Recomiendo:
3

Afganistán a un año vista

Fuentes: Rebelión

A poco de cumplirse un año de la toma de Kabul por los talibanes el día 15, prácticamente en nada ha logrado avanzar el nuevo Gobierno de los mullah, quienes evidentemente se manejan mucho mejor con las armas que con la paz, si estos últimos 12 meses se pueden colocar en esta última categoría.

Con la muerte del emir de al-Qaeda Ayman al-Zawahiri prácticamente en los brazos dolientes de los talibanes, nada de lo poco que habían logrado en este año ha quedado en pie. Y las acusaciones acerca de que Afganistán es un país terrorista, o por lo menos refugio de terroristas, son ahora irrebatibles. (Ver: Ayman al Zawahiri, otra muerte oportuna).

Más allá de los títulos y las acusaciones, lo único absolutamente cierto es que nadie se está ocupando de las vidas de 37 millones de personas, de ellas el 45 por ciento menores de 14 años, cuyo destino sigue siendo absolutamente incierto.

El gobierno del mullah Haibatullah Akhundzada, el líder supremo del Estado Islámico de Afganistán, parece estar confirmando todas las presunciones que se tenían sobre el país centroasiático de caer nuevamente en manos de los talibanes.

Más allá del sismo del pasado junio que habría dejado solo 1.000 muertos, aunque se cree que los mullahs estarían escondiendo la cifra real para disimular su ineptitud a la hora de manejar crisis a le que siguieron una epidemia de cólera, la pandemia del Covid de la que todavía siguen las secuelas, el conflicto ucraniano y la crisis económica que desde la retirada soviética en 1991 no ha dejado de incrementarse, han dejado al país en la lista de los estados fallidos.

Aunque del amplio muestrario de calamidades afganas, la violencia armada sigue siendo el gran obstáculo para que el país centroasiático comience a ajustar cuentas con su propia historia y ponerse en marcha hacia puertos más amigables.

La endémica crisis económica de Afganistán, por la que poco y nada hizo Washington en sus 20 años de ocupación, comenzó a profundizarse al ritmo que se producían nuevas y constantes sanciones internacionales, por lo que se cortaron las pocas exportaciones del país mientras las ayudas de organizaciones mundiales también disminuyeron sus aportes de manera casi total. Mientras, los mullahs sancionaron las pocas empresas extranjeras que pudieron soportar el “cambio” de gobierno, suspendiendo permisos, confiscando maquinaria y equipamientos, por lo que se produjo una ola de despidos y huidas del país de dichas empresas. Mientras tanto, cerca de 650.000 afganos que habían logrado escapar a lo largo del 2021 ya fueron deportados por los países vecinos que les habían dado acogida.

Así, la pequeña clase media y media alta, crecidas al calor del colaboracionismo y la corrupción durante el interregno norteamericano, ha comenzado a desaparecer sumida en el quiebre económico o con los que han conseguido escapar llevándose todo lo que tenían.

Las denuncias son cada vez más graves acerca de los abusos que en nombre del Corán se están cometiendo: desplazamientos forzados, persecución y muerte contra la minoría hazara. La ejecución de 600 prisioneros, los crímenes de lesa humanidad en la sempiterna rebelde provincia de Panjshir y la represión cada vez más desembozada a las mujeres.

La educación secundaria para las jóvenes ha estado clausurada durante casi todo este último año. Nuevamente el uso de hiyab o burka es obligatorio y todas las empleadas del Ministerio de Finanzas, por ejemplo, han sidodespedidas en favor de sus parientes varones. Mientras, los hombres han debido volver a las barbas y a vestir el clásico shalwar kameez, un juego de camisa larga y pantalón amplio.

Este cambio de vida hace que muchos ciudadanos afganos, mientras los militantes hablan del 15 de agosto como el día de la victoria, se refieran esa misma fecha como suqut, colapso, en el dialecto dari.

El mando talibán está volviendo a cometer los mismos errores que cometió en su anterior Gobierno entre 1996-2001, como aplicar la sharia (ley islámica) en su versión más agobiante y centrar la administración del Gobierno y todos los cargos importantes y medios en miembros de la etnia pashtún, la mayoritaria del país con cerca de un cuarenta por ciento de la población, en detrimento de una docena de otras etnias que habitan el país y son dejadas de lado.

Así, más allá de los intereses geoestratégicos y sus ricos yacimientos de gas y petróleo, que siempre han despertado el interés de las grandes potencias, Afganistán sigue siendo un Estado paria, por lo que ni Rusia, ni China han querido avanzar demasiado en las relaciones de “buena vecindad”, mientras Pakistán, tras el golpe contra el Primer Ministro Irman Khan en abril último, ha vuelto a su tradicional política ambivalente que pasa desde comprarle carbón a muy bajos precios y con frecuencia choca a lo largo de la frontera.

