Por un lado, duele e indigna. Por otro, nada nuevo bajo el sol. Saber que Gonzalo Sánchez de Lozada lleva una vida muelle y disipada en Estados Unidos hiere los sentimientos más profundos no sólo de los familiares de las víctimas de la mano genocida del exgobernante boliviano, sino los de la inmensa mayoría de […]
Por un lado, duele e indigna. Por otro, nada nuevo bajo el sol. Saber que Gonzalo Sánchez de Lozada lleva una vida muelle y disipada en Estados Unidos hiere los sentimientos más profundos no sólo de los familiares de las víctimas de la mano genocida del exgobernante boliviano, sino los de la inmensa mayoría de los ciudadanos de ese país.
Sin embargo, no resulta extraño ni novedoso que las autoridades norteamericanas hayan acogido en su seno a un individuo con récord criminal y se hagan de la vista gorda ante el pedido de extradición del actual gobierno de Bolivia, que exige, sobre la base del más estricto apego a los principios del Derecho Internacional y las normas legales pactadas entre EE.UU. y el país andino, el traslado del expresidente a La Paz para que responda ante la ley por sus desmanes.
Como se conoce, sobre Sánchez de Lozada pesa la acusación de ser el máximo responsable de la masacre que entre septiembre y octubre del 2003 ocasionó 67 muertes y 417 heridos, según un riguroso conteo de las organizaciones bolivianas de derechos humanos.
En lugar de prestar atención a las demandas de los líderes comunales y vecinos de El Alto, que protestaban contra la inminente expatriación del patrimonio gasífero del país, el Ejecutivo optó por la represión.
En los últimos días, los exministros de su gabinete Yerko Kukoc y Mirtha Quevedo declararon públicamente su disposición de colaborar con la justicia a fin de esclarecer los aludidos sucesos sangrientos.
Pero precisaron, según reportó al agencia ABI, que «Sánchez de Lozada como presidente y capitán general de las Fuerzas Armadas es el directo responsable de los hechos de sangre acaecidos».
Kukoc puntualizó en ese encuentro con la prensa: «Las órdenes procedían de su investidura».
Sánchez de Lozada huyó de Bolivia y se instaló en Estados Unidos. El embajador de Washington en La Paz, Philip Goldberg, a mediados del último noviembre, tuvo el cinismo de notificar que «el expresidente se encuentra legalmente en mi país».
«No es suficiente -expresó- la orden de detención que tiene la Interpol en su contra. Mi país tiene procedimientos legales establecidos para estos casos. Nosotros no siempre actuamos con órdenes de la Interpol dentro de los Estados unidos».
Cuando la prensa apretó a Goldberg para saber si su gobierno consideraba a Sánchez de Lozada un refugiado político, el diplomático esquivó el bulto.
No hizo otra cosa que añadir más de lo mismo sobre una práctica tradicional de las autoridades de su país. Al término de la Segunda Guerra Mundial EE.UU. arropó a centenares de criminales de guerra nazis.
Los grandes medios de prensa de ese país minimizaron en su día las revelaciones sobre la operación Paperclip, un proyecto de la CIA que, según un documento declasificado y con fecha del 2 de junio de 1953, daba cuenta de la entrada de al menos 820 nazis al país. Uno de los más conspicuos criminales naturalizados en EE. UU. fue el mayor doctor Walter Emil Schreiber, que experimentó en prisioneros el gas-gangrena, y cepas del virus del tifus. Schreiber trabajó tranquilamente en la Escuela de Medicina de la Fuerza Aérea en Texas .
En enero de 1959, decenas de esbirros de la tiranía batistiana en Cuba huyeron de la justicia revolucionaria y vivieron, hicieron negocios y conspiraron contra el poder popular en la Isla con la anuencia y los dineros de la Casa Blanca y la CIA.
Para no ir muy lejos, ahí está el caso de Luis Posada Carriles, el más connotado terrorista del hemisferio occidental, viendo buenamente sus días pasar en una prisión de lujo en la ciudad de El Paso, mientras que el gobierno de Estados Unidos elude el pedido de extradición formulado con todas las de la ley por el Estado venezolano.
De modo que Sánchez de Lozada viene a ser un capítulo más en la bochornosa complicidad y obsecuencia de las autoridades norteamericanas cuando se trata de hacer justicia de verdad.