El 5 de enero pasado, Obama, acompañado del secretario de Defensa, Leon Panetta, y del Jefe del Estado Mayor, Martin Dempsey, anunciaba en el Pentágono la decisión de su gobierno de «fortalecer la presencia» norteamericana en la gran región de Asia y el océano Pacífico, en una nueva estrategia de defensa destinada a asegurar la […]
El 5 de enero pasado, Obama, acompañado del secretario de Defensa, Leon Panetta, y del Jefe del Estado Mayor, Martin Dempsey, anunciaba en el Pentágono la decisión de su gobierno de «fortalecer la presencia» norteamericana en la gran región de Asia y el océano Pacífico, en una nueva estrategia de defensa destinada a asegurar la hegemonía norteamericana en el mundo, pese a la crisis económica, a la disminución de su influencia en el planeta, a la mengua del presupuesto militar, forzada por la crisis fiscal, y, en general, a la decadencia de su poder global. La nueva estrategia de seguridad se resume en un documento de título revelador (Asegurar el liderazgo global de Estados Unidos: prioridades para la defensa del siglo XXI), e implica el reconocimiento del fracaso de la estrategia con que Washington inició el siglo, asumiendo implícitamente la derrota política en Iraq y la falta de perspectivas en Afganistán tras más de diez años de guerra.
Estados Unidos deberá recortar su presupuesto militar en medio billón de dólares en la próxima década. Aún así, el gasto del Pentágono llegará en 2012 a unos 660.000 millones de dólares (frente a los 95.000 de China, apenas un quince por ciento del presupuesto norteamericano). Los nuevos planes implican un ejército más reducido, la utilización sistemática de la nueva robótica militar, y una mayor atención al ciberespacio, así como la reducción de su presencia militar en Europa, y, en Oriente, el propósito de atraerse a India para su coalición antichina, situando a Asia como su prioridad: China en su punto de mira. Estados Unidos cuenta con once portaaviones que suponen un impresionante despliegue militar, mientras China está a punto de contar con el primero (un barco soviético rehabilitado) y tiene previsto fletar cuatro más (dos de ellos, de propulsión nuclear) en los próximos ocho años. El cambio de prioridades ha sido forzado por la transformación del mundo y por la crisis fiscal norteamericana, como admitió Panetta; y la retirada de Iraq y la prevista salida de tropas de Afganistán se explican también por la mengua de recursos. La nueva estrategia fue saludada por Japón, y fue matizada por Australia afirmando que «no debería ser una amenaza para China». A su vez, la mayoría de países del sudeste asiático optaron por celebrar todo lo que favorezca el crecimiento económico, y, conscientes de que China es su principal socio comercial, prefieren evitar tomar partido por una u otra gran potencia.
La secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, ya había anunciado, en un artículo publicado en noviembre pasado en Foreign Policy («America’s Pacific Century»), la nueva política, centrada en la superación de las guerras de Iraq y Afganistán (países «donde no se decidirá el futuro del mundo») y en la concentración de su potencial en Asia. Clinton ponía énfasis en tres cuestiones asiáticas, que consideraba claves: salvaguardar la «libertad de navegación» en el mar de la China meridional, evitar la proliferación nuclear en Corea del Norte, y «asegurar la transparencia militar» de los principales países del continente: sin citar al gran país asiático, las tres cuestiones apuntaban a China.
Las relaciones de Washington con Pekín se han deteriorado durante la presidencia de Obama. No es que fuesen buenas durante la presidencia de Bush, pero el énfasis puesto en las guerras de Oriente Medio, y la ambición por hacer del siglo XXI «un siglo americano» llevó a Estados Unidos a impulsar una errónea política que agudizó sus problemas y que se encontró, casi sin sospecharlo, con el rápido fortalecimiento de China. La ilusión de un mundo unipolar se hizo añicos ya durante los últimos años de Bush. Obama ha reelaborado las prioridades de su país, poniendo a China en el centro de todas sus dianas y lanzando una política de acoso e injerencia que, sin embargo, no está dando buenos resultados. En 2010, Estados Unidos utilizó el oscuro incidente del hundimiento de una corbeta surcoreana para realizar un apabullante despliegue de portaaviones cerca de las costas chinas, y llevó a una situación de crisis abierta la cuestión de los territorios disputados en el Mar de China Meridional, asunto que Pekín quiere negociar discretamente con los países interesados y que, en cambio, Washington está utilizando para estimular las reclamaciones de algunos países, con el objetivo de erigirse en mediador en la zona, y, de paso, en protagonista en otra zona fronteriza de China.
