tras otro, se sentaban los clérigos del templo, cuyo triste final logró que periodistas extranjeros -Fisk entre ellos- comprendieran los valores amistosos, humanistas y nacionalistas del baazismo.
En los días de la Vieja Siria, esto era una tarea dura para cualquier gran señor al que le fuera asignada. Iskander Ahmed Iskander era el ministro de Información cuando llegué a Damasco por primera vez. Era un enjuto timonel de bigote cuyo título denotaba su proximidad con el Gran Hombre. Ejercía su mandato desde una oficina que tenía una puerta de seguridad con múltiples cerraduras, en un edificio que albergaba a la Agencia Siria Arabe de Noticias, cuyos indigestos despachos llenaban las páginas del Syria Times, diario en formato tabloide que documentaba la conclusión de planes industriales a cinco años y delirantes telegramas de agricultores que felicitaban al presidente en el aniversario de la revolución correctiva.
En 1982, era tarea de Iskander insultarme por atreverme a entrar a la ciudad prohibida de Hama para buscar a las legiones de Rifaat el Assad, hermano del Gran Hombre (Rifaat goza ahora de un tranquilo y forzoso retiro en la Unión Europea, que es el azote de los criminales de guerra).
El hermano de Assad y sus hombres masacraron a miles de rebeldes islamitas sin que nadie dijera ni pío, como ocurre actualmente cuando los estadunidenses liquidan a un igual número de insurgentes en Irak.
Radio Damasco (una de las mascotas de Iskander) ya me había acusado de «mentiroso» y aseguró que me metí a escondidas a Hama, cuando en realidad penetré esa ciudad en llamas ofreciéndole aventón a dos oficiales de Rifaat, y después pasé 10 minutos viendo a sus tanques bombardear la mezquita más antigua de la localidad.
Sin embargo, cuando Iskander me recibió la primavera de 1982, estaba ansioso por conservar sus buenas relaciones con el diario The Times, para el que yo trabajaba entonces. Primero insistió en que yo no había estado en Hama -un intento de sugestión muy caritativo al cual renuncié rápidamente- y luego alegó no saber nada de que Radio Damasco me había acusado de mentir. Yo no tenía duda de que el mismo Iskander aprobó esa transmisión. Pero me sonrió, quiso invitarme un puro y dijo: «Sólo los amigos verdaderos pueden tener esta discusión».
Años más tarde, Iskander se sometería a una cirugía por cáncer en Londres, en la que se le retiró parte del cerebro. Cuando le pregunté qué sintió al despertar de la operación me respondió: «Parte de mí ya no existía».
Son tipos duros estos baazistas. También hubo días difíciles para Zuhair, el «director (sic) de prensa extranjera» de Siria, cuya genial y siempre amable habilidad para retirarles las visas a los periodistas ingratos (quienes eran espiados constantemente por sus «cuidadores») rara vez fue recompensada. Zuhair, en su momento, fue nombrado agregado de prensa de su país en la embajada siria en Londres. Abandonó ese puesto con toda celeridad cuando los británicos descubrieron que un hombre que planeaba hacer estallar una bomba a bordo de un avión de la aerolínea El Al fue escondido por diplomáticos sirios -aunque no por Zuhair- en Londres.
Cuando aún estaba en Damasco, él aprobó una visa para un periodista estadunidense que tuvo la negligencia de no decirle a Zuhair que también era israelí y que envió numerosos reportajes a su periódico en Tel Aviv.
Zuhair fue despachado entonces a uno de los pisos inferiores del Templo de la Verdad, bajo la protección de nada menos que el nuevo ministro de Información, Mohamed Salman, astuto baazista quien inevitablemente cayó de la gracia después de que develó un nuevo busto del Gran Líder afuera del Templo de la Verdad.
A la mañana siguiente, un escuadrón de trabajadores fue visto desmantelando la estatua y la siguiente vez que vi a Mohammed, estaba bajo arresto domiciliario. Un día, tiempo más tarde, fue trasladado al Congreso del Partido Baaz para votar en favor del liderazgo del hijo de Assad, Bashar, en 2000. Ahí estaba, sorbiendo café nerviosamente en un rincón de la habitación mientras sus colegas baazistas parecían no querer contagiarse con él y formaban un zona vacía de varios metros en torno suyo.
Junto con un colega, rompí el cerco radiactivo y me acerqué a Mohamed para preguntarle por su salud. Su alivio fue palpable. Esto dio pie a algunos baazistas cobardes a seguir nuestro ejemplo.
Me caía bien Ahmed, intérprete y «cuidador» del sucesor de Zuhair. Su constante fumar no encajaba con el enfoque asceta, cínico y literario que tenía del mundo. Entre citas de William Blake, Ahmed -quien padecía del corazón- explicaba las enseñanzas baazistas haciendo girar sus ojos. Siempre comenzaba sus observaciones con las palabras: «Prométeme, Robert, que jamás repetirás lo que te voy a decir». Lo que seguía era un recuento transparente y honesto de lo que era la vida bajo el mandato de Hafez el Assad. Una vez inclusive me describió el comportamiento que exhibirían sus colegas, cuando el Gran Líder muriera. «En mi nativo Tadmor, la gente irá a las fosas comunes de los presos políticos y arrojará pétalos de rosa sobre la arena», dijo. «Y en nuestras oficinas, en esas que tú llamas el Templo de la Verdad, nos sentaremos con cigarrillos en la boca, y cada uno de nosotros vigilará a los demás camaradas con el rabillo del ojo para observar sus reacciones a la muerte del Gran Líder».
Ese día, los ocupantes del Templo de la Verdad se comportaron de esa exacta manera, aunque desafortunadamente no hubo pétalos de rosa en las fosas de Tadmor. Pero una vez que Bashar se instaló en el poder, una brisa baazista cuidadosamente modulada se dejó sentir por los corredores del Templo. Cuando hice bromas sobre «la mano de hierro» que ejerció el mando previamente, lo que recibí a cambio fueron palmadas en la espalda y elogios para Bashar.
Esta semana el nuevo ministro, un alegre intelectual y cirujano llamado Bhsen Bilal, recordó la forma en que discutía mis reportajes con el general Ghazi Kenaan, el ministro del Interior que tristemente se voló los sesos justo cuando estaba en su punto álgido la investigación de la ONU sobre el asesinato del ex primer ministro libanés, Rafiq Hariri.
Para mi sorpresa, me enteré de que tanto Adel como Ahmed murieron de ataques cardiacos en años recientes. Iskander falleció hace mucho. Actualmente, Mohamed Salman «vive en su casa», pese a que ya no está bajo arresto domiciliario mientras Zuhair, a quien le salvó el cuello Salman, ahora edita una publicación sobre caballos.
«¿Caballos?», pregunté en el Templo. «¿Sobre caballos?». «Si, su revista se llama El Pura Sangre«. «¿Y tiene mucha circulación?». «La gente de Damasco, señor Robert, no habla de caballos». En efecto.
El Syria Times es ahora un periódico de formato grande, pero es tan aburrido como siempre. «El gabinete enfatiza la importancia de la unidad nacional», fue uno de los encabezados de esta semana.
Pero otros diarios reportan las acusaciones libanesas de que Siria está detrás del asesinato de Hariri. Mi hotel exhibe revistas que documentan la represión de los kurdos sirios.
Las ventanas del edificio aún están cubiertas de arena y el elevador sigue tardándose 15 minutos en llegar al décimo piso. Pero esta es la nueva Siria y la vida ha cambiado en el Templo de la Verdad.
Y yo siempre estoy recordando que este es el lugar al que llaman el Eje del Mal.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca