«Echamos por la borda las teorías racistas y/o paternalistas que, con distinto nombre y en épocas sucesivas, presentaban a las poblaciones indígenas (…) como un problema irresoluto al que había que darle una solución definitiva, por el exterminio o por el mestizaje programado, amén de la proletarización que exigían los pensadores estalinistas de las izquierdas […]
Carlos Guzmán Böckler
En el Artículo 68 de la Constitución de la República del Ecuador de 1830 se establece que: «Este Congreso constituyente nombra a los venerables curas párrocos por tutores y padres naturales de los indígenas, excitando su ministerio de caridad a favor de esta clase inocente, abyecta y miserable». Casi dos siglos después la situación ha cambiado bastante. Al respecto, en el informe «Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro global», del consejo Nacional de Información de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede leerse: «A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…) Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización (…) que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. (…) Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas». Para enfrentar esa presunta amenaza que afectaría la gobernabilidad de la región poniendo en entredicho la hegemonía continental de Washington y afectando sus intereses, el gobierno estadounidense tiene ya establecida la correspondiente estrategia contrainsurgente, la «Guerra de Red Social» (guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica donde el enemigo no es un ejército combatiente sino la totalidad de la población civil), tal como décadas atrás lo hiciera contra la teología de la liberación y los movimientos insurgentes que se expandieron por toda Latinoamérica.
Hoy, como dice el brasileño Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano en particular y latinoamericano en general, «la verdadera amenaza no son las FARC. Son las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica de Estados Unidos] proviene de aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos recursos [biodiversidad, agua dulce, petróleo, riquezas minerales], o sea, de los pueblos indígenas».
Así, quienes durante los siglos de colonialismo español fueron la «raza inferior» con cuya inmisericorde explotación se contribuyó en buena medida a la acumulación originaria del capitalismo europeo, ahora pasan a constituirse en un peligro para la seguridad hemisférica. Los movimientos indígenas de Latinoamérica están vivos y en pie de lucha.
Pero esto abre una serie de planteamientos: ¿qué son en realidad los movimientos indígenas en Latinoamérica? De hecho el término se aplica a una variada y bien heterogénea realidad donde confluyen puntos de vista muy diversos, a veces opuestos. De todos modos, más allá de esa dispersión, hay un común denominador de fondo: la reivindicación de una identidad cultural de base: «como indios nos conquistaron, como indios nos liberaremos». No cabe la menor duda que esos movimientos, con diversidades dentro de cada Estado nacional, vienen creciendo, cobrando más fuerza, más solidez. En algunos países son ya actores políticos de la mayor importancia, y dentro de la lógica de democracias representativas «vigiladas» -para decirlo de alguna manera tolerable- que barren hoy Latinoamérica, no pueden ser ya excluidos del diálogo nacional como lo fueron durante siglos en las agendas de las aristocracias vernáculas, supuesta representación del «progreso» europeizante frente al «atraso» de los pueblos originarios. De hecho, en Bolivia existe el primer presidente de origen indígena de la historia: el aymará Evo Morales, producto de la movilización de las bases en históricas jornadas de lucha. Y en Ecuador, Perú, Guatemala, Chiapas en el sur de México son los actores más dinámicos del panorama político. Vale hacer una consideración: el término «indígena», incluso, por tan amplio puede terminar no siendo preciso y contribuir a la exclusión. Por eso no faltan quienes plantean su eliminación: «Utilizar los nombres propios de cada pueblo (Kiché, Quechua, Cuna, Sami, etc.) eliminando el concepto «indígena» que generaliza y a la vez destruye nuestra identidad, es decir, construir un mundo sin indígenas y reconocer los nombres propios de los pueblos», según se propone en las Conclusiones del Encuentro «Proyecto Pueblos Indígenas» de la Organización Internacional del Trabajo, de 1996, realizado en la ciudad de Chimaltenango, Guatemala.