También China fue acusada de «atacar a Google», de espionaje electrónico, de «pisotear los derechos humanos» y de dañar la seguridad del mundo, acusaciones que no dejaban de ser sorprendentes lanzadas por un país, Estados Unidos, que ocupaba dos países, Iraq y Afganistán, que bombardeaba otros con frecuencia, y que era responsable de numerosas matanzas entre la población civil. Pese a la templaza de la diplomacia china, y a su insistencia en organizar la convivencia entre las dos grandes potencias, Washington ha optado por una política agresiva hacia Pekín. El estallido de las revueltas árabes, que está reordenando el mapa estratégico del norte de África y del cercano Oriente, por ejemplo, sirvió para que Hillary Clinton lanzase un agrio ataque a China, jugando con el recurso habitual de los derechos humanos y especulando con el estallido de protestas en China, semejantes a las árabes, con nada disimulados llamamientos a la población china para que se rebelase contra su gobierno.
En junio de 2011, de nuevo Clinton hizo unas alarmantes declaraciones sobre los supuestos peligros que acechaban a la zona del Mar de China Meridional, con movilización de fuerzas navales incluida, en asociación con Filipinas, mientras China y Vietnam dialogaban sobre sus diferencias de soberanía en las islas de la zona. A lo largo de 2011, sólo en las inmediaciones de las aguas territoriales chinas, Estados Unidos ha realizado maniobras militares con Japón, Corea del Sur, Filipinas e, incluso, Vietnam, a quien Washington trata de atraerse hacia su política antichina.
Otras cuestiones ensombrecieron las relaciones entre las principales potencias: la agresión y el bombardeo a Libia, organizada en los cuarteles generales de la OTAN, reveló a Pekín y a Moscú la decisión de Washington y Bruselas de ignorar las decisiones del Consejo de Seguridad de la ONU y de aplicar una política de hechos consumados en beneficio de sus intereses, resolución que ha sido un amargo aviso para el futuro. Además, las cuestiones que enfrentan a Washington y Pekín en sus relaciones económicas (déficit comercial norteamericano, valor del yuan, exportación de alta tecnología, etc), complican el examen tranquilo de dos cuestiones de alcance estratégico que preocupan a China: los potenciales conflictos en el Mar Amarillo y en el Mar de la China meridional, sin olvidar las cuestiones que afectan a las reclamaciones nacionalistas en Tíbet y Xinkiang, respaldadas por Estados Unidos, y la ansiada reincorporación de Taiwán. La venta de armas a Taiwán ha agriado las relaciones chino-norteamericanas, aunque la victoria del Kuomitang y de Ma Yingjeou en las últimas elecciones fortalecerá las relaciones entre Pekín y Taipeh.
Washington mueve todas sus piezas. En octubre de 2011, Clinton realizó una gira por Uzbekistán y Tayikistán, antiguas repúblicas soviéticas, a las que añadió una visita a Pakistán. Su objetivo era reconciliarse con Karímov, el dictador uzbeko, y asegurar el llamado corredor norte (considerado más seguro que el corredor sur que atraviesa Pakistán) para tránsito de tropas y armamento de la OTAN con destino a Afganistán. Lo mismo hizo en su entrevista con el presidente tayiko, Emomali Rajmon. Estados Unidos retira buena parte de sus soldados, pero, como aseguró Clinton a Karímov, piensa seguir controlando la situación en Afganistán después de 2014. El propósito norteamericano es seguir contando en el futuro con las bases militares que abrió en las antiguas repúblicas soviéticas, como en Kirguizistán, aún después de su retirada militar de Afganistán, pese a que Washington se había comprometido a que su existencia estaba vinculada exclusivamente a la guerra de Afganistán. El despliegue antichino contaría así con bases importantes en Asia central. En Asia, pese al enorme territorio con que cuenta, Rusia tiene una influencia secundaria.
