La igualdad, la equidad y la solidaridad o fraternidad constituyen principios muy presentes en toda política o estrategia en favor de los derechos humanos y se encuentran estrechamente vinculados con la idea de justicia social. La equidad procura reducir el impacto de la desigualdad económica, politica y social y exige atender prioritariamente la satisfacción de […]
La igualdad, la equidad y la solidaridad o fraternidad constituyen principios muy presentes en toda política o estrategia en favor de los derechos humanos y se encuentran estrechamente vinculados con la idea de justicia social. La equidad procura reducir el impacto de la desigualdad económica, politica y social y exige atender prioritariamente la satisfacción de las necesidades de los más vulnerables y desfavorecidos. En este sentido, debe prestarse especial atención a aquellos individuos y grupos vulnerables que se encuentran en condiciones de inferioridad o de desventaja respecto del resto, como es el caso de los más pobres. Dicha situación se ve agravada en el contexto del modelo económico dominante en la actualidad, el cual tiene como una de sus características el aumentar la desigualdad económica y social, así como la precariedad de las condiciones de vida y de trabajo de los más pobres.
La equidad puede consistir tanto en tratar igualmente a los iguales como desigualmente a los desiguales, en un determinado sentido, con el propósito de eliminar progresivamente la desigualdad preexistente y sus efectos. Esto nos lleva a distinguir entre la igualdad para evitar la discriminación negativa, es decir, la igualdad ante la ley, de la igualdad que requiere de la discriminación positiva. En el segundo caso, las diferencias o desigualdades sí justifican un trato desigual, lo cual implica la atribución de derechos específicos a los sujetos que se encuentran en inferioridad de condiciones con el fin de superar o compensar dicha inferioridad. En efecto, se trata de otorgar una protección especial a determinados individuos y sectores, como las mujeres, los niños, las personas mayores o con algún tipo de discapacidad, los consumidores, los trabajadores con contratos precarios, las minorías, los pueblos indígenas y, en general, los más pobres.
La situación de desventaja de estos sectores e individuos más vulnerables se ve agravada por la despiadada competitividad reinante en el mundo actual y fomentada por el actual modelo de globalización comercial y financiera, la cual viene a regirse por la ley del más fuerte, y que trae como consecuencia inevitable que estos individuos y grupos queden relegados, marginados e incluso excluidos del disfrute de muchos de los derechos humanos reconocidos universalmente. No se trata, de otorgar privilegios a determinados individuos, sino de derechos legítimos atribuidos en base a razones éticas de primer orden como son la solidaridad o la fraternidad con los más vulnerables y desfavorecidos. A este respecto procede recordar el artículo 1 de la DUDH:
«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».
Para el principio de justicia social y distributiva no basta con reconocer formalmente la dignidad o la igualdad de todos ante la ley en abstracto, es decir, no es suficiente proclamar la igualdad formal cuando se está tratando con personas social y económicamente desiguales, sino que debemos procurar la igualdad real, reduciendo las profundas desigualdades existentes
En un mundo mercantilizado y «financiarizado» como el que vivimos, l a distribución de los ingresos constituye un buen indicador acerca del grado de igualdad real existente a nivel internacional y, por lo tanto, de las oportunidades existentes para los distintos individuos y grupos, así como un instrumento idóneo para fiscalizar el grado de efectividad de los derechos humanos. Sin embargo, desde el punto de vista liberal de mercado, como el que defienden los actuales neoliberales, la igualdad sólo se contempla en su aspecto formal y abstracto, es decir, para cualquier acto o supuesto de hecho contemplado en una norma jurídica la consecuencia jurídica será la misma sea quien sea el autor de dicho acto y sean cuales sean las circunstancias personales específicas del autor o el contexto en que el acto o el supuesto de hecho contemplado en la norma se produzca.
Es obvio que esta igualdad aparente y meramente formal sirve de argumento fácil para propósitos nada igualitarios por parte de las fuerzas y grupos hegemónicos del mundo actual. En efecto, así sucede cuando estos sectores privilegiados se encuentran en una situación dominante en el contexto de un acto o negocio jurídico determinado frente a ciudadanos de condición más débil, lo cual facilita todo tipo de comportamientos abusivos.
