En términos conceptuales, el revanchismo es la política desarrollada por un país derrotado en una guerra para tratar de recuperar a toda costa, las posiciones perdidas, incluso, sin detenerse en desencadenar una nueva guerra. Tal política está fuertemente ligada con prácticas chovinistas que sirven de preparación a la agresión, bajo el subterfugio de venganza o […]
En términos conceptuales, el revanchismo es la política desarrollada por un país derrotado en una guerra para tratar de recuperar a toda costa, las posiciones perdidas, incluso, sin detenerse en desencadenar una nueva guerra. Tal política está fuertemente ligada con prácticas chovinistas que sirven de preparación a la agresión, bajo el subterfugio de venganza o revancha. Si nos atenemos a la definición de Clausewitz de que «la guerra es la continuación de la política por otros medios», por tanto la guerra es un tipo de acción política, en aquellos casos cuando se hayan limitado las posibilidades de desarrollar el conflicto en términos bélicos, es probable que se exacerben acciones de carácter político que conduzcan a los mismos resultados.
El pensamiento revanchista asume un discurso patriótico nacionalista que se nutre de la suposición de que una situación creada por la finalización de una guerra en que no se han conseguido los objetivos propuestos, han conducido a una imposición injusta de medidas tomadas con el objetivo de que tal posibilidad no vuelva a surgir. Existen elementos de carácter geopolítico, económico y racial que impulsan este sentimiento, el cual se manifiesta como una posición inquebrantable en defensa de la búsqueda de crear condiciones para lograr en una nueva oportunidad los resultados no obtenidos.
El revanchismo está vinculado a discursos racistas de superioridad que pretenden mostrar como injustas las condiciones impuestas a un país derrotado. Generalmente, se produce una identificación de la nación con el Estado que asume la responsabilidad de reivindicar la superación de las frustraciones del pasado. Muchas de estas demandas deben ser cumplidas fuera del territorio del país que asume la revancha, lo cual la transforma en un peligroso problema de política internacional que se debe observar para evitar su desarrollo y propagación.
El fin de la guerra fría creó el «caldo de cultivo» para el resurgimiento de ideas revanchistas, particularmente en Alemania y Japón, dos de las potencias que desataron la última guerra mundial, produjeron horrendos crímenes de lesa humanidad, para finalmente ser derrotados por la alianza creada por las potencias occidentales y la Unión Soviética.
Sin embargo, el contexto internacional de la guerra fría y el mundo bipolar, hizo que Occidente «perdonara» a estos países, estimulando y financiando su reconstrucción a fin de evitar que los mismos cayeran bajo influencia soviética. La reconstrucción de la posguerra, a través del Plan Marshall, -ejecutado por Estados Unidos- y de grandes inversiones extranjeras, permitió que Alemania, -cuya población se caracteriza por una alta disciplina laboral y grandes niveles de eficiencia- se transformara en una potencia económica y tecnológica, que superó a sus vecinos europeos, lo que la convirtió en lo que hoy se denomina la «locomotora de la economía» del viejo continente. Lamentablemente los intereses capitalistas occidentales, no pusieron controles suficientes para evitar que la clase política dirigente, permeada de ideas reaccionarias, expansionistas y agresivas, retomara el manejo del Estado. Sencillamente, no se hizo, porque no convenía a los intereses estadounidenses en la guerra fría.
En este sentido, aunque los aliados occidentales llevaron adelante planes para impedir que ni Alemania ni Japón volvieran a ser una amenaza, los objetivos de posguerra encaminados a evitar lo que llamaron la «expansión soviética» pudieron más. Así, el Plan Marshall en lo económico y la creación de la OTAN en lo militar tuvieron su basamento en la naciente confrontación este-oeste que asumió a Alemania como su eje principal. De hecho, la entrada de la República Federal Alemana (RFA) a la OTAN en 1955, dio el impulso definitivo a la creación del Pacto de Varsovia, la alianza militar dirigida por la Unión Soviética para contrarrestar el poderío bélico occidental estructurado en la OTAN.
Esto fue aprovechado por la RFA que en la década de los años 50 del siglo pasado, comenzó su fortalecimiento militar dentro de la estructura de la alianza bélica occidental. Una manifestación evidente de ello, vino dada porque si bien es cierto que las sanciones de guerra impedían el rearme alemán, lo que hizo que su gasto militar fuera nulo hasta 1954, a partir del año siguiente fue aumentando hasta llegar en 1970 a 6.1 mil millones de dólares, superado solo por Estados Unidos, la Unión Soviética y China, pero, por encima de Francia con 5,9 mil millones y Gran Bretaña con 5,8 mil millones en el mismo año. Las preocupaciones de estos dos países que llevaron el peso fundamental de la guerra en Europa Occidental habían sido superadas por el pragmatismo estadounidense que estimulaba el rearme alemán en contra de la «amenaza soviética».