Por otra parte, las cada vez más difíciles relaciones estadounidenses con Pakistán, y los desencuentros con el afgano Karzai, explican la visita de Clinton a Islamabad, en octubre de 2011, acompañada por David Petraeus, director de la CIA, y por Martin Dempsey, jefe del Estado Mayor norteamericano. Aunque no hay solamente cuestiones militares en el horizonte: pocas semanas después, Daniel Stein (miembro del equipo del enviado especial de Estados Unidos para cuestiones de energía en Eurasia, Richard L. Morningstar) declaraba en Asjabad, la capital turkmena, que su país no veía obstáculos para construir el gasoducto entre Turkmenistán y Tayikistán, y su llegada posterior a Azerbeiján, para impulsar el proyecto Nabucco de la Unión Europea. Rusia se opone a ese proyecto, y Pekín es consciente de que supone un intento para controlar desde Occidente las fuentes energéticas de Asia central. Además, Washington ha propuesto crear una nueva ruta de la seda para, supuestamente, convertir a Afganistán en un centro importante del comercio hacia el centro y sur de Asia, pero, en realidad, para hacer pagar a otros países el coste de la reconstrucción del país y anclarlo en el esquema militar norteamericano.
Para Estados Unidos, Asia se ha convertido en la prioridad. De forma significativa, Obama participó en la VI cumbre de Asia Oriental, celebrada en Bali en noviembre de 2011, donde el presidente indonesio Susilo Bambang Yudhoyono desempeñó un papel relevante; anteriormente, ningún presidente norteamericano había participado en esas cumbres. Yudhoyono se entrevistó con el primer ministro chino, Wean Jiabao, y mostró su satisfacción por el apoyo de Pekín al desarrollo económico de Indonesia y al plan de los «seis corredores» (Sumatra como centro para energía y agricultura, Java para industria y servicios, etc). Indonesia, el país más poblado del sudeste asiático es escenario también del enfrentamiento soterrado entre Washington y Pekín, pero mientras los norteamericanos apuestan por aumentar su despliegue militar, los chinos juegan la baza de fortalecer las relaciones económicas con todos los países de la zona y establecer lazos e intereses comunes. En 2009, China concedió préstamos para diferentes proyectos de los países de la ASEAN por valor de 15.000 millones de dólares, que, dos años después, ha aumentado con otros 10.000 millones.
La nueva estrategia de seguridad norteamericana se estaba aplicando, de hecho, antes de su formulación pública. Estados Unidos está reforzando y redefiniendo su despliegue militar en Asia y en la cuenca del océano Pacífico. En noviembre de 2011, Obama visitó Australia, donde firmó un acuerdo para el establecimiento de una base militar en Darwin, en el norte del país, con dos mil quinientos militares, al tiempo que ignoró las preguntas de la prensa sobre si el nuevo despliegue estaba orientado a la contención de China, como parece evidente. Sin embargo, pese al silencio de Obama ante los periodistas, la diplomacia norteamericana no ha perdido oportunidad para insistir ante los países del sudeste asiático que su presencia militar es el mejor contrapeso al nuevo poder chino.
De esa forma, el reforzamiento del rosario de bases militares y puntos de apoyo alrededor de China se convierte para Estados Unidos en la prioridad de toda su política exterior. No hay que olvidar las bases que Estados Unidos cuenta en Japón y en Corea del Sur. En Japón, Washington está reorganizando sus fuerzas, desde Okinawa hasta Guam, la isla al oeste de las Filipinas, controlada por los norteamericanos, que es uno de los puntos militares más importantes del océano Pacífico. En Corea, Washington ha firmado un acuerdo para establecer nuevas unidades de combate en Pyeongtaek, una ciudad cercana a Seúl, y a poco más de trescientos kilómetros de la costa china de la península de Shāndōng. La nueva base concentrará a casi cuarenta y cinco mil militares norteamericanos. Otro paso es la negociación de Estados Unidos con Singapur para establecer buques de guerra en el país, en una zona de vital importancia para controlar las disputas en el Mar de China Meridional. Al mismo tiempo, la nueva concepción de escudos antimisiles que también afecta a Asia implica, en la práctica, asegurarse la posibilidad de atacar antes que el hipotético enemigo.
