La Cumbre Progresista convocada por la presidenta Michelle Bachelet en Viña del Mar, confirmó lo que sus críticos anticipaban. No tuvo resultados tangibles, como acuerdos significativos o resoluciones eficaces, para enfrentar la crisis capitalista. Pudo verse sólo como un escenario ad hoc para las maniobras de EE.UU., Gran Bretaña y, en alguna medida, de España, […]
¿Podría haber sido distinta la Cumbre de Viña del Mar? No parece posible, porque todo estaba calculado para que fuera como fue. Así la pensó el centro ideológico que opera en Londres con los escombros de lo que fue la «tercera vía» de Tony Blair y Bill Clinton. Por lo tanto, expresó lo que en realidad es el «progresismo»: un desteñido reformismo socialdemócrata a la orden del gran capital. Todos los participantes en la reunión de Viña del Mar han asumido, con matices, las políticas neoliberales -que ahora condenan- y se han ceñido a las orientaciones del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. Por las dudas, se tuvo cuidado de evitar la presencia de voces disonantes que podían decir verdades molestas al denunciar la explotación y el vasallaje que imponen las superpotencias. La presencia en la reunión del vicepresidente de Estados Unidos, Joseph Biden, no pasó más allá de lo protocolar, aunque aprovechó la ocasión para reiterar que su gobierno no piensa levantar el bloqueo a Cuba, condenado en la ONU por los otros participantes en la Cumbre, que callaron al respecto. Por su parte, el primer ministro británico, Gordon Brown, aprovechó su paseo a Chile para rechazar, una vez más, todo intento argentino de replantear su soberanía en las islas Malvinas.
Entretanto, la crisis capitalista avanza por el mundo. Cientos de millones de trabajadores están cesantes o serán despedidos en los próximos meses. La OIT anuncia otros 50 millones de desempleados para este año. Se derrumban los bancos de inversión y las compañías de seguros requieren descomunales salvatajes estatales. Consorcios emblemáticos del imperio norteamericano, como Chrysler y General Motors, están quebrados. Se inyectan a las principales economías cientos de miles de millones de dólares, pero la recesión no cede. El comercio mundial decrece y caen los precios de las exportaciones. Se anticipa que la crisis se prolongará varios años.
Es evidente que el «progresismo», fruto del neoliberalismo, no tiene las soluciones para esta crisis.
En la naturaleza misma del capitalismo están las crisis cíclicas, que son su forma de restablecer los equilibrios perdidos. Dejan una estela de sufrimiento, cesantía, desmantelamiento productivo y ajustes implacables. Por lo mismo, el «progresismo» -que se enmarca y ajusta al capitalismo- no puede proponer soluciones de fondo. Es parte del sistema. Debería apuntar hacia problemas centrales como el rol del dólar en la economía mundial, el control o la nacionalización de los grandes bancos, el combate a la especulación financiera, el endeudamiento de Estados Unidos, el fortalecimiento de los instrumentos de control estatal, la deuda externa de los países pobres, las medidas efectivas contra el calentamiento global y la crisis energética. El «progresismo», disfraz del reformismo de siempre, se conforma con llamados «humanitarios» que no van más allá del lugar común, como la necesidad de preocuparse de los pobres o de los problemas del medioambiente. Es difícil, sin embargo, creer que a los líderes del «progresismo» se les escapan las verdaderas causas de la crisis, entre otras, el desarrollo de una economía especulativa que beneficia a los grandes consorcios financieros.
Existe una coyuntura mundial en que el socialismo aparece cada vez con más fuerza como una opción necesaria y posible. No reemplazará en esta crisis al capitalismo global, pero avanza en la conciencia colectiva y en la experiencia de diversos países latinoamericanos y caribeños -entre los cuales llevan la avanzada Venezuela, Cuba, Bolivia, Nicaragua y Ecuador- que aspiran al «socialismo del siglo XXI», con características nuevas, audaces, de acuerdo a sus propias idiosincrasias. Se han sumado a esta corriente países como Paraguay, Honduras y ahora El Salvador. Impulsan proyectos integradores como el ALBA y se plantean una moneda regional, el sucre. Ha surgido la Unasur -incluso en el plano de la defensa regional- y en mayo se lanzará el Banco del Sur con participación de Brasil y Argentina en los 10 mil millones de dólares de su capital inicial. Estos países aspiran al manejo racional de la economía, al término de la explotación del hombre y la naturaleza, al despliegue de la solidaridad y a la integración de los pueblos, así como a la conservación del medioambiente y a la equidad en las relaciones individuales y colectivas. El pleno desarrollo de la humanidad está ligado a la posibilidad del socialismo, no a la recomposición del capitalismo globalizado ni a la resurrección del reformismo con etiqueta de «progresismo», que no va más allá de un engaño para desviar las potencialidades del cambio social y político que abren coyunturas como la actual.
Mientras en el mundo continúa el desplome de las Bolsas y la bancarrota de empresas transnacionales, en Chile siguen perdiéndose empleos (más de cien mil en el último semestre), la cesantía oficial sube al 8,5% (620 mil personas) y la producción industrial vuelve a bajar, esta vez en 11,5%. Lo mismo sucede en otros renglones de la producción. Se configura una recesión que anuncia un resultado de -3% en la actividad económica del año. No obstante estas señales de hambre y desempleo, las raleadas fuerzas de Izquierda están dedicadas a jugar al póker de las negociaciones electorales, de espaldas a la realidad social. Lo urgente es construir las defensas para contener el aluvión de la crisis. Una vez más el reformismo amenaza subordinar a vastos sectores sociales para ponerlos al servicio del capitalismo. Hace falta en Chile una alternativa que levante al socialismo como eje de la capacidad y talento creativo del pueblo. Es el momento de volver a hablar de un proyecto socialista para Chile.