El 9 de abril de 1977 el Gobierno de Adolfo Suárez legalizó el Partido Comunista de España (PCE), uno de los hitos más relevantes del proceso histórico de transición de una dictadura fascista, que alardeaba de haber derrotado al comunismo en la guerra de 1936-1939, a un régimen «democrático». Al día siguiente los medios de […]
El 9 de abril de 1977 el Gobierno de Adolfo Suárez legalizó el Partido Comunista de España (PCE), uno de los hitos más relevantes del proceso histórico de transición de una dictadura fascista, que alardeaba de haber derrotado al comunismo en la guerra de 1936-1939, a un régimen «democrático». Al día siguiente los medios de comunicación recogieron tan relevante noticia en sus espacios más destacados y le dedicaron sus comentarios editoriales. Entonces en la prensa española despuntaba ya El País, una cabecera aparecida en mayo de 1976 que en muy pocos años se consolidaría como la más leída de España y, sobre todo, como la referencia cotidiana de los sectores «progresistas» de la sociedad. Posteriormente, durante los trece años de gobiernos de Felipe González, este diario se convirtió en el mascarón de proa del que hoy es el mayor conglomerado mediático en habla hispana, cuyos tentáculos se extienden por Portugal, Reino Unido, Francia, Italia y la mayor parte de América Latina, donde no han tenido reparos en aliarse incluso con grupos comunicacionales tan reaccionarios como el del clan Edwards, propietario del chileno El Mercurio, con el que comparten sello editorial.
Parte esencial de la «línea editorial» de este periódico a lo largo de sus tres décadas de existencia ha sido su sostenida e inteligente agresión contra el Partido Comunista de España y años más tarde contra Izquierda Unida durante la etapa de crecimiento con Julio Anguita como coordinador general. En contraste con otros posicionamientos mediáticos mucho más grotescos y sensacionalistas, el éxito de la estrategia informativa de El País radica en su sutileza, en el barniz de aparente objetividad que tiene la selección y la elaboración de sus noticias.
Así, para El País siempre ha sido una noticia muy relevante cualquier ataque o crítica contra el PCE o IU, particularmente si procedía desde el interior de sus filas, desde los sucesivos grupos que han abogado por la «renovación» (es decir, por la liquidación de un proyecto de izquierda real y no subordinado al PSOE); más aún, ha contribuido de manera decisiva a alimentar esas opiniones, que casi siempre incurrieron en la deslealtad por conspirar desde los medios de comunicación y no aceptar su clamorosa minoría interna. La operación de más calado fue la de «Nueva Izquierda», lanzada a mediados de la década anterior, cuando Izquierda Unida tenía 19 diputados (y el 11% de los votos en las elecciones generales), había conquistado nueve eurodiputados (con el 13% de los votos), tenía una notable implantación municipal y autonómica (en Madrid llegó a alcanzar el 16% de los votos) y Julio Anguita era el dirigente político español mejor valorado en las encuestas, hasta el punto de que el «sorpasso» llegó a aparecer como posible a medio plazo frente a un PSOE en declive producto del terrorismo de Estado y la corrupción de los principios socialistas que todavía dice representar.
Entre 1993 y 1997, casi a diario El País sirvió de altavoz a los exabruptos de los dirigentes de Nueva Izquierda, quienes tras ser expulsados de IU formaron aquel engendro llamado «Partido Democrático de la Nueva Izquierda» y finalmente buscaron cobijo bajo el sol en el PSOE, donde les pagaron generosamente por los servicios prestados. Asimismo, este diario emprendió una brutal campaña de desprestigio contra Julio Anguita. Ambas operaciones dieron sus frutos y contribuyeron a la crisis de IU.