Por el contrario, la igualdad real no se reduce a la igualdad meramente formal y abstracta, puesto que sí tienen relevancia determinados aspectos y elementos diferenciales, bien del autor del acto o de las partes intervinientes en el contrato o negocio jurídico bien de las circunstancias o del contexto en que sucede dicho acto o negocio jurídico, con el fin de aplicar de entre las diferentes consecuencias normativas aquella que sea más favorable a la igualdad real, es decir, a los sectores más vulnerables y desfavorecidos. En definitiva, debemos tratar desigualmente a los desiguales en determinado sentido si pretendemos lograr sinceramente la igualdad.
Así, por ejemplo, estaría plenamente justificado proporcionar la adecuada asistencia jurídica por parte de los poderes públicos a quienes carecen de medios y recursos económicos para costearse dicha asistencia a la hora de hacer valer sus derechos, sobre todo frente a fuerzas muy superiores como las administraciones públicas o las empresas transnacionales. La meta a lograr con este trato desigual respecto de los desiguales consiste en corregir la exclusión, la marginación y la discriminación que padecen los individuos y grupos más vulnerables y desfavorecidos y, por consiguiente, en peores condiciones para afrontar por sí solos la satisfacción de sus necesidades y la defensa de sus derechos.
En definitiva, no debemos considerar al ser humano como un ente genérico y abstracto al modo «neoliberal», sino que debemos contemplarlo en su particularidad y en la concreción de sus diversas maneras de existir en la sociedad, como mujer, como menor, como persona mayor, como enfermo, como emigrante o cualquier otra condición de vulnerabilidad. La atribución de derechos específicos, según las circunstancias particulares del individuo o grupo y de su situación en la sociedad, está estrechamente vinculada con la filosofía y los valores que inspiran los derechos humanos y su universalidad, entre ellos la solidaridad, con el propósito de que sean realidad para todos sus titulares, y no sólo para los más privilegiados, ni se queden en una mera declaración o proclamación retórica en abstracto.
La solidaridad en este sentido consiste en e l deber de cada cual de contribuir al desarrollo y expansión de la autonomía y de la libertad de todos los individuos y grupos, especialmente de los más vulnerables y desfavorecidos, con el propósito de que puedan al menos satisfacer sus necesidades básicas. Ello no implica un detrimento de la autonomía y de la libertad propias tal que le deje a uno en condiciones de menor autonomía que los individuos asistidos, pues esto implicaría sacrificar unas personas por otras, es decir, no se tratar de actos «superegotarios» o «supermeritorios», pues la solidaridad no consiste en eso. No es la santidad ni la heroicidad lo que se persigue con la solidaridad, sino la búsqueda de una mayor igualdad. El deber de solidaridad consiste en «maximizar la autonomía de cada individuo por separado en la medida en que ello no implique poner en situación de menor autonomía comparativa a otros individuos. Esto implica una directiva de expandir siempre la autonomía de aquellos cuya capacidad para elegir y materializar planes de vida esté más restringida» (NINO Carlos S.: Ética y derechos humanos, edit. Ariel, Barcelona 1989).
Resulta, pues, razonable y justificable considerar que aquellos que no tienen asegurada la satisfacción de las necesidades básicas dispongan de unos derechos específicos respecto de aquellos que sí tienen asegurada dicha satisfacción.
Nicolás Angulo Sánchez. Doctor en Derecho, autor de Derechos humanos y desarrollo al alba del siglo XXI, edit. Cideal, Madrid 2009 (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=95478) y de El derecho humano al desarrollo frente a la mundialización del mercado, edit. Iepala, Madrid 2005 (http://www.revistafuturos.info/resenas/resenas13/derecho_desarrollo.htm).
Artículo completo en Entelequia, nº 12: http://www.eumed.net/entelequia/pdf/2010/e12a01.pdf
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