La unión de graffiti y hip hop -al grado de constituir un mismo fenómeno cultural e identitario- se ha convertido en la expresión más local y a la vez global de la vida hiperurbana. No se suponía que fuera así, en caso de que algo se supusiera. »En estilos diferentes, una misma familia/Hip Hop crudo, […]
La unión de graffiti y hip hop -al grado de constituir un mismo fenómeno cultural e identitario- se ha convertido en la expresión más local y a la vez global de la vida hiperurbana. No se suponía que fuera así, en caso de que algo se supusiera. »En estilos diferentes, una misma familia/Hip Hop crudo, nada rudo»: Cartel Aztlán y Crimen Urbano lo dicen por Ecatepec y El Olivar, pero reflejan un fenómeno planetario.
Entre tantos »nunca antes» que caracterizaron el final del siglo XX y de manera acelerada marcan este joven y ya increíble nuevo siglo, el »nunca antes» de un lenguaje artístico-reivindicativo y en ocasiones explícitamente político resulta fascinante. Estamos ante un cambio histórico en la concepción de lo que insistimos en llamar »arte». Es verdad que los rupturismos de las instalaciones, performances, »obras» efímeras o de plano virtuales han influido en el desmantelamiento de »arte» tradicional, pero el movimiento de muralistas autodesignados que impactan el de por sí horrendo paisaje urbano sin cesar apunta hacia una nueva concepción. Aspiran a mejorar el paisaje que la publicidad brutal y la eterna construcción demoledora alteran sin respeto ni reposo.
¿Cómo concebían su trabajo los retablistas antiguos (y aún los modernos)? ¿Qué tenían en mente quienes pintaron los frescos de Bonampak o Cacaxtla? Algo hoy inimaginable, pero que de seguro compartían con los artistas, desde la antigüedad a la posmodernidad, una fuerte idea de expresión de la belleza, y quizás de trascendencia. Y no tienen hoy misma una idea de la belleza una neopunk de erizada cabellera púrpura y piercings generalizados en el cuerpo y una niña de Las Lomas (o Santa Fe y todo lo que podemos llamar las »Hiperlomas» donde se acuartelan los ricos-ricos) ajuareadas con ropa original de marca y bronceado químicamente puro. La belleza también es cosa de clase.
»Voy entre las sombras del dolor, quiero vivir así. Voy entre las sombras de la vida plena, quiero vivir así. Voy a defender mis ideales» canta un grupo de hip hop capitalino no identificado (2004). Es importante no idealizar estas expresiones de dolor colectivo. ¿No pueden tornarse autodestructivas y, por ende, regresivas?
En un terreno minado por la violencia y la precariedad (caldo de cultivo de asaltantes, narcotráfico, explotación sexual y laboral), ¿es posible hablar de un actor social consistente? Mike Davis hace al respecto varias preguntas pertinentes (en New Left Review de marzo-abril, y Harper’s de junio, 2004). El escritor habla de las »ciudad perdida planetaria» como la única solución existente para el problema de dónde almacenar a la humanidad sobrante en el siglo XXI.
»¿Será que la competencia salvaje, mientras el número creciente de pobres compite ferozmente por los mismos desechos, confirma la autoconsumptiva violencia comunitaria como forma suprema de la involución urbana? ¿Hasta qué grado este proletariado informal posee en sí el más potente de los talismanes marxistas, ser ‘agente histórico’? ¿Puede incorporarse el trabajo desincorporado a un proyecto global de emancipación? ¿O la sociología de las protestas en la megaciudad depauperada representa una regresión a la turba urbana preindustrial, esporádicamente explosiva durante las crisis de hambre, pero en general manejable a través del clientelismo, los espectáculos populistas y los llamados a la unidad étnica? ¿O será que un nuevo, inesperado sujeto histórico, repta hacia la superciudad?»
El graffiti, ¿sólo inunda y satura el paisaje callejero, o propone una creación alternativa, y tal vez liberadora? Es probable que lo segundo. Lo mismo que la verbosidad sincopada del hip hop significa, aquí y ahora, la nueva vuelta de tuerca de los romances y corridos como vehículo de la verdad anímica del pueblo. Antes, el instrumeto más portátil era una guitarra; hoy, dos tornamesas, los viejos discos LP de papá, un mezclador y un micrófono. El trovador sigue contado sus historias. Dice, como el graffitero, »aquí estoy, pélame güey, existo».
Si como sugiere Mike Davis, está en curso una incipiente guerra mundial entre ricos y pobres, el hip hop y el graffiti no tienen la culpa; por el contrario, intentan abrir espacios de vida libre y pacífica, no destructiva, en un aplastante entorno de destrucción y explotación. Desde Adán y Eva, los humanos han redimido su condición al dar nombre a cada cosa. Y a sí mismos. »Me llamo, luego existo».