La aparición de los pueblos indígenas como nuevos actores políticos en el escenario latinoamericano, con una dinámica muy particular como no la habían tenido durante los siglos de colonialismo ibérico padecido, se caracteriza por un conjunto de dinámicas propias que no tienen otros movimientos sociales: 1) la reivindicación por sus derechos específicos como pueblos indígenas con su cultura y su autonomía, 2) la territorialización de su presencia, 3) el desarrollo de estructuras organizativas cada vez más complejas, 4) la dimensión nacional de sus demandas, 5) las relaciones que están tomando sus luchas con los Estados nacionales donde las mismas ocurren. Podría decirse que es un pedido generalizado, desde Chiapas hasta la Patagonia, el reclamo de reconocimiento del derecho a la diferencia, a que se reconozca y respete su especificidad étnico-cultural, a que no se les reduzca a algunas categorías sociales de la sociedad capitalista dominante, como la de «campesinos».
Las reivindicaciones más sólidas y articuladas de algunos movimientos indígenas se han encaminado hacia el planteamiento de Estados plurinacionales. Ello apunta a la modificación estructural de los Estados nacionales nacidos luego de la independencia formal de la corona española a principios del siglo XIX como «grandes fincas» manejadas por aristocracias criollas sin proyecto propio de nación -como sucedió, por el contrario, en la naciente Unión americana en Norteamérica, que desde el inicio (eliminando a todos los pueblos originarios, valga agregar)-, se planteó una real independencia política y económica. En Latinoamérica, donde en general los pueblos originarios -salvo algunas excepciones donde fueron prácticamente desaparecidos, como en Argentina y Uruguay- siguieron resistiendo la conquista en una interminable puja, estos nuevos planteamientos de plurinacionalidad buscan la representación efectiva de los mismos en las naciones modernas; naciones en las que se da la paradoja que, teniendo mayorías de población indígena que no pudieron ser totalmente asimiladas ni doblegas, presentan Estados calcados sobre los modelos liberales europeos desconociendo y marginando a los pueblos autóctonos, Estados centrados en las ciudades capitales y que tomaron el español como lengua oficial, siempre mirando hacia Europa o Estados Unidos abominando de su composición aborigen. La demanda de plurinacionalidad implica, en definitiva, el final del asimilacionismo político y cultural del que los pueblos indígenas han sido víctimas por cinco siglos.
«El problema del indio no es asunto de asimilación o integración a la sociedad «blanca, civilizada»; el problema del indio es problema de liberación», decía taxativo el líder indígena Fausto Reinaga en la década de los 70 del siglo pasado. Y agregaba, refiriéndose a esa posibilidad liberadora: «Europa nos ha impuesto su lenguaje, su religión, su historia, su moral, su cultura, su arte. Ahora pretende imponernos su versión de la revolución, sus estrategias y tácticas «correctas» de lucha».
Desde hace ya algunas décadas los pueblos indígenas de diferentes regiones de Latinoamérica -la tradicional mano de obra barata y sin organización sindical para las grandes fincas de las burguesías nacionales agroexportadoras, y por otro lado, el personal doméstico de las clases medias y altas urbanas- vienen llevando a cabo una serie de luchas en defensa de sus derechos plenos y de sus territorios, bajo distintas condiciones y valiéndose de estrategias variadas. En esa dinámica política encuentran como sus enemigos directos a los Estados nacionales donde habitan, que más que acogerlos como ciudadanos los han marginado y reprimido históricamente. En esa lógica se enfrentan a las fuerzas armadas y policíacas de los mismos países de los que son parte; a los terratenientes y sus grupos armados privados; a las empresas petroleras (en general extranjeras y afincadas en territorios que los Estados nacionales -excluyentemente racistas y capitalinos- les otorgan pasando por sobre los pueblos originarios); a las empresas forestales y mineras, así como a las empresas fraccionadoras y consorcios hoteleros, en un marco reivindicativo que va desde lo político hasta lo cultural.
