La caída del muro de Berlín fue el hito que simbolizó el derrumbe del régimen comunista soviético y el fin de la guerra fría, además del punto de partida de la hegemonía del capitalismo. Pero también marcó la quiebra ideológica de la izquierda internacional, que perdía en algunos casos un referente sociopolítico y en otros […]
La caída del muro de Berlín fue el hito que simbolizó el derrumbe del régimen comunista soviético y el fin de la guerra fría, además del punto de partida de la hegemonía del capitalismo. Pero también marcó la quiebra ideológica de la izquierda internacional, que perdía en algunos casos un referente sociopolítico y en otros un contrapeso ideológico al neoliberalismo.
Sin otro sistema de pensamiento y organización social que lo confrontara, el capitalismo globalizó y profundizó sus prácticas mientras que la izquierda, aun capaz de reconocer y alertar sobre sus efectos, no estaba en disposición de ofrecer una alternativa real.
Porque cuestionar los fundamentos del capitalismo exigía replantear la crítica tradicional de la izquierda y reconocer la posibilidad de que fueran las propias reglas de juego en la partida capitalismo-socialismo las que contenían fundamentos erróneos: lo que ahora está en entredicho es el sistema ideológico que fundamentó ambas corrientes, en particular sus posiciones productivistas, antropocéntricas y androcéntricas. Y ello sin obviar que en la misma época también se fraguaron, por ejemplo, el igualitarismo y la «emancipación de dios».
Decrecimiento.
Y precisamente estas circunstancias permitieron que, de entre los desmanes capitalistas y las grietas de la izquierda, fueran tomando fuerza algunas tendencias e iniciativas que antes habían permanecido silenciadas por el fuerte carácter dicotómico del debate ideológico, sociopolítico y económico.
Entre ellas, el decrecimiento es una corriente de pensamiento que cuestiona abiertamente la posibilidad práctica y la idoneidad teórica del crecimiento ilimitado que propugna el sistema capitalista: pone de manifiesto que es errónea la consideración de que un planeta de recursos finitos pueda proveernos indefinidamente de recursos materiales y energéticos; y recuerda que el desarrollo económico de los países enriquecidos ha sido posible sólo mediante la explotación del resto de pueblos y territorios del globo y la expoliación de la naturaleza.
Pero más allá de esta perspectiva estrictamente economicista, es importante señalar que el decrecimiento ha sido capaz de aglutinar a otras corrientes teóricas con las que confluye al cuestionar el crecimiento por el crecimiento, especialmente el ecologismo social, el ecofeminismo y el municipalismo libertario.
Por otro lado, el movimiento por el decrecimiento constituye un magma social que se consolida en torno a una crítica radical a los fundamentos de la modernidad y, con ella, sus dos grandes corrientes socioeconómicas: el capitalismo y el socialismo.
Un movimiento que cuestiona al Mercado como instrumento de autorregulación de las relaciones socioeconómicas y con el ecosistema, al Estado como instrumento de organización y garantía del orden social, a la razón y el conocimiento científico como fuentes inequívocas del conocimiento y a las tradiciones antropocéntrica y androcéntrica como ejes del sistema de valores.
Se trata también de un movimiento que, lejos de acomodarse en el debate dialéctico, está constituido por una red de personas y grupos comprometidos en iniciativas coherentes con los principios teóricos de los que parten: además de pretender ser inclusivas e igualitarias, apuestan por la sostenibilidad, la reciprocidad, la autogestión y la relocalización de la economía.
El contexto.
Como ya se ha dicho, lejos de ser una idea novedosa, en el decrecimiento confluyen algunas de las corrientes del ecologismo, el feminismo y el anarquismo. No obstante, el momento histórico en el que se da dicha confluencia no es casual, sino que coincide con la pérdida de sentido del paradigma promovido por la ilustración, la revolución industrial y el capitalismo.
De un lado, ya sea porque el neoliberalismo y la globalización han superado las propuestas del capitalismo moderno, ya porque se cuestiona abiertamente la idoneidad de su modelo, la modernidad como sistema de pensamiento está tocando a su fin.
Por otra parte, el desarrollo sociopolítico del capitalismo ha desembocado en una crisis económico-financiera en la que están involucrados factores culturales, políticos, sociales y ecológicos que ponen de relieve la profundización en una auténtica crisis sistémica.
Por último, el «fin de la energía barata», asociado al techo de producción de petróleo alcanzado en la década pasada, deja entrever la crisis energética a la que está abocado un sistema de producción y distribución, el capitalista, que sólo ha sido posible por el bajo coste de los combustibles fósiles.
Estas tres circunstancias -el cuestionamiento del sistema de pensamiento y las crisis sistémica y energética- han facilitando que se abran nuevos espacios de reflexión y experimentación en los que se están poniendo en valor ideas y prácticas novedosas o que en otro momento fueron marginadas, y que pueden convertirse en trazados interparadigmáticos: puentes desde la modernidad hacia otro(s) nuevo(s) paradigma(s).
Las prácticas decrecentistas.