Por el contrario, a lo largo de estos treinta años la gestión de los alcaldes y concejales comunistas, las propuestas de los diputados comunistas, los planteamientos de la dirección del PCE en defensa de los derechos de los trabajadores y de la justicia social, por una República Federal y Solidaria, en defensa de los pueblos que luchan contra el imperialismo… nunca han encontrado acogida en las señoriales columnas de El País. Por tanto, la imagen del PCE (y en su momento de IU) que este diario proyecta a la sociedad es absolutamente negativa, de crispación, división y enfrentamiento, y no la auténtica: la de un proyecto político que propugna la transformación de la sociedad para conquistar más democracia y más justicia social, para construir el socialismo. Obviamente los grandes grupos económicos siempre han tenido muy claro quiénes son sus verdaderos enemigos.
La estrategia de agresión de El País contra el PCE e Izquierda Unida (en este último caso hasta la elección de Gaspar Llamazares como coordinador general en el otoño de 2000) tiene su hito fundacional en el editorial que publicó el 10 de abril de 1977 con motivo de la legalización el día anterior del Partido Comunista de España: cada línea de este artículo rezuma el anticomunismo de los dueños de El País. Soy hijo de un dirigente del Partido Comunista en la provincia de Alicante, miembro del Comité Provincial en abril de 1977. De mi padre siempre escuché la profunda emoción que sus camaradas y él compartieron aquella tarde inolvidable del «Sábado Santo Rojo» y por ello soy capaz de imaginarla y revivirla; de ahí mi indignación al encontrar en las hemerotecas este artículo.
Aquel editorial de El País empezaba en estos términos: «El Partido Comunista Español es legal desde ayer tarde. Esta es una buena noticia, sobre todo para los no comunistas, porque contribuirá a clarificar el ambiente político y a normalizar la situación cara a las elecciones, que podrán celebrarse en un clima de pluralismo real. También porque ayudará a desmitificar el tema del comunismo, situar su verdadera importancia y arraigo en el espectro español y analizar la credibilidad democrática de sus posiciones».
Ya en sus primeras líneas el diario olvidó a los militantes del único partido que durante los 40 años de fascismo en España luchó contra la dictadura, a aquellos y aquellas comunistas que sufrieron torturas, años de cárcel, persecución, por organizarse en la clandestinidad para recuperar las libertades. Para El País la primera gran consecuencia de la legalización del PCE no fue sino su contribución a la clarificación del «ambiente político» de cara a unas elecciones legislativas que Suárez convocó pocos días después para el 15 de junio. Al menos sí reconoció que, sin la participación de esta fuerza política, esos comicios no hubiesen tenido reconocimiento internacional y hubiesen sido homologados a los plebiscitos franquistas.
Más adelante nos encontramos con este párrafo memorable: «La situación de ilegalidad del PCE, además de una injusticia, era una torpeza bien aprovechada por el propio partido, que supo sacar de ella una rentabilidad adicional. Desde ahora va a terminar la tregua tácita que grupos de la derecha democrática y del socialismo le habían concedido, en virtud de su especial situación. Los comunistas van a tener que esforzarse en sacar una votación respetable en las elecciones -ningún sondeo les ofrece, por el momento, más del 8%- y aun en despojarse de viejas manías, como la de la infiltración en organizaciones de todo signo, arraigadas durante la época de clandestinidad. También deben tener presente que son una de las muy pocas formaciones políticas que acuden a las urnas .con líderes y cuadros protagonistas en la guerra civil, -y que ello supone un rechazo adicional en algunos sectores de la población».
Es decir, prácticamente los comunistas debían agradecer a la dictadura que persiguiera con saña a sus militantes, que asesinara a Julián Grimau, que fusilara a Cristino García, que encarcelara durante más de veinte años a Marcos Ana o Luis Lucio Lobato, que acribillaran a las Trece Rosas. Y, por supuesto, el PCE se había beneficiado también de una generosa «tregua» de grupos de «la derecha democrática y del socialismo». Esos grupos a los que se refirió el periódico no eran en el primer caso («la derecha democrática») más que algunas tertulias de personalidades sin ninguna base social y, en el segundo («el socialismo»), los escombros del PSOE histórico que se refundaron en Suresnes en una fuerza socialdemócrata bajo los auspicios del SPD alemán y la CIA.
