Si la pandemia de la COVID-19 es un «examen sorpresa» frente a previsibles colapsos sanitarios y alimentarios estamos a tiempo de introducir cierta racionalidad en los debates sobre el futuro de nuestra alimentación.
Hoy sabemos que los estómagos de la humanidad están sentados encima de un sistema agroalimentario suicida y multi-estúpido. Suicida porque, en medio de un vuelco climático y una masificación en grandes urbes, elabora pandemias como resultado de la intensificación productiva ganadera (hacinamiento, depresión inmunológica, fortalecimiento de virus) y agroforestal (deforestación y monocultivos que llevan a una pérdida de equilibrios que mantenían ciertas bacterias a raya). Estúpido energéticamente porque en este sistema industrializado se invierten muchas kilocalorías (petroleras) en obtener casi las mismas kilocalorías (alimentarias), mientras los cultivos tradicionales diversificados ofrecían entre 10 y 20 veces mejores rendimientos. Irracionalmente estúpido porque desechamos unos 179 kg de alimentos por persona y año, según la Unión Europea, por razones de dietas, falta de tiempo y omnipresencia de estanterías con comida que caduca con rapidez. Insosteniblemente estúpido porque, a más tóxicos en la producción agroganadera, menos polinizadores, y con ello menos flores que llegarán a ser frutos, en un mundo donde los animales aún no hemos aprendido a hacer la fotosíntesis.
Los sistemas agroalimentarios globalizados siguen generando hambrunas y malnutrición, incluso en países antes considerados bien alimentados. Pero los motines alimentarios no se dan cuando hay hambre. Los cambios sociales no son cuestión de «cuanto peor, mejor», mucho menos se derivan de reacciones estomacales. Se precisan referencias para proponer alternativas y caldos de cultivo para hilar el descontento. El historiador ingés Edward Thompson nos recordaba que: «el hambre de verdad (es decir, cuando realmente no hay existencias de alimentos) no suele ir acompañada de motines, ya que hay pocos objetivos racionales para los amotinados». Si interpretamos que la pandemia de la COVID-19 es una suerte de «examen sorpresa» frente a previsibles colapsos sanitarios y alimentarios, como vienen advirtiendo los informes del Panel Internacional del Cambio Climático (IPCC en inglés), entonces estaríamos a tiempo de poder introducir cierta racionalidad en los debates sobre el futuro de nuestra alimentación como especie.
El hambre está instalada en nuestro planeta, ya que es el reverso del negocio globalizado de la comida. Vuelve a resurgir tras cada gran crisis económica, pues al final el acceso a la nutrición adecuada es una cuestión de clases. Y de un conjunto de exclusiones: el mundo alimentario está (des)ordenado y jerarquizado con arreglo a ejes de dominación Norte-Sur, economías periféricas conectadas a metrópolis centrales y también relativos a desigualdades de género. ¿Puede ser el coronavirus una forma de resucitar una cultura popular donde la alimentación sea sinónimo de cuidar territorios y personas? ¿Podremos desafiar el hardware de la gran distribución y la gran industria agrotóxica para proponer una relocalización de canales agroalimentarios de acuerdo a estrategias cooperativas entre producción, comercio de proximidad y defensa del derecho a la nutrición sana a través de leyes y compras públicas?
Si así ocurriese estaríamos cerca de lo que denomino una Agreocología en 3C: producir alimentos para cuidar solidariamente de nuestros ecosistemas y de nuestros cuerpos; cerrar circuitos materiales, energéticos y mercantiles como única estrategia para recuperar soberanías alimentarias y fertilidad de nuestros suelos; extender una cooperación social entre quien produce, quien come y quien facilita un derecho real a la alimentación, con objeto de repopularizar la cuestión alimentaria y no dejarla al albur de Estados poco interesados y escasamente eficientes en contestar afirmativamente a las anteriores preguntas. Quien quiera situar históricamente esta «ineficiencia» puede darse un paseo por los recientes trabajos de Vandana Shiva, el mencionado Thompson o el estudioso del panorama agrario internacional Jan Douwe van der Ploeg.
No creo que podamos cabalgar en el corto plazo a lomos de una nueva «moralidad alimentaria» que exija producir y alimentarse sosteniblemente. Una política que arranque del campo para plantear, no ya precios justos ni defensa del acceso a una tierra vista como producto en el que acumular N-P-K (el suelo entendido sin vida ni estructura y como mera adición de nitrógeno, fósforo y potasio), sino territorios que nos dan la vida. Tierra madre que hay que cuidar y desde ahí alentar una economía viable para quienes la trabajan. No estamos, por ahora, en la antesala de una multitud armándose de razones silenciosas para decirle a las élites que «por ahí no».
Pero hay un run-run, una irrupción de «discursos ocultos» que, como documentara el antropólogo James Scott, son clave para entender como se revela y se rebela la gente desde abajo. Son conversaciones frente a tiendas y supermercados donde se habla de la importancia del campo y de asegurar distribuciones alimentarias. Hay también una colección de manifiestos locales e internacionales demandando una recampesinización frente a la barbarie alimentaria. Se abren las agendas políticas a considerar medidas para asegurar producciones y seguridades alimentarias, donde incluso la Unión Europea ha reclamado cierta «conciencia europea» para que la fruta del Mediterráneo pueda subir a los mercados centrales, Holanda y Alemania incluidas. No existe esa multitud que niegue a Mercadona o a Carrefour como camino hacia la destrucción de la vida en el planeta. Se precisaría de una cultura crítica y unas «costumbres en común» pero es difícil entretejer respuestas y nuevas moralidades en un contexto de aislamiento. La pandemia asusta, y la inseguridad alimentaria puede ser un motivo de recuperar motines que sustituyan a las indignaciones virtuales en las que nos empotra el reino de Zuckerberg. El hambre o la inseguridad alimentaria puede colocar nuestro orden social en el «potro del tormento», nos decía también Thompson en Costumbres en común, y con él a los gobernantes en función de que sus reacciones inspiren seguridad y preocupación sincera, o todo lo contrario.
Pero no bastará colocar el hambre como amenaza. Ni tampoco la amenaza será suficiente para reaccionar con cierta racionalidad: reconstruir sistemas productivos requiere grupos importantes de personas agricultoras y ganaderas volcando hacia allí sus demandas, personas consumidoras acogiendo esas demandas como propias y, sólo en último término, agendas públicas aceptando levantar la soga sobre el cuello de la producción de proximidad, diversificada, saludable (eliminación de tóxicos y productos que ocasionen residuos insalubres) y capaz de abastecimientos directos y diarios.
La Agroecología en 3C plantea avanzar en esas direcciones. Significa escalar en primer lugar hacia los lados: hacia la relocalización física de sistemas agroalimentarios; y también hacia la articulación social con iniciativas que hablen el lenguaje las economías de los cuidados (atención primordial a las cuestiones de la vida como sanidad, alimentación y mediación social frente a crisis) y de los nuevos comunes (cogestión público-comunitaria, autonomía social). Para desde ahí, desde esa política-pública hecha de lo político-cotidiano poder escalar hacia arriba demandas de la población, protestas visibles desde la producción y consumo y reconfiguración de leyes que se basen en el diálogo con la sociedad afectada y con quienes promueven derechos y avanzan alternativas «radicales»: aquellas que abordan la inseguridad alimentaria de raíz y con raíces en la tierra viva.
Fuente: https://www.eldiario.es/ultima-llamada/Alimentacion-pandemias-nueva-economia-moral_6_1016358355.html