Ante ello, Pekín se mueve, y las relaciones entre Japón, Corea del Sur y China están mejorando, como se puso de manifiesto en la reunión en Bali entre los tres países, donde el primer ministro japonés, Yoshihiko Noda, agradeció la postura china ante el desastre de Fukushima. También el presidente surcoreano, Lee Myung-bak, pese a las diferencias que mantiene con China sobre Corea del Norte, mantuvo que los tres países han mejorado sus relaciones. China ha conseguido mantener sus lazos con Corea del Norte, Birmania y Pakistán, los ha mejorado con la India y Vietnam (pese a que mantienen diferencias sobre algunos territorios en disputa) y está tratando de consolidar sus relaciones con Japón y Corea del Sur, tratando por un lado de superar las diferencias históricas con Tokio (con la represión de Nanking, la feroz ocupación japonesa durante la Segunda Guerra Mundial y el asunto del santuario de Yasukuni, en primer plano). Además, China ha aumentado su colaboración con Laos, Tailandia y Birmania para hacer más segura la zona y aumentar los flujos comerciales en la cuenca del río Mekong. En los flancos de la India, la situación es muy inestable. Las relaciones entre Pakistán y Estados Unidos han empeorado, a consecuencia de los bombardeos norteamericanos indiscriminados y la violación de la soberanía pakistaní, hasta el punto de que Washington ha suspendido la ayuda militar (ochocientos millones de dólares anuales) a Islamabad, y la nueva situación creada en Birmania, con la apertura parcial de la dictadura, está siendo rápidamente aprovechada por Washington con el intento de limitar la influencia china en el área.
Los yacimientos de petróleo y de gas del Mar de China Meridional están en el centro de las disputas por la soberanía de las islas Spratly, que son reclamadas por China, Vietnam, Taiwán, y, parcialmente, por Malaisia, Brunei y Filipinas. China y Vietnam tienen también diferencias por la soberanía de las islas Paracel, situadas al sur de Hainan y frente a la costa vietnamita. Pekín intenta fortalecer los mecanismos de la Declaración de Conducta en el Mar de China Meridional (DOC, acuerdo suscrito en 2002 y que fue ratificado por la ASEAN y China en julio de 2011) para articular compromisos entre China y los países de la ASEAN. La cuestión fue abordada en la entrevista entre Obama y Wen Jiabao, en Bali, en noviembre de 2011. Washington pretende discutir las diferencias en un foro multilateral, asegurándose así su presencia e influencia, mientras China insiste en que las disputas deben ser tratadas bilateralmente entre los países implicados. Obama, que insistió ante Wen sobre la cotización del yuan, recibió del primer ministro chino la advertencia, discreta pero firme, de que Estados Unidos no debía involucrarse en las disputas del Mar de la China Meridional. La cuestión no es menor: por la zona transita más de la tercera parte del comercio marítimo mundial. China ha organizado encuentros con los países de la ASEAN para asegurar la cooperación en la zona y la solución de los problemas, encuentros que fueron contestadas por Estados Unidos con la organización de otras reuniones en Washington con los países de la zona para no verse excluido de las negociaciones… pese a que es el único país que no es ribereño del Mar de la China meridional.
La alarma encendida por Estados Unidos sobre el Mar de China Meridional persigue el rearme del ejército filipino, con magníficos contratos potenciales para las empresas norteamericanas, y la prolongación del acuerdo militar firmado por Manila y Washington en 1999. Regularmente, Estados Unidos organiza pruebas militares en la zona, en colaboración con otros países, y realiza labores de vigilancia en la proximidad de las aguas jurisdiccionales chinas. Los puntos más importantes de fricción (a veces, soterrada; a veces, abierta) son Corea del Norte, la fachada rusa del Pacífico, Taiwán y el Mar de China Meridional, Birmania (donde el escenario está cambiando, y cobra sentido la visita de Clinton), y Vietnam (donde Estados Unidos está estimulando los recelos hacia China). Washington quiere asegurarse el control de la plataforma marítima situada entre el Índico y el Pacífico, con la seguridad del transporte bajo su dominio, y mantener abiertas las rutas marítimas (aunque Estados Unidos contempla la posibilidad de interrumpirlas para ahogar el comercio exterior chino, siempre en caso de conflicto frontal). Globalmente, China ha aumentado su influencia en Asia, sobre bases económicas, aunque su presencia política y diplomática es cada día mayor, mientras que Estados Unidos ha visto debilitarse las bases de su poder en el continente. Por eso, la nueva estrategia de seguridad nacional norteamericana pone el acento en la contención de China, en el reforzamiento de su alianza con Japón, Corea del Sur, Taiwán, e, hipotéticamente, en la aportación de India e Indonesia a su estrategia, y en su retaguardia en Australia. Filipinas y Thailandia, son también aliados norteamericanos. De forma significativa, mientras Washington redefine su presencia militar en Asia y en el mundo, Pekín apuesta por la paz internacional: un hecho relevante de esa política es que China se ha convertido en el país que más fuerzas de paz («cascos azules») aporta a la ONU en diferentes escenarios de crisis, hecho que contrasta con el despliegue militar norteamericano en todos los continentes.