En su extraordinario trabajo La dictadura, los trabajadores y la ciudad (sobre la evolución del movimiento obrero en el área metropolitana de Barcelona durante la dictadura; publicado por la editorial Alfons El Magnànim, Valencia, 1994), el profesor Sebastián Balfour señaló que, mientras los comunistas encabezaban las luchas obreras, el movimiento estudiantil y las movilizaciones vecinales (con el sacrificio que ello supone en el contexto de una dictadura fascista, y no gracias a la «infiltración» y otras «manías» -términos que aparecen en este editorial y que generan rechazo por su resonancia negativa), un grupito de militantes de la UGT alquilaron un autobús un Primero de Mayo para irse de excursión y en el viaje de regreso se atrevieron a silbar La Internacional, con lo que causaron una honda «impresión» en el conductor. La indiscutible hegemonía del PCE en la lucha por las libertades fue mérito del trabajo político y del sacrificio personal de miles de militantes comunistas.
Sin embargo, no encontramos en este editorial de El País ninguna referencia expresa a la enorme contribución de los comunistas a la recuperación de las libertades, a su papel en la construcción de un inmenso y combativo movimiento obrero en torno a Comisiones Obreras, a su condición como impulsor de la alianza entre las «fuerzas del trabajo y la cultura». Ni una palabra. Al contrario, sí se atrevió, en su naciente tono pontificador, a prevenir al PCE sobre los posibles perjuicios que podía suponerle llevar en sus listas a personas como Dolores Ibarruri, Pasionaria (elegida diputada por Asturias en junio de 1977, como lo había sido en febrero de 1936), un símbolo del movimiento comunista internacional y de la lucha popular contra el fascismo en España.
Y, por supuesto, El País no podía menos que dedicar buena parte de su editorial a poner en duda las convicciones democráticas del Partido Comunista y ya de paso a sembrar la discordia de manera artera entre su presidenta y su secretario general de aquel momento. «¿Es la postura democrática de los comunistas meramente táctica, o realmente sentida? ¿0 es simplemente una imperiosa y forzada necesidad, asumida ante la imposibilidad práctica de convencer en las pugnas electorales a los europeos a que renuncien a una tradición liberal de casi dos siglos, jalonados de luchas y esfuerzos que dejaron huella indeleble?».
Este diario ocultó (y oculta) que el PCE siempre ha luchado por la ampliación de las libertades y por la justicia social: luchó contra la dictadura de Primo de Rivera en los años 20 y contra la de Franco durante cuatro décadas; levantó la propuesta del Frente Popular en 1935 y fue su principal adalid; se la jugó por la unidad de todas las fuerzas republicanas durante la guerra antifascista y pospuso el objetivo de la revolución socialista en favor de la victoria sobre el fascismo nacional e internacional; trabajó y abogó con denuedo desde 1956 por la convergencia de todas las fuerzas y personas que coincidían en que la disyuntiva para España era o democracia o fascismo.
Ni siquiera las mentiras de El País, de ayer y de hoy, pueden ocultar estos hechos.
El Partido Comunista ya es legal
Editorial de El País, 10 de abril de 1977
EL PARTIDO Comunista Español es legal desde ayer tarde. Esta es una buena noticia, sobre todo para los no comunistas, porque contribuirá a clarificar el ambiente político y a normalizar la situación cara a las elecciones, que podrán celebrarse en un clima de pluralismo real. También porque ayudará a desmitificar el tema del comunismo, situar su verdadera importancia y arraigo en el espectro español y analizar la credibilidad democrática de sus posiciones. La inscripción del PCE en el Registro de Asociaciones hará desaparecer lógicamente la presunción de ilicitud penal que recaía sobre algunos de sus dirigentes y militantes, procesados por supuesta infracción del artículo 172 del Código Penal.
