Al fin se produjo el matrimonio del heredero del trono británico y su compañera de adulterio Camila Parker Bowles. Fue una ceremonia deslucida, con poca alegría popular y mal disimulada desaprobación oficial. El desfile de parásitos aristocráticos, vividores de las rentas del estado y ávidas sanguijuelas de privilegios fue patético. A los británicos se les […]
Al fin se produjo el matrimonio del heredero del trono británico y su compañera de adulterio Camila Parker Bowles. Fue una ceremonia deslucida, con poca alegría popular y mal disimulada desaprobación oficial. El desfile de parásitos aristocráticos, vividores de las rentas del estado y ávidas sanguijuelas de privilegios fue patético. A los británicos se les atraganta esta señora desmañada y tosca porque la comparan con la gracia elegante de la princesa Diana. En el leído e influyente tabloide «Daily Mirror» se reclamó el pasado domingo la renuncia de Carlos a sus derechos dinásticos. Una vez más la monarquía británica se encuentra al borde de una crisis de legitimidad.
La clase media alienta la ficción monárquica porque le permite un plano de ensoñación con el mundo encumbrado de palacios y recepciones, espectaculares fines de semana en los paraderos de moda, regatas en yates y competencias hípicas, bodas de gran boato, o sea, el orbe de la frivolidad fastuosa, el regodeo frívolo del jet-set, la brillante pompa de los encumbrados la cual la clase media no cesa de anhelar.
Según algunos teóricos el régimen monárquico garantiza el equilibrio, la estabilidad y el contrapeso de una nación. En el caso inglés la reina es la Jefa del Estado y tiene funciones meramente representativas y ceremoniales con un costo oneroso para el contribuyente al fisco. Pese a ello la plebe corre a verla desfilar en su carroza, por el mismo fenómeno que provoca que se le pidan autógrafos al cantante de turno o se coleccionen fotos de artistas de cine.
Gran Bretaña es una monarquía constitucional y el papel del monarca lo limita a ejercer un moderado arbitraje pero en ningún caso puede ejercer facultades ejecutivas, ni siquiera de asesoramiento. Al 71% de los británicos no les interesa la casa real de Windsor ni la institución real. El gobierno le entrega cada año trece millones de dólares a la Reina para sus gastos personales y gasta 24 millones de dólares más en el mantenimiento de los cinco palacios reales y los 1,300 criados que sirven a Su Majestad. Todo ello lo sostienen los trabajadores ingleses con los onerosos impuestos que están obligados a pagar.
El origen de la monarquía se debe a la fuerza bruta. Los más aptos para la guerra, los fieros y crueles, encabezaron la tribu en los tiempos en que el hombre era el lobo del hombre. El proceso que permitió que la República Romana, el período de los Escipiones y de los Gracos, diera paso a los Césares, se debe a la extensión de un imperio que necesitaba concentración de poder. De ahí a la absorción de las normas de la autocracia oriental, el derecho divino de los reyes, el despotismo ilustrado y la monarquía parlamentaria ocurrió un largo proceso.
En su momento la monarquía fue un paso progresista al centralizar las ciudades medievales y debilitar el yugo servil que imponía el señor feudal. Pero el principio básico no se alteró: el legado hereditario hacía depender de la suerte si se tenía un buen gobernante o no. Existieron Luis XIV, Catalina la Grande y Federico de Prusia, pero también hubo idiotas tarados, lerdos, cretinos, analfabetos y zopencos a cargo de una nación por el mero hecho de haber nacido en determinada cuna. En Gran Bretaña recientes encuestas indican que la mayor parte de los británicos estiman que la monarquía no pasará de la segunda mitad del siglo XXI.
La monarquía británica ha sufrido serios resquebrajamientos en los últimos tiempos. Cuando Eduardo VIII abdicó, supuestamente por el amor de una horriblemente fea mujer y se convirtió en el Duque de Windsor, muchos afirmaron que en realidad la renuncia se debió a sus probadas simpatías hacia el nazismo y Adolfo Hitler. El Duque de York, que asumió el trono como Jorge VI, era tartamudo, tímido y apocado; no se consideraba con la energía y acometividad necesarias para asumir los escasos deberes de la Jefatura del Estado británico. Fue su mujer la que le insufló el impulso para subirse al trono.
Periódicos ingleses, como The Observer y The Spectator, se preguntan hasta cuándo va a durar esa institución caduca. Varias instituciones británicas se demandan ¿cuánto más se va a abusar de la paciencia de los contribuyentes al fisco?