«Con frecuencia la acción encubierta sustituye a la política», fue un aforismo acuñado por el ex director de la CIA Richard Helms. Su verdad se ve ejemplificada en la decisión del presidente Bush, tomada en julio, de ordenar en secreto a fuerzas especiales de su país realizar incursiones contra objetivos en tierra en Pakistán, sin […]
«Con frecuencia la acción encubierta sustituye a la política», fue un aforismo acuñado por el ex director de la CIA Richard Helms. Su verdad se ve ejemplificada en la decisión del presidente Bush, tomada en julio, de ordenar en secreto a fuerzas especiales de su país realizar incursiones contra objetivos en tierra en Pakistán, sin obtener aprobación del gobierno paquistaní.
La orden de Bush conlleva gran peligro para las fuerzas de Estados Unidos y de la OTAN en Afganistán. En un aspecto, significa que por fin Bush reconoce que el talibán y sus aliados de Al Qaeda no podrían seguir operando sin el apoyo paquistaní. No es sorprendente, pues fue la inteligencia militar de Pakistán la que los creó en gran parte.
Siempre fue absurdo que la Casa Blanca y el Pentágono elogiaran al ex líder paquistaní Pervez Musharraf como su mayor aliado contra el terrorismo, pese a las evidencias de que el ejército paquistaní mantuvo en acción al talibán de 2001 en adelante.
Conforme al aforismo de Helms, Bush no adoptó una nueva política, sino recurre a las operaciones encubiertas, cuyas desventajas políticas son obvias, y dudosos sus beneficios militares. Un buen ejemplo es la primera de estas operaciones. El 3 de septiembre pasado, dos docenas de elementos de fuerzas especiales de la Armada de Estados Unidos fueron llevados en helicóptero hacia el sur de Waziristán, en Pakistán, donde atacaron una instalación con apoyo de una lancha de combate AC-130. Cuando se retiraron, afirmaron haber dado muerte a muchos combatientes de Al Qaeda, pero un alto oficial paquