La respuesta solo puede ser afirmativa, pero no debería exagerarse. La guerra contra el terrorismo debilitó el papel de EEUU en el mundo, al tiempo que el resurgir de China, pasando de la sexta posición en el ranking económico mundial (2001) a la segunda (desde 2010), siguió ganando enteros. En 2001, el PIB de EEUU […]
La respuesta solo puede ser afirmativa, pero no debería exagerarse. La guerra contra el terrorismo debilitó el papel de EEUU en el mundo, al tiempo que el resurgir de China, pasando de la sexta posición en el ranking económico mundial (2001) a la segunda (desde 2010), siguió ganando enteros. En 2001, el PIB de EEUU fue de 10,14 billones de dólares y en 2010 ascendió a 14,51 billones, en contraste con los 1,18 billones y los 5,88 billones de dólares de China en ambos años.
Washington sigue inmerso en las costosas guerras de Afganistán (desde octubre de 2001) e Irak (desde marzo de 2003), ambas desatadas en el marco de la guerra global contra el terrorismo anunciada por el ex presidente Bush al momento siguiente del 11-S. Dichas guerras, no obstante, con victorias en entredicho, habrían permitido a EEUU satisfacer también objetivos estratégicos importantes (la guerra de Irak no tuvo nada que ver con el 11-S por más que ese fuera uno de los principales argumentos oficiales para lograr la aceptación de la población estadounidense), reafirmando su hegemonía global, que sigue siendo indiscutible en el plano militar, si bien ha minguado en el orden económico. El enorme gasto en defensa (según el SIPRI el de EEUU en 2009 fue seis veces el de China) ha contribuido a agrandar el déficit presupuestario y la deuda nacional, y no ha logrado mitigar nuevos desafíos como el propio resurgimiento de Irán como actor regional de gran calado.
En el plano político-ideológico, los desmanes que han acompañado la cruzada contra el terrorismo, con su secuela de gravísimas violaciones de los derechos humanos, no acaban de disiparse, incluso tras el relevo demócrata en la Casa Blanca. El Presidente Obama, con un lenguaje bien diferente al de su antecesor, ha desencantado a muchos por su inconsecuencia en hechos como el cierre de la prisión de Guantánamo, pero ello no ha derivado en un mayor atractivo de China, por más que afirme impulsar un nuevo orden político y económico internacional de perfil incierto y en cualquier caso no antagónico con las tendencias globalizadoras promovidas por Washington.
En China, lo ocurrido en EEUU sirvió para llamar la atención internacional sobre la gravedad del desafío que encara en Xinjiang, región autónoma donde la nacionalidad uigur ha multiplicado de forma sostenida sus violentas acciones para contestar la política de Pekín, que relaciona el secesionismo uigur con la red al-Qaeda. Pero se diría que no ha encontrado especial complacencia, aumentando las críticas a su política en materia de derechos humanos, alertando sobre la extensión del calificativo «terrorista» a simples manifestaciones de disidencia.
En un contexto más general, el 11-S aceleró el proceso en virtud del cual se abre paso un escenario de coexistencia global de diferentes centros de poder económico. Esa evolución era previsible de igual forma, si bien podría darse a un ritmo diferente. Por otra parte, probablemente la crisis financiera iniciada en 2008 asegure un protagonismo de mayor alcance al deducible del 11-S. Las inversiones directas chinas en el exterior ascendieron en 2010 a 68.810 millones de dólares, superando por primera vez a Japón y Reino Unido.
Diez años después, China presenta un perfil más incisivo en su política exterior y, muy especialmente, multiplicó su presencia e influencia en el sudeste asiático y en el entorno regional inmediato, eclipsando tanto la presencia de Japón como de EEUU, ambos en una retirada difícilmente evitable pese a las promesas de H. Clinton de «volver» a la región sirviéndose para ello de las tensiones en el mar de China meridional. En este sentido, puede decirse que China aprovechó el desvío de atención de Washington, pero también debió ajustar su política en relación con áreas claves (como Asia Central) donde EEUU, en virtud de la guerra contra el terrorismo, accedió a una presencia de gran valor estratégico y que facilitaba el cerco a China. Es el caso de Asia Central, región clave no solo por la energía sino también por el comercio o la seguridad, ansiando China diversificar los riesgos con corredores que le unan con Europa, su principal socio comercial.
El poder blando de China y sus capacidades militares y estratégicas también han progresado tras el 11-S, pero no hasta el punto de suponer un reto inminente para EEUU, especialmente en lo segundo, si bien este sigue muy de cerca su evolución. En cualquier caso, haría mal Pekín en sobreestimar el debilitamiento de Occidente. Es de suponer que esa será una de las principales conclusiones del actuar de su diplomacia en Libia.
La guerra contra el terrorismo brindó a Washington un argumento de difícil contestación y gran utilidad para contener a China, principal preocupación estratégica de la Administración estadounidense entonces y ahora. Pero los hechos han venido a demostrar que las enormes capacidades potenciales de China son muy difíciles de contener operando en el exterior sobre aquellos fenómenos o espacios que podrían dificultar su proceso. A la postre, su capacidad de resistencia es equivalente o superior, dadas sus dimensiones territoriales o demográficas y la intensidad y pluralidad de sus relaciones exteriores.
Es sabido que la única forma verdaderamente eficaz de impedir la consolidación de China como superpotencia del siglo XXI consiste en quebrar su proceso interno, incidiendo en su desmembración territorial o en su soberanía o estabilidad política (en un país cuyo PIB per cápita ocupa la posición 105 a nivel mundial y el 92 en desarrollo humano), ambos aspectos, pese a todo, de difícil ejecución, al menos por el momento.
Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China
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