Por lo demás, sin esta medida las elecciones del próximo mes de junio no hubieran sido políticamente representativas (o, tal vez, ni siquiera se hubieran celebrado, por desistimiento de buen número de grupos de la Oposición) con el Partido Comunista en la ilegalidad.
El pluralismo y el ejercicio de las libertades no admite excepciones ni recortes ideológicos. Cualquier limitación a los derechos ciudadanos -y ninguno más espectacular que privar del ejercicio del voto a un sector de la población- puede extenderse como la carcoma y terminar por convertir en ruinas al edificio entero. Por eso ha de recibirse con satisfacción la resolución del Gobierno; y es de desear, aunque no resulte del todo previsible, que este inicial precedente se confirme con la legalización de todos los demás partidos puestos en cuarentena.
La situación de ilegalidad del PCE, además de una injusticia, era una torpeza bien aprovechada por el propio partido, que supo sacar de ella una rentabilidad adicional. Desde ahora va a terminar la tregua tácita que grupos de la derecha democrática y del socialismo le habían concedido, en virtud de su especial situación. Los comunistas van a tener que esforzarse en sacar una votación respetable en las elecciones -ningún sondeo les ofrece, por el momento, más del 8%- y aun en despojarse de viejas manías, como la de la infiltración en organizaciones de todo signo, arraigadas durante la época de clandestinidad. También deben tener presente que son una de las muy pocas formaciones políticas que acuden a las urnas con líderes y cuadros protagonistas en la guerra civil, -y que ello supone un rechazo adicional en algunos sectores de la población.
Pero es el tema de la credibilidad democrática de sus postulados el que ha de seguir concentrando la atención de los españoles, y de gran parte de pensadores y -políticos occidentales que contemplan ciertamente absortos el fenómeno del eurocomunismo. Carrillo es, sin duda, uno de los grandes abanderados de éste, y ello pese a las reticencias nunca ocultadas de la propia presidenta de su partido, Dolores Ibarruri.
¿Es la postura democrática de los comunistas meramente táctica, o realmente sentida? ¿0 es simplemente una imperiosa y forzada necesidad, asumida ante la imposibilidad práctica de convencer en las pugnas electorales a los europeos a que renuncien a una tradición liberal de casi dos siglos, jalonados de luchas y esfuerzos que dejaron huella indeleble? Desde una perspectiva ideológica, la evolución del comunismo europeo resulta real y su despegue con relación a Moscú, bastante evidente. Ello no es sino la manifestación de una transformación impuesta por la propia evolución de las sociedades occidentales. Pero, al propio tiempo, la libertad es un bien colectivo demasiado importante como para permitir su destrucción o su cercenamiento en un futuro democrático que parece estar a la vuelta de la esquina. La experiencia histórica resulta desfavorable para los comunistas. Allí donde detentan el poder, la libertad, entendida al modo occidental, no existe. Vietnam y Camboya son dos ejemplos recientes. No es que en estos países hayan suprimido la democracia -inexistente antes-, pero tampoco la han implantado.
Por el contrario, han establecido sistemas totalitarios de Gobierno, que, más o menos suavizados, representan la única práctica comunista conocida experimentalmente. Europa occidental es, ciertamente, un ámbito muy diferente del Oriente Extremo. Y ello, en el análisis marxista, es o debe ser determinante a la hora de adoptar una estrategia política. De ahí, quizá, cabe deducir que en los países europeos los partidos comunistas habrán de comportarse democráticamente, es decir, habrán de aceptar el acceso y la salida del poder en función de las cifras que arroje el recuento de los votos libremente expresados. Pero si esta deducción es lícita, también lo es la duda de aquellos sectores de la población que no tienen que acudir al recuerdo de la guerra civil, pues les basta la experiencia del comportamiento reciente de los comunistas portugueses -por ejemplo- para alimentarla. Corresponde precisamente a los propios comunistas tratar de despejar esta duda sin dejar sombras de sospecha.