Según se ha expuesto, el decrecimiento como corriente de pensamiento «aglutina» en torno a la confrontación teórica de los principios de la modernidad. Sin embargo, en la «puesta en escena» del movimiento por el decrecimiento, lejos de cualquier univocidad, coexisten una amplia diversidad de iniciativas diferenciadas entre sí con arreglo a las características propias de cada sistema sociocultural y el ecosistema en el que se encuadran.
Y es que es importante considerar que cualquier apuesta por la autogestión en la organización social y la relocalización de la economía, invalida la posibilidad de un modelo de pensamiento y acción hegemónico: cada grupo «local» hará un análisis propio de su situación de partida y tomará las medidas más adecuadas para transformar su propia realidad.
En Europa, por ejemplo, el movimiento de transición está aglutinando muchas iniciativas locales encaminadas a reconstruir las relaciones interpersonales y con el medio ambiente con el fin de generar un modo de vida sostenible, aumentar su propia resiliencia y desarrollar mejor su capacidad de adaptación: tratamiento de residuos, reparación y reciclaje de objetos rotos o estropeados, redes de trueque, monedas locales, bancos de tiempo y banca ética son algunas iniciativas concretas. Otras son la priorización del transporte público y la bicicleta, los huertos comunitarios y la recuperación de la calle como espacio de encuentro y juego.
Y aunque de manera genérica, en los pueblos y territorios empobrecidos carecería de sentido plantear la reducción de los niveles de producción y consumo, no por ello perderían valor el conjunto de propuestas más amplias que caracterizan al movimiento por el decrecimiento: ganar en estrategias inclusivas e igualitarias y apostar por la sostenibilidad, la reciprocidad, la autogestión y la relocalización de la economía.
Además, más allá de las particularidades de cada grupo humano, la constitución en red de las diferentes iniciativas locales permitirá compartir conocimientos, saberes, experiencias y afectos que generarían una importante sinergia y, con ella, una mejor calidad de vida.
Cuestiones candentes.
A quienes defienden el decrecimiento les queda mucho por reflexionar y proponer; sobre todo dado el alcance de la deconstrucción que propone su corriente de pensamiento. No obstante, pueden proponerse al menos dos cuestiones que, hoy por hoy, exigen una especial atención.
En primer lugar, la resistencia cultural a la transformación que propone el decrecimiento y que resalta estándares de calidad de vida asociados a valores sociales y ecológicos, y no a la disposición de bienes, servicios o avances tecnológicos. Y la resistencia cultural a la reconversión del tejido productivo en un modelo socioeconómico basado en los servicios comunitarios y que cuestiona el valor social y personal del empleo poniendo en valor roles infravalorados y tradicionalmente asociados a la mujer.
Por otro lado, es importante el debate entre la acción creativa y la acción reactiva: la primera plantea la creatividad como instrumento transformador, poniendo en alza todo lo relacionado con la capacidad de construir el futuro que se espera y desea; la segunda, la reacción ante quienes generan opresión, convirtiendo toda fuerza individual y colectiva en una contraposición de fuerzas con los poderes dominantes.
En el primero de los casos están en juego la credibilidad del movimiento por el decrecimiento y su capacidad de fortalecerse y trascender; en el segundo, el equilibrio y resultados de su estrategia transformadora.
Críticas más relevantes.
El decrecimiento empieza a ser conocido ahora por el grueso de la sociedad, por lo que, de momento, las instancias de poder se conforman con un escueto «quieren volver a las cavernas» con el que se juega a la ridiculización, el descrédito y la confusión.
No así, en la propia izquierda sí pueden encontrarse dos líneas de confrontación. La primera de ellas lo acusa de pretender una suerte de «decrecimiento en el capitalismo», «poniéndolo a dieta»; y de maquillar el lenguaje y el análisis de la realidad para sustituir el «estado de bienestar» por el «buen vivir», sin cuestionar la estructura de clases sociales ni la propiedad privada.
La segunda línea de confrontación plantea las limitaciones del término «decrecimiento» para representar otros aspectos más allá de lo estrictamente económico, y las dificultades para aplicarlo fuera de las fronteras de los grupos humanos enriquecidos. Se propone, por ejemplo, el término más amplio de «acrecimiento», en el sentido de «falta de fe en el crecimiento», «ateísmo del crecimiento».
Respecto a la primera, se trata de una crítica hecha por un sector abiertamente instalado en la confrontación neoliberalismo-socialismo y que no comparte la crítica a la modernidad que ahora se plantea; por lo que difícilmente encontrará puntos de confluencia con el movimiento que lo promueve: se trata de un debate en «idiomas diferentes».
En cuanto a la segunda, aunque efectivamente la palabra «decrecimiento» tiene un sesgo economicista y no «hace justicia» a la riqueza de la corriente de pensamiento y el movimiento «decrecentistas», lo cierto es que tiene dos grandes virtudes: por un lado, está demostrando en Europa capacidad de confluencia y convocatoria; por otro, no puede dejar de valorarse el impacto que supone el término «decrecimiento» en el imaginario «crecentista» de las gentes de los pueblos enriquecidos. Y ello sin perjuicio de que colectivos de otras partes del globo, en función de su propia realidad, puedan poner el énfasis en otras ideas de entre las que constituyen el ideario decrecentista.
Moisés Rubio Rosendo – La Palabra Inquieta.
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