Vivimos en una edad enigmática, harto más compleja a medida que transcurren los años y sin duda desde la desaparición de la Unión Soviética en 1991. Con el fracaso de tantos reformadores, evitar el cinismo respecto a cualquier causa constituye hoy un reto abrumador. En cierto sentido, el rechazo a abandonar el futuro a un […]
Vivimos en una edad enigmática, harto más compleja a medida que transcurren los años y sin duda desde la desaparición de la Unión Soviética en 1991. Con el fracaso de tantos reformadores, evitar el cinismo respecto a cualquier causa constituye hoy un reto abrumador. En cierto sentido, el rechazo a abandonar el futuro a un destino inexorable y sombrío es lo único que justifica cambiar el mundo tal cual es, pero hemos de ser conscientes de los fracasos pasados y de las razones de los mismos. Todo esto constituye un punto de partida.
La primera y más importante consideración es que el status quo del mundo se encamina al desastre, político y militar, ecológico y económico. La violencia, tanto entre países como en el seno de los mismos y de los grupos étnicos, es cada vez más común. Un puñado de naciones dominantes – entre las que son preeminentes los Estados Unidos – controla el futuro del mundo en buena medida, pero apenas si está solo. Tienen lugar a menudo conflictos interétnicos debidos a causas autónomas que las grandes potencias no provocaron, aunque el tratado de paz de la Primera Guerra Mundial creara divisiones artificiales en Oriente Medio que perturban aun la estabilidad étnica y la paz de la región. Hay más estados ocupados en convertirse en potencias nucleares, y ser un coloso militar que dispone de armas nucleares está hoy al alcance de la capacidad de muchas naciones que no disponían ni de la tecnología ni de los fondos que se precisaban hace cincuenta años. La proporción de conocimiento científico necesario para adquirir la tecnología necesaria para fabricar bombas se ha vuelto más accesible. El que sea relativamente barato explica en parte que sea asequible.
En segundo lugar, el fracaso del socialismo y el comunismo, grandes esperanzas del siglo pasado, ha dejado un vacío en la vida intelectual y política de innumerables naciones, así como en la mente y motivaciones de incontables personas. El mejor argumento que hoy tenemos, y es un argumento por eliminación, es que el status quo necesita una alternativa racional porque se encamina al desastre, y no podemos aceptar esto pasivamente. Este argumento es en parte existencial.
El tercer factor es el ascenso de fuerzas – sobre todo, pero desde luego no sólo, en el mundo musulmán – que desafían nuestra comprensión dentro de los límites de las ideas radicales convencionales y que representan un elemento de imprevisibilidad y sorpresa. Esta incertidumbre nos confunde a nosotros, pero también a los ideólogos y funcionarios del status quo que tienen el poder y la responsabilidad práctica de controlar sus repercusiones, una empresa que excede sus poderes. La «primavera árabe» pilló a la CIA completamente por sorpresa y la OTAN no tenía ningún concepto de la naturaleza de la oposición a Muamar El Gadafi cuando inició los bombardeos en su apoyo en este año de 2011. Y estos no son más que unos pocos ejemplos de cómo los poderes fácticos y los hombres y mujeres que los gestionan trastabillean y cometen errores que se acrecientan. El atentado del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York, el ataque más mortífero en suelo norteamericano, fue posible porque el conjunto del Washington oficial sencillamente no se lo esperaba, pese a los miles de millones que se gasta en inteligencia todos los años.
En una palabra, incomparecencia y fracaso en otros lugares, amén del status quo político, constituyen el mejor incentivo para quienes todavía mantenemos que hay que cambiar el mundo. Pero tenemos que proceder hoy con mucho más realismo y respeto hacia la experiencia histórica que la mayoría de los pasados defensores del cambio, que van de los marxistas a los economistas clásicos de quienes derivaban ese ánimo de confianza en la inevitabilidad del progreso, tanto en el pasado como en el futuro, con su optimismo y sus supuestos sobre la naturaleza prácticamente automática del proceso histórico. El cambio resulta más difícil que nunca, y el fracaso es de nuevo una posibilidad, pero dejar de intentarlo significa abandonar el esfuerzo por imposible.