Sin idealizaciones simplistas ni glorificaciones mistificantes, no hay dudas que todos estos movimientos indígenas constituyen un reto al discurso hegemónico capitalista occidental. Sin plantearse una opción revolucionaria en términos clasistas según la concepción marxista clásica, sin dudas son una «piedra en el zapato» para la concepción dominante. Con una tradición que viene de sus siglos de resistencia a la dominación española, los pueblos indígenas evidencian una democracia de base más genuina que las raquíticas democracias representativas surgidas en Europa y transplantadas al continente americano en una deslucida copia. Si las poblaciones indígenas, mayoritarias en varios de los actuales países latinoamericanos, profundizan esas prácticas de democracia directa en la forma de sus autoridades políticas, inmediatamente se tornan desafíos a los poderes tradicionales de sus países y al imperialismo estadounidense, pudiendo confluir con las tendencias más contestatarias de otros sectores sociales, como la clase obrera industrial, los desocupados urbanos y, en definitiva, todos los sectores que el sistema capitalista -y más aún las políticas neoliberales de los últimos años- han venido segregando y empobreciendo. En otros términos, los movimientos indígenas vienen emergiendo en el mismo nuevo horizonte común de cambio social y político que levantan otros colectivos igualmente marginados, apostando por nuevas formas de democracia directa, participativa, todo lo cual es un reto abierto al statu quo, tradicionalmente conservador y racista y con un profundo sentimiento «anti-indio».
Al respecto es interesante considerar la «Declaración de Quito» con la que concluyó el encuentro continental «500 Años de Resistencia India», en julio de 1990, preparatorio de la contracumbre de celebraciones que tuvieron lugar con motivo del «encuentro» (¿o encontronazo?) de dos mundos en 1492: «los pueblos indios además de nuestros problemas específicos tenemos problemas en común con otras clases y sectores populares tales como la pobreza, la marginación, la discriminación, la opresión y explotación, todo ello producto del dominio neocolonial del imperialismo y de las clases dominantes de cada país».
Sin ser una opción marxista en sentido estricto, los movimientos indígenas de Latinoamérica tienen un potencial de cambio social enorme. O, al menos, son una confrontación abierta para los poderes capitalistas dominantes, sean las aristocracias locales o los capitales transnacionales, especialmente los estadounidenses. Sus reivindicaciones específicas como pueblos ancestrales los convierten inmediatamente en sujetos políticos de cambio, en tanto reivindican cosas que los años de colonia y luego de capitalismo periférico cuando las independencias formales de los Estados en que se desarrollaron, les ha negado. El solo hecho de pedir respeto a su identidad, y más aún: el acceso a la tierra o a los servicios mínimos de las sociedades modernas (salud pública, educación pública de calidad, otros servicios que trajo aparejado el desarrollo de la tecnología capitalista como viviendas más confortables, agua potable, comunicaciones, etc.) los ha transformado en otro colectivo más que, sin ser el «proletariado industrial urbano» que levantaba el socialismo clásico, también es un factor de protesta no menor, con un gran poder de convocatoria y movilización. Para muestra: la cantidad de presidentes que sus luchas han contribuido a deponer en estos últimos años (en Bolivia, en Ecuador), creando situaciones francamente prerrevolucionarias.
Las izquierdas tradicionales de Latinoamérica -en general inspiradas en cosmovisiones europeizantes de marxismo ortodoxo, salvo chispazos alternativos como José Mariátegui en Perú o Carlos Guzmán Böckler en Guatemala, que han propuesto nuevas interpretaciones de la cuestión indígena, siempre como marxistas, pero entendiendo de otro modo el fenómeno- han tenido muchas reticencias para aceptar teórica y prácticamente el hecho de una «movilización política indígena» como una entidad propia, y de hecho su accionar político siempre se ha encaminado a integrar los movimientos indígenas en la lógica de lucha campesina. Como claramente lo expresa el pensador guatemalteco Guzmán Böckler, en la izquierda latinoamericana por años se esperó «l a proletarización que exigían los pensadores estalinistas de las izquierdas ortodoxas para limpiar el camino que conduciría a la revolución» . El «problema indígena» fue para la izquierda en muy buena medida justamente eso: un problema. No encajaba en la teoría, era un «obstáculo» para la revolución proletaria.