El pasado día 8 de agosto funcionarios talibanes en la provincia de Kunar, en el este de del país, denunciaron que a lo largo de la Línea Durand –el trazo colonial que separa Pakistán de Afganistán- se produjeron varios incidentes entre ambos ejércitos, aunque no se denunciaron bajas en ninguna de las fuerzas. Según la versión afgana, el incidente se inició cuando el ejército paquistaní intentó levantar un puesto fronterizo y una alambrada en la región de Bain-e-Shahi del distrito de Dangam en esa provincia.

También el día 8 tres militares pakistaníes murieron al pisar su vehículo una mina terrestre en un sector de Patasi Ada, Waziristán del Norte (Pakistán), aunque en este caso la responsabilidad habría sido del Tehrik-e Taliban Pakistan (TTP), el movimiento local aliado históricamente a los talibanes afganos, en venganza por la muerte de su líder Abdul Wali Mohmand, alias Omar Khalid Khorasani, junto a otros dos milicianos de alto rango. Omar habría sido localizado y asesinado en la provincia afgana de Paktika, lo que sin duda significa un nuevo dolor de cabeza para Kabul, ya que con esta muerte y la de al-Zawahiri se confirma el secreto a gritos de que los mullah, faltando a los acuerdos de Doha (Catar), dan cobijo a organizaciones terroristas. Sin duda estas muertes dan por terminado el alto el fuego, que ya lleva dos meses, entre Islamabad y el TTP. (Ver: Al-Qaeda más allá de la muerte del emir)

Desde la llegada de los talibanes al poder, el choque fronterizo en Bain-e-Shahi con fuerzas pakistaníes no fue el primero. En febrero pasado en un sector de la provincia de Kandahar (Afganistán) se había producido un hecho similar donde habían quedado dos milicianos muertos y 13 heridos de ambos lados.

A finales de julio último también los talibanes chocaron con fuerzas iraníes en un punto determinado entre la provincia de Nimroz (Afganistán) e Hirmand (Irán), donde los muyahidines afganos habrían perdido un hombre. Este último incidente tampoco ha sido el primero con Teherán.

El pasado mayo, también en la frontera con Tajikistan, un confuso hecho en el que algunas fuentes responsabilizan a fuerzas de los talibanes y otras a milicias antigubernamentales tayikas, mantuvieron un enfrentamiento de cuatro horas con guardias fronterizos tayikos en el área fronteriza de Panji Poyon (Tayikistán) Sherkhan Bandar (Afganistán) en el que se habrían producido ocho muertos.

La guerra interior

Mientras el frente exterior de Afganistán parece cada vez más crítico, la guerra interior contra el Dáesh Khorasan, contra el que los talibanes combaten desde el 2015, no ha detenido sus operaciones. Desde mediados de agosto del 2021 hasta julio último, las bajas civiles superan las 2.200.

Ya a los pocos días de la toma de Kabul, el 26 de agosto, atacantes suicidas del Dáesh produjeron una matanza entre quienes esperaban su turno para abordar algún vuelo para escapar de los talibanes en el aeropuerto internacional Hamid Karzai que dejó al menos 169 civiles muertos, además de 13 militares estadounidenses a cargo de la seguridad interior del aeropuerto y unos 150 heridos. Desde entonces los ataques han sido frecuentes, teniendo como objetivo principal a la comunidad chií y entre ellos a la comunidad hazara, un subgrupo acusado de apóstata por el integrismo sunita.

El último de estos ataques se produjo el pasado sábado 6 en un distrito occidental de Kabul dejando nueve muertos y 120 heridos. Las víctimas eran miembros de la comunidad chií, quienes se habían reunido con autoridades policiales para organizar el Ashura, una ceremonia particularmente sensible para la colectividad chiita en que se recuerda el martirio del imán Hussein, nieto del profeta Mahoma, en la batalla de Kerbala (Irak) en el año 680. La peregrinación de los dolientes en un largo tránsito por las calles de la ciudad, donde los promesantes entonan cánticos fúnebres y se flagelan la espalda con cuchillos y cadenas. El día anterior otras ocho personas habían resultado muertas y otras 18 resultaron heridas tras la explosión de una mina magnética colocada bajo un minibús en el distrito de Chandawal en Kabul.

La sucesión de ataques había comenzado el miércoles 3 con, por lo menos, un intento de asalto a un complejo habitacional por parte de militantes del Dáesh que ingresaron al edificio del barrio de Karte Sakhi, donde abrieron fuego contra una patrulla del Gobierno que recorría la zona. El tiroteo se habría prolongado por unas siete horas y murieron cuatro militantes del Dáesh y uno fue capturado.

A pesar de la resonante victoria de los talibanes sobre los Estados Unidos tras una guerra de 20 años, la crisis provocada en Ucrania y ahora en Taiwán hacen sospechar que es Washington quien alienta la tensión en el país para tener una opción remota, pero opción al fin, de retorno.

Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.