Desertar de la lucha es rendirse a fuerzas atávicas que traerían una larga noche a la condición humana. Puesto así, aunque no sea más que por nuestra propia autoestima, estamos obligados a continuar nuestra oposición a peligrosas formas de política exterior, mentiras y oscurantismo. Debemos renovar esta oposición, pero también debemos seguir fieles a la realidad, y esta combinación nos hará perder a muchos que de no ser así serían parte importante de las «buenas causas». La traición por parte de hombres y mujeres que dicen desear algún tipo de «reforma» se puede constatar con frecuencia en el pasado y nada se ganará, mucho se perderá en realidad, negándonos a encarar esa realidad histórica. El mejor argumento en favor del radicalismo es el status quo mismo. Las ilusiones pueden ser reconfortantes, pero la realidad social no ha obrado de ese modo en el pasado siglo. Ha habido guerras y matanzas en masa, y más que habrá, si las fuerzas que rigen el mundo se salen con la suya.
Pongamos un poco de orden y detalle en estos comentarios.
Está, en primer lugar la extensión de las armas nucleares, y aunque podamos deplorarlo, lo cierto es que la difusión del conocimiento, junto al hecho de que es cada vez más barata cualquier investigación basada en la tecnología, lo hace posible. Desde la II Guerra Mundial el número de potencias nucleares se ha incrementado considerablemente, v el ritmo de ese incremento no hará más que aumentar. La ciencia, que solía exigir pruebas costosas y extremadamente difíciles sobre el terreno, puede hoy «simularse» mediante ordenadores, y fabricar armas nucleares se ha vuelto asequible para naciones antaño demasiado pobres como para obtenerlas, en parte porque disponen de más dinero, pero también porque la tecnología requerida se ha vuelto mucho más barata y su conocimiento en algo más difundido.
Vivimos hoy en una era en la que los ordenadores y la alta tecnología dominan nuestra vida, lo que hace más eficaz la medicina, pero que asimismo controlan crecientemente el equipamiento bélico, lo cual está transformando su naturaleza y haciendo que los EE. UU. hayan cedido en su posesión de la relativa supremacía militar de la que disfrutaban después de 1946. Puede que la proliferación sea mala cosa, pero en ciertas situaciones puede producir estabilidad en la medida en que produce un «equilibrio del terror». No se produjo ningún conflicto nuclear entre los EE. UU. y la Unión Soviética durante la llamada Guerra Fría (que fue bien caliente en el Tercer Mundo), y aunque se vieron bloqueados o derrotados en Corea y Vietnam en ambas guerras, los EE. UU. no recurrieron en última instancia a su abrumador poder nuclear, en parte por lo menos porque habrían tenido que enfrentarse al peso de la opinión pública de una buena parte del mundo no comunista en caso de haberlo hecho. Nos guste o no, esas consideraciones han contado en el pasado, hasta para los palurdos yanquis.
Desde luego, la posesión unilateral de la bomba atómica puede hacer vulnerable a una nación. Si los iraníes toman represalias ante un ataque israelí lanzando misiles con cabezas convencionales -cosa de la que disponen- sobre Dimona (lo que ya han dado a entender que harían), donde los israelíes han desarrollado y probablemente guardan buena parte de su formidable arsenal nuclear, pueden activar nuclearmente buena parte de Israel, quizás todo el país, a causa de la lluvia radiactiva de las instalaciones israelíes. Es una razón de envergadura, pero apenas si es la única, por la que los antiguos responsables de la inteligencia israelí se oponen a una guerra con Irán. Y si Israel sabe que los iraníes pueden responder en represalia con armas nucleares -hasta una sola crearía el caos en un país tan pequeño- entonces es probable que se sientan menos dispuestos a atacar con su numeroso arsenal de armas nucleares.
