Tras la prolongada paralización del tráfico aéreo europeo provocada por la erupción de un volcán islandés y las correspondientes pérdidas, algunas compañías empezaron a reclamar ayudas económicas de los estados para superar el bache. Una vez más, escuchamos una sorprendente interpretación de la economía de mercado que consiste en decir que el Estado debe abstenerse de intervenir […]
Tras la prolongada paralización del tráfico aéreo europeo provocada por la erupción de un volcán islandés y las correspondientes pérdidas, algunas compañías empezaron a reclamar ayudas económicas de los estados para superar el bache. Una vez más, escuchamos una sorprendente interpretación de la economía de mercado que consiste en decir que el Estado debe abstenerse de intervenir en economía, y dejar que la empresa privada cubra toda la demanda y haga su legítimo negocio. Eso sí: cuando las cosas van mal y surge un imprevisto, el Estado debe intervenir para salvar la empresa.
Según la ortodoxia doctrinal, el mercado es un buen regulador porque premia al empresario eficaz y castiga con el fracaso al que no lo es. En caso de imprevistos, existen compañías de seguros que cubren las eventualidades, también según las reglas de mercado. Pero, a la hora de la verdad, esta ortodoxia se deja arrumbada en el desván y se acude sin complejos a papá Estado para que salve las compañías amenazadas de quiebra.
Para enjuiciar esa reclamación de ayudas, vale la pena examinar más de cerca algunos aspectos de la aviación comercial. Para empezar, las aeronaves consumen un carburante que está exento de impuestos. Cuando llenamos el depósito del coche con gasolina, pagamos 396 euros por mil litros de carburante (en Italia, se pagan 564; en Francia, 606, y en Alemania, 655). En España, los impuestos son casi la mitad del precio; en los otros países, más de la mitad. En cambio, el carburante de la aviación no paga ni cinco. En el Congreso de los Diputados ha habido dos
proposiciones de ley para eliminar la exención de impuestos del carburante de aviación (siguiendo los ejemplos de Noruega y Holanda), una presentada por ERC en septiembre de 2007 y otra presentada por IU-ICV, WWF España, Greenpeace, Ecologistas en Acción y Comisiones Obreras en julio de 2009. Ninguna de las dos prosperó y el gasóleo para la aviación sigue exento de toda carga impositiva. Y no sólo esto, sino que además la aviación queda fuera del Protocolo de Kyoto en materia de cuotas de emisiones de CO².
Pero el problema está sobre la mesa: en diciembre de 2007, se adoptó una propuesta de directiva europea en la materia. Propuesta decepcionante: se debatió si debían adoptarse gravámenes o derechos de emisión, y se
resolvió descartar los gravámenes. En principio, hay el compromiso de que a partir de 2012 los vuelos comerciales de la Unión Europea deberán regirse por los derechos de emisión establecidos por el Protocolo de Kyoto. Se ha calculado que, si se adopta este compromiso, las aerolíneas de la UE deberán desembolsar en conjunto unos 4.000 millones de euros anuales por estos derechos de emisión, lo cual repercutirá en aumentos de los precios de los vuelos que pagarán los usuarios.
Estos datos ponen en evidencia una paradoja: ¿por qué se dan beneficios fiscales a un lujo, el lujo de volar? Se trata de un lujo ambientalmente muy caro. La aviación es el modo de transporte más costoso en energía consumida por persona-kilómetro: en 2005, consumía el 12% de todo el petróleo usado en el transporte mundial, lo cual es una proporción enorme si se tiene en cuenta que el transporte incluye navegación, trenes y vehículos de motor. El bajo coste de los vuelos ha estimulado el uso trivializado y abusivo del avión. El viejo sueño de Ícaro se ha convertido en algo tan banal para la quinta parte privilegiada de la humanidad que cualquier recorte o encarecimiento se vivirá como una pérdida.
No obstante, no podemos ignorar que, de hecho, es un lujo. Además, al ser un modo de viajar con unos riesgos muy controlados, pero no por ello menos importantes, exige unas precauciones especialísimas. Por eso, ante
un accidente natural como el de los efectos de la erupción volcánica, no tiene sentido que el erario público salga a cubrir las pérdidas empresariales. Económicamente, los riesgos se cubren con pólizas de seguros. Lo normal es que las compañías tomen esos seguros y que los viajeros paguen el coste que les corresponda de las pólizas.
¿Acaso debemos aceptar que se encarezca viajar en avión? Pues sí, esto es exactamente lo que propongo. De hecho, significa proponer que se pague todo el coste real de viajar en avión: hay que incluir en el coste del vuelo la contaminación atmosférica, el calentamiento global y unos seguros que cubran un modo de viajar arriesgado. En realidad, si pagáramos todos los costes implicados en la aviación (incluyendo, por ejemplo, la construcción y mantenimiento de aeropuertos), la factura seguramente aún sería superior. Y es que sólo si nos acostumbramos a
pagar todos los costes de nuestras actividades correspondientes al deterioro del medio natural, aprenderemos a respetarlo y a administrar sabiamente los recursos naturales que hoy estamos dilapidando.
Viajaremos menos en avión, pero no creo que esto empobrezca nuestras vidas. El gravísimo problema que tendremos es que nos hemos acostumbrado a estas comodidades y nos costará prescindir de ellas.
En menos de 20 años, entre 1990 y 2007, la cantidad de vuelos en el mundo se duplicó. No podemos seguir así. La Tierra nos pone límites: escuchémosla. Y, en todo caso, no hagamos la tontería de subsidiar lujos: reservemos los recursos del Estado –que son los de todos– para cubrir necesidades básicas no satisfechas.
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/2017/aviacion-y-volcanes/