En el caso de Japón, después del lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, las tropas estadounidenses ocuparon el país, lo que lo obligó a abandonar la institucionalidad Meiji, es decir tuvo que renunciar a la divinidad del emperador y trasladar el gobierno al parlamento, que a su vez asumió la responsabilidad de elegir al primer ministro. En 1950, esta situación cambió, paradójicamente por causa de los altos gastos de defensa de Estados Unidos en la guerra de Corea, los cuales estimularon a las empresas niponas dedicadas a la exportación. Ese fue el pivote para lo que se dio en llamar el «milagro japonés». Otro tanto ocurrió con el desarrollo de la guerra en Vietnam, de la cual las empresas japonesas obtuvieran pingües ganancias satisfaciendo las necesidades bélicas estadounidenses.
El dominio estadounidense del mercado mundial en el período de la posguerra y el poderío económico que supuso ser la única potencia que no sufrió la devastación bélica en su territorio, le permitió modelar el mundo del futuro a partir de sus intereses. En este sentido, abandonó rápidamente la idea de ruralizar Alemania y desarmar los grandes grupos económicos japoneses como fue su intención primaria. Una Alemania sin potencial industrial y un Japón debilitado eran una tentación para la penetración de las ideas socialistas en territorios de influencia directa de la Unión Soviética. Sin embargo, esta visión no sólo tenía alcance político. Desde el punto de vista económico, era contraproducente sacar del juego a dos de los principales consumidores mundiales de productos estadounidenses. Estimular su economía y su recuperación era estimular su consumo. El Plan Marshall sirvió a ese objetivo, transformar a Alemania y Japón en las principales espadas de la expansión estadounidense en Europa y Asia.
La oportunidad no fue desperdiciada. Salvo la emergencia de China como primera potencia asiática, no ha habido diques de contención para la expansión japonesa. En Europa, Alemania actúa a sus anchas violentando incluso elementales principios del comportamiento internacional y de la práctica democrática. La vergonzosa humillación infligida a Grecia con argumentos respecto de la deuda que Alemania nunca cumplió con la suya, y los discursos imperiales de sus autoridades, dan cuenta de que Alemania está de vuelta, ocupando nuevos territorios, utilizando los instrumentos de la política y la economía para obtener lo que no pudo a través de su desarrollo bélico. Solo unas semanas después de las imposiciones financieras a Grecia, una empresa alemana se apoderó de los 14 aeropuertos más importantes del país heleno, como expresión clara del botín de guerra obtenido en ese país, sin necesidad de utilizar por ahora, su fuerza militar. Es el modelo oligárquico del que habla el ex presidente Carter como contraposición al modelo democrático.
Por su parte, Japón, cuyas acciones significaron bárbaras violaciones a los derechos humanos, que en algunos casos superaron a la de los propios nazis durante la segunda guerra mundial, no acepta ni siquiera reconocer que ello ocurrió, mucho menos pedir disculpas a las naciones agredidas. El pasado 14 de agosto al conmemorarse 70 años de la rendición japonesa en la guerra, el primer ministro Shinzo Abe rechazó disculparse por las atrocidades cometidas por sus fuerzas militares durante la ocupación de extensos territorios de los países asiáticos. No sólo eso, el máximo líder político nipón expresó que su país no debe permitir que sus futuras generaciones «estén predestinadas a disculparse», lo cual es clara expresión de su espíritu militarista y revanchista.
Hoy, ambos países pretenden entrar al Consejo de Seguridad de la ONU como miembros permanentes, lo cual entrañaría un verdadero peligro para la humanidad. En los años precedentes, han comenzado un intenso lobby para lograrlo. Las fuerzas progresistas y amantes de la paz deben estar alerta e impedirlo. América Latina y el Caribe declarada zona de paz en la II Cumbre de la Celac, realizada en La Habana en enero de 2014 y territorio libre de armas nucleares de acuerdo al Tratado de Tlatelolco suscrito en México en abril de 1969 se debería oponer férreamente a esta posibilidad. Brasil, que aspira entrar a esa instancia, debería desprenderse de una candidatura conjunta y hacer esfuerzos apoyado en su liderazgo indiscutido en la región.