Ante un mundo que se vuelve más peligroso, ¿qué podemos hacer? La primera prioridad consiste en hacer uso del realismo y la razón para hacer frente al status quo con el que nos vemos las caras, no deducciones a priori que nos complacen pero evitan la complejidad de la situación que hoy encaramos en el terreno económico, militar y político. Puede que no nos guste la realidad de vivir en un mundo lleno de enigmas y dilemas que no se resuelven fácilmente, pero en el pasado se han ensayado ilusiones reconfortantes y han fracasado malamente. Vivimos en un periodo en el que habérselas con los problemas no se puede basar en ilusiones, lo que se ha intentado con toda laya de conceptos de progreso inevitable, marxismo incluido. Y ha fracasado. No podemos borrar la injusticia con el deseo de que desaparezca gracias a supuestos fabulosos sobre una clase trabajadora intrínsecamente radical o cosas semejantes. Eso ya se intentó, y también se demostró incapaz de transformar el status quo en algo mejor. Dos guerras mundiales ilustran en qué medida vivimos en una edad histórica llena de dilemas y de decepciones. En una palabra, las ilusiones reconfortantes siguen siendo ilusiones que no cambian nada y fracasan, y el fracaso es hoy demasiado caro y peligroso que nunca como opción.
Lo que estoy diciendo exige mayor complejidad en nuestro análisis de la experiencia humana. Ay, la realidad es compleja y nada se ganará con suponer que es sencilla o que todo lo que tenemos es que cerrar los puños y eso achantará a los malhechores. Pero es que los que son malvados no han cejado fácilmente en el pasado y no lo harán en el futuro. Su verdadera debilidad reside menos en nuestra oposición a ellos que en el hecho de que la realidad es compleja para ellos como para nosotros y que han sido incapaces de resolver los crecientes dilemas y problemas que ellos asimismo arrostran. El mundo se está haciendo más complicado para nosotros, y los problemas que hemos de resolver, más intratables y complejos, pero también para ellos, y ellos tienen la responsabilidad de gobernar un sistema que se está volviendo cada vez más inmanejable.
¿Cuáles son los problemas que los hombres y mujeres del poder han de resolver? El orden en que los presento es arbitrario, pero lo primero que quiero mencionar es la situación de la economía global y nacional norteamericana desde 2007. Henry Paulson, Secretario del Tesoro del segundo Bush, denominó a la crisis financiera de 2008 «imponente… la peor crisis financiera desde la Gran Depresión». Pero los problemas económicos no terminaron en 2008 y en distintos modos han persistido hasta el día de hoy. En ciertos aspectos importantes, los problemas han empeorado mucho: el bloque monetario basado en el «euro» se tambalea y puede incluso llegar a fracturarse; el resultado puede acabar siendo el de guerras comerciales y caos financiero. Y las guerras comerciales son más probables hoy de lo que eran en 2008, con graves implicaciones en muchos terrenos, del económico alo político y militar. Los problemas estructurales subyacentes, tanto en los EE. UU. como internacionalmente, como la distribución de la renta, el desempleo, el crecimiento, la venta y precio de la vivienda, han continuado todos desde que Paulson ofreció su adusto análisis en 2008, e incluso han empeorado. Washington, que maneja en la actualidad una deuda nacional de 15 billones de dólares, se encuentra seriamente dividido respecto a su solución y los europeos hacen frente a un caos financiero -con diferencias esenciales sobre cómo encararlo – que pueden acabar con la existencia del euro como moneda. Se ha publicado mucho sobre estas cuestiones económicas, así que no entraré en detalle, pero baste con decir que los problemas de las finanzas inmobiliarias que existían en 2008, mucho menos las demás cuestiones económicas que existían simultáneamente a estos, siguen perviviendo notablemente hoy en día.
Está luego el hecho de que librar guerras -y los EE. UU gastan una cantidad exorbitante de dinero en su aparato militar, tanto como el resto del mundo – ha llevado a Norteamérica a empantanarse en Irak e Afganistán, y el veredicto sobre el resultado de estos conflictos prolongados dista de ser definitivo. La guerra y su presupuesto militar han causado estragos en las finanzas y prioridades norteamericanas, pero desde luego quedaron en tablas en Corea, en donde los EE. UU. trataron de vencer, y perdieron la guerra en Vietnam, si bien en ambos casos la venalidad de sus apoderados y aliados resultó un factor crucial. Pero los apoderados de los EE. UU. son en su mayoría corruptos, como lo eran en la China del Kuomintang y en Vietnam del Sur, y neutralizar su poder militar. La Norteamérica oficial tiene sus vulnerabilidades y siempre las ha tenido.
No nos ayudará volvernos hacia el oscurantismo – el principal, la religión – para habérnoslas con una realidad que lo transciende, lo mismo que nuestra imaginación. En la compleja situación que afrontamos en el mundo, las tranquilizadoras simplificaciones de la religión proporcionan a algunos solaz, pero no cambian nada. Estamos obligados a pensar más intensamente.
Con posterioridad a 1945, los Estados Unidos albergaron la pretensión de poder dictar el futuro de los asuntos internacionales, tanto los políticos como los económicos. Y durante algún tiempo, la debilidad de Europa le hizo desmesuradamente influyente. El sistema de Naciones Unidas, que el presidente Franklin Roosevelt se aseguró se asentara en Nueva York como una suerte de legado al estado del que fue una vez gobernador así como un reflejo de la supremacía norteamericana, se acomodaba a los deseos de Norteamérica, sobre todo el Consejo de Seguridad y su sistema de veto. Pero aunque su arrogante poder militar y las actividades de sus servicios de inteligencia consiguieran victorias para éste en Filipinas e Irán (al menos temporalmente), por no nombrar más que un par, perdió o quedó en tablas en guerras de importancia como Corea y Vietnam, prácticamente acabó en bancarrota en el proceso de buscar sus metas hegemónicas, y actualmente algunos elementos de los círculos dominantes norteamericanos comienzan a preocuparse por los límites del poder norteamericano y la medida en que se ha sobreextendido económica y militarmente. Por el momento, al menos, China, en su forma actual de híbrido de comunismo con fuertes atributos de capitalismo en su vida económica funcional, ha comenzado a surgir como fuerza política, militar y, sobre todo, económica, que puede desafiar al poder norteamericano en el estadio vulnerable en que actualmente se encuentra. El papel de China puede volverse mucho mayor de lo que es hoy, dependiendo de los riesgos que quiera correr enfrentándose a unos Estados Unidos que todavía tiene importantes elementos remisos a aceptar límites al poder norteamericano que, de hecho, aparecieron cuando los EE. UU. perdieron o quedaron en tablas en los conflictos de Corea, Vietnam y Afganistán. Tampoco la administración norteamericana, como demostró la inauguración por parte del presidente Obama de una base norteamericana permanente en Darwin, Australia, quiere dejar de ser potencia principal del Pacífico. Pero al contrario que los EE. UU. y la mayoría de las demás grandes potencias, China dispone de abundantes recursos económicos, -casi demasiadas reservas en dólares y euros para su seguridad económica- y su estamento militar crece con bastante más fuerza, sobre todo en ciberguerra, que puede paralizar los ordenadores, satélites norteamericanos, así como el equipamiento que depende de la electricidad.
Por reiterar la observación hecha al inicio, el mundo se ha vuelto cada vez más complejo, y las nociones y pábulos simplistas, que se intentaron durante muchas décadas, han fracasado. Con estas admoniciones, no tenemos otra elección que seguir intentando cambiar un mundo que se está volviendo más peligroso cada año y que no muestra la más mínima señal de reformarse. Nuestro éxito o fracaso determinará que la humanidad alcance un atisbo de paz y estabilidad o bien si continuará rodando por la sombría senda que lleva a más conflictos y mayor caos.
—
Gabriel Kolko es uno de los más sobresalientes historiadores de la guerra moderna. Autor del clásico Century of War: Politics, Conflicts and Society Since 1914, Another Century of War? y de The Age of War: the US Confronts the World y After Socialism, escribió también la mejor historia de la guerra de Vietnam Anatomy of a War: Vietnam, the US and the Modern Historical Experience. Su último libro es World in Crisis, del que proviene este ensayo.
Traducción de Lucas Antón.
Fuente original: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=4575