Durante medio siglo la opinión pública mundial y los historiadores han acusado al pueblo alemán de haber aceptado sin protestas la dictadura de Hitler. Es cierto que el megalómano dirigente terminó con el desempleo, desarrolló la industria y elevó el nivel de vida de las masas, pero también es cierto que exterminó a seis millones […]
Durante medio siglo la opinión pública mundial y los historiadores han acusado al pueblo alemán de haber aceptado sin protestas la dictadura de Hitler. Es cierto que el megalómano dirigente terminó con el desempleo, desarrolló la industria y elevó el nivel de vida de las masas, pero también es cierto que exterminó a seis millones de judíos, desató una guerra que costó 50 millones de muertos y exterminó la vida cultural provocando el exilio de Thomas Mann, Freud y Bertolt Brecht, entre otros muchos.
Como un hito resplandeciente en esa marea de aquiescencias se alza la conspiración del 20 de julio que ayer se conmemoró en Alemania, al cumplirse su sesenta aniversario, con gran resonancia publicista. Durante mucho tiempo aquellos conspiradores fueron considerados traidores a la patria, pero ahora se les ha elevado a la categoría de héroes nacionales. En los años cincuenta Konrad Adenauer, el archirreaccionario canciller alemán de la posguerra, se negó a nombrar en un cargo diplomático a Erich Kordt, porque había tomado parte activa en aquél complot y era un «renegado que conspiró contra su jefe». En esos tiempos los habitantes de una ciudad alemana votaron contra la proposición municipal de darle el nombre de Klaus Schenk von Stauffenberg a una escuela. Sin embargo, sesenta años después hay unas 300 calles en Alemania que llevan el nombre del rebelde.
Stauffenberg fue el oficial que plantó una bomba debajo de la mesa de conferencias de Hitler, el 20 de julio de 1944, en su cuartel de Rastenburg. Al estallar, cuatro de los participantes en la conferencia murieron y Hitler resultó herido pero no de gravedad y al sobrevivir al atentado ordenó una sangrienta represión. El lugar donde se efectuaron los juicios y las ejecuciones, el Bendlerblock, es ahora el Museo de la Resistencia. Una encuesta de Der Spiegel ha revelado que el 73% de los alemanes tienen ahora una buena imagen de aquellos complotados. Otra generación ha nacido.
La conspiración de Stauffenberg no fue la única que se desarrolló contra el nazismo. Dos hermanos, estudiantes de la Universidad de Munich, concibieron una célula de resistencia a la que llamaron la Rosa Blanca. Hans y Sophie Scholl iniciaron este movimiento que llegó a contar con numerosos estudiantes adherentes, hasta profesores y académicos, e incluso soldados. El famoso compositor de Carmina Burana, Kart Orff, fue miembro de esa organización pero logró escapar a la coerción. La organización alcanzó su ápice en 1942. Imprimieron y distribuyeron panfletos masivamente por medio del correo e incluso llegaron a colgar pendones con lemas antinazis en los edificios de la universidad. Los pasquines eran redactados por los profesores. Casi todos los miembros fueron arrestados, torturados y ejecutados por la Gestapo. Sophie fue decapitada. Hoy el espacio central de la Universidad de Munich se llama Plaza Scholl.
Helmuth Hübener encabezó otro grupo sedicioso integrado por fervientes religiosos de la secta mormona. Dietrich Bonhoeffer, doctor en Teología, encabezó un grupo de la resistencia que adoptó una forma religiosa bajo el nombre de Iglesia de la Confesión. Formaron una célula clandestina llamada U-7 que tenía como fin ayudar al escape de los judíos del suelo alemán. Bonhoeffer llegó a infiltrarse como agente de la Abwehr, el servicio de inteligencia del almirante Canaris y llegó hasta viajar al extranjero como espía. En realidad hizo contacto con las fuerzas aliadas para promover el asesinato de Hitler. Por efectos de la vasta represión desatada tras el 20 de julio Bonhoeffer fue descubierto y ejecutado.
En el momento del advenimiento al poder del nazismo casi nueve millones de judíos vivían en Europa de los cuales las dos terceras partes fueron eliminadas, pero muchas organizaciones clandestinas surgieron para facilitar su escape por vía de países neutrales como Suecia y Suiza.
Es cierto que las amplias mayorías alemanas fueron seducidas por el carisma hitleriano y siguieron al Fuhrer en todos sus excesos con un amplio panorama de asentimientos, pero no puede ocultarse que algunos en Alemania dijeron no, y en ellos se salvó el honor de la nación.