Pero si bien es cierto que las izquierdas mantuvieron una interpretación que subsumía a los grupos étnicos dentro de la categoría «campesinado», en los últimos años puede apreciarse cierto cambio hacia una valoración más positiva respecto a las reivindicaciones de los pueblos indígenas por parte de algunos intelectuales y organizaciones políticas. Aunque es cierto que los pueblos indígenas en su mayor medida son campesinos, mantienen en sus reivindicaciones puntos específicos que, más allá de la globalización uniformante que se expande sobre el planeta, les confiere un perfil propio como colectivo. Y es ese perfil propio, esa defensa irrestricta de su identidad, esa reivindicación cultural de sus raíces lo que, precisamente, los pone en marcha en tanto nuevo sujeto político que alza la voz.
Sin irse al extremo de un pintoresquismo romántico -o ingenuo- que ve en los pueblos originarios sólo una suma de bondades (con lo que se estaría reeditando el mito del «buen salvaje», mito eminentemente racista en definitiva), también es cierto que el fenómeno de los pueblos indígenas de Latinoamérica no se agota con una lectura desde los parámetros del economicismo marxista ortodoxo. Sin dudas los indígenas son campesinos, en muchos casos con limitado acceso a la tierra y con los mismos problemas que agobian a cualquier campesino pobre del continente, pero también tienen otras demandas específicas que no van a deponer. De ahí aquella expresión: «como indios nos conquistaron, como indios nos liberaremos» .
No hay dudas que el colectivo «pueblos indígenas» encierra un gran potencial de cambio. La resistencia histórica de cinco siglos viene esperando en silencio. Por lo pronto su reivindicación de territorialidad es ya un desafío al gran capital, en tanto cuestiona el paso avasallador de las grandes empresas petroleras, mineras o explotadoras de la biodiversidad que justamente apuntan a los lugares donde ancestralmente habitan esos colectivos. Por el solo hecho de plantear una pertenencia histórica de esas tierras, eso ya constituye un obstáculo a la lógica de los grandes capitales. Mucho más aún si esas reivindicaciones van de la mano de organización política y articulación con «problemas en común con otras clases y sectores populares», tal como pedía la Declaración de Quito. La geoestrategia hemisférica de Washington ya lo intuyó, de ahí la caracterización de «peligroso» para los nuevos escenarios que le desafían su hegemonía en los próximos años con los movimientos indígenas en crecimiento. La opción, como siempre, es la represión. Pero también la asimilación. En esa lógica aparecen las «ayudas» que el Banco Mundial y otros organismos internacionales similares vienen otorgando para impedir que se consoliden sujetos colectivos indígenas, al menos en tanto opción alternativa real. El ecuatoriano Pablo Dávalos lo expresó con claridad: «Cuando los indios emergen en el 90 empieza también la cooperación para el desarrollo. Las ONG del desarrollo aterrizan en el corazón del movimiento. (…) La cooperación rompe las solidaridades e inaugura rivalidades entre las comunidades con la creación de organizaciones de segundo grado que empiezan a disputar los recursos de la cooperación».
El indigenismo por el indigenismo puro puede derivar en folclore, o en fundamentalismo. De eso no caben dudas. Pero negar la especificidad de las luchas de los pueblos indígenas convirtiéndolos mecánicamente en campesinos es un déficit en la acción política que pretende transformar la actual realidad político-social. Como siempre, la realidad es mucho más verde que el gris de la teoría.