Hace ya cierto tiempo que algunos de los que veníamos, ingenuamente, recabando el respeto a la legislación internacional y propugnábamos la renovación y el fortalecimiento del único organismo capaz de ejercer cierta autoridad universal al respecto, como es Naciones Unidas, hemos empezado, mal que nos pese, a abandonar tan utópico idealismo. Las lecciones del pragmatismo […]
Hace ya cierto tiempo que algunos de los que veníamos, ingenuamente, recabando el respeto a la legislación internacional y propugnábamos la renovación y el fortalecimiento del único organismo capaz de ejercer cierta autoridad universal al respecto, como es Naciones Unidas, hemos empezado, mal que nos pese, a abandonar tan utópico idealismo. Las lecciones del pragmatismo más realista que pueda imaginarse se vienen acumulando una tras otra y demuestran que, a la larga, la única Ley que rige en el sistema internacional de los Estados sigue siendo la fuerza. Como en los tiempos del Imperio Romano.
Fuerza que no necesita ser exclusivamente militar y que puede ejercerse en planos muy diversos, como el económico, demográfico, financiero, diplomático, etc., pero que, en todo caso, se apoya en último término en la existencia de las armas y de los ejércitos, y en la posibilidad de su inmediata utilización sin más miramientos.
El ejemplo más reciente lo ha dado el Gobierno de Ankara, ordenando a sus fuerzas aeroterrestres invadir Iraq, para atacar en la zona septentrional de ese país a las bases de los guerrilleros kurdos del Partido de los Trabajadores del Kurdistán, que luchan por la independencia de su pueblo. Gobierno, el turco, cuyo presidente, por cierto, mantiene una buena relación personal con su homólogo español, en el ámbito de la llamada «Alianza de Civilizaciones», aunque hasta el momento se ignora que se haya producido cualquier gesto de protesta del Gobierno de Madrid, por atenuado y amistoso que fuese, ante tan flagrante violación militar de una frontera internacional.
Tampoco la OTAN, de la que Turquía es miembro destacado por su potencia militar, ha mostrado oficialmente su repulsa por una acción agresiva que vulnera el artículo 1º del Tratado del Atlántico Norte, donde se estipula que las partes firmantes deberán «abstenerse en sus relaciones internacionales de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza en cualquier forma que sea incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas».
Por su parte, EEUU, hoy el responsable último de la integridad territorial de un Iraq militarmente ocupado por sus ejércitos, se ha sumado a esta vergüenza de alcance internacional. El presidente Bush declaró haber sido informado por su homólogo turco y apoyó la acción al considerarla parte de la lucha internacional contra el terrorismo. La Unión Europea, por boca de Javier Solana, expresó la idea de que la invasión «no es la mejor respuesta» y que «la integridad territorial de Iraq es importante», pero sin atreverse a dar un paso más.
Bien es verdad que EEUU tiene un pasado sombrío que no desea remover, puesto que cualquiera podría recordarle que las acciones de los independentistas kurdos instalados en Iraq en poco se diferencian de los actos terroristas que, en un pasado no muy lejano, perpetró desde la vecina Honduras la contra nicaragüense, armada, abastecida y apoyada por EEUU. Con la diferencia de que la contra fue promovida por EEUU para derribar a un Gobierno que, en Managua, no mostraba la debida sumisión a Washington, mientras que el independentismo kurdo hunde sus raíces en la Historia y en la hipócrita y egoísta actuación de las potencias que derrotaron al Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial.
Tampoco Europa tiene la conciencia tranquila: ¿Por qué los kurdos no pueden aspirar a la misma independencia que la comunidad internacional acaba de regalar generosamente a la minoría albanesa de Serbia, establecida en Kosovo? Pregunta que sólo tiene una respuesta: porque no son capaces de ejercer la fuerza en grado suficiente o de conseguir el apoyo de algún país más poderoso que sí pueda ejercerla. Respuesta que, por muy ajustada a la realidad que esté, no deja de abrir camino a muy peligrosas e imprevisibles repercusiones en todo el planeta.
Tampoco España está libre de culpa: fue un presidente del legítimo Gobierno español quien, con su presencia activa, su opinión y su aportación personal a la trama de mentiras en las que se basó, contribuyó a desencadenar la mayor violación del orden internacional que se ha conocido en los últimos tiempos: la invasión de Iraq en el año 2003, cuyas consecuencias todavía ensangrentarán al mundo durante algunos años.
Nicaragua, el Kurdistán, Iraq… la lista podría ampliarse mucho. Pero, llegado a este punto, advierto un error en esta columna: está en el título. No es que la fuerza, como factor determinante de las relaciones internacionales, esté retornando, porque nunca nos había abandonado. Ciertamente hubo momentos en la Historia en los que la humanidad, temporalmente horrorizada por los efectos de las guerras, buscó la forma de hacerlas imposibles. La amarga realidad es que los organismos internacionales creados para «preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra» (como literalmente enuncia la Carta de Naciones Unidas) parece como si sólo hubieran servido para recubrir con un leve barniz de aparente progreso la violencia que impera en los Estados que marcan la dirección en que se mueve hoy la dolorida tribu de los seres humanos.
* General de Artillería en la Reserva