Todos los focos encendidos en Washington han ido apuntando a China, a veces, por países interpuestos. En octubre pasado, Robert S. Mueller, director del FBI, señalaba a China, Rusia e Irán como las principales amenazas para la seguridad cibernética de Estados Unidos. Mueller tuvo palabras duras ante los comités del Congreso y del Senado norteamericanos: afirmó que Pekín y Moscú no sólo eran una fuente de inseguridad en Internet, sino que eran los países que «perturbaban» la seguridad del mundo: China fue el centro de su diatriba. Hay que recordar que Mueller, nombrado y mantenido en su puesto por Bush durante ocho años, fue confirmado por Obama. Esa política norteamericana está llevando a Estados Unidos a provocar conflictos y disturbios en diferentes puntos de Asia, y los peligros potenciales que conlleva la concentración de fuerza militar en el Golfo Pérsico, en el Mar de China Meridional, y en el mar Amarillo, son prueba de ello. En su artículo en Foreign Policy, Hillary Clinton, confundiendo sus deseos con la realidad, aseguraba que Asia «está ávida por reconocer el liderazgo norteamericano» y, desmintiendo la experiencia histórica, afirmaba que su país tenía «un largo historial de defensa del bien común». Clinton, que definía el objetivo de la nueva política norteamericana («mentener el liderazgo mundial de Estados Unidos»), acertaba en un vaticinio: que el futuro de su país está ligado al futuro de la gran región de Asia-Pacífico. Ese empeño lleva al enfrentamiento con Pekín, aunque la debilidad de la economía norteamericana, forzando a reducir el presupuesto exterior y su gasto militar, contradice la ambición manifestada por Washington.
Para China, estructuras como las conversaciones a seis bandas, sobre la cuestión coreana; la Organización de Cooperación de Shanghai, OCS, y la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) desempeñan una función central en la seguridad asiática, junto al desarrollo económico y al reforzamiento de los intereses comunes, por lo que examina con preocupación el giro de la política norteamericana, algo que preocupa también en Moscú. El ministro de asuntos exteriores ruso, Serguei Lavrov, manifestó a finales de 2011 su inquietud por las constantes violaciones del Derecho Internacional que Estados Unidos lleva a cabo, y China ha condenado la imposición de sanciones unilaterales norteamericanas a Irán, aunque, en virtud de la no proliferación, se opone a que Teherán consiga armas nucleares. Pekín y Moscú están de acuerdo en evitar a toda costa una situación que degenere en una guerra global, pero las líneas rojas que trazan son violadas con frecuencia por la agresiva política occidental, cuya grave situación económica podría superarse con una guerra: las deudas globales desaparecerían por la inflación, y el rearme y la reconstrucción posbélica aseguraría un escenario nuevo sin las servidumbres actuales.
Moscú y Pekín constatan cómo Estados Unidos se ha acostumbrado a encender alarmas de supuestas crisis humanitarias, peligros terroristas, atropellos a los derechos humanos, campañas de defensa de la democracia… como un útil mecanismo encubierto para intervenir en los asuntos internos de otros países, incluso a través de la fuerza, despreciando los organismos de la ONU, interpretando abusivamente sus resoluciones, y violando el derecho internacional, como ha ocurrido en Iraq o Libia, entre otros países. El nuevo despliegue norteamericano en el Golfo Pérsico, el acoso a Irán, y la temeraria política israelí complican el escenario asiático, donde las tensiones pueden aumentar porque Estados Unidos no ha renunciado a intervenir en los asuntos internos chinos, en Tíbet, Xinkiang o Taiwán, por no hablar de las presiones hacia su economía.
Mientras aumenta la pobreza en el mundo capitalista desarrollado, y los riesgos ecológicos del planeta han pasado a un segundo plano, mientras se reducen los salarios de los trabajadores en Europa y Estados Unidos, y los derechos sociales menguan, los países occidentales enfrentan un futuro difícil, donde todo parece dirigirse hacia Asia y la cuenca del océano Pacífico. Al tiempo que la Unión Europea recorre el incierto camino de la división interna, sin proyectos de futuro, Rusia pugna por reconstruir su estatuto de gran potencia, y China quiere crear un marco estable que asegure su desarrollo, los Estados Unidos, inaugurando su nueva política en el año del dragón, están dispuestos a utilizar toda su fuerza, que no hay que desdeñar, para contener a China. La tragedia para Washington es que, pese a los cambios de su estrategia, no podrá contener el fortalecimiento chino.
Fuente original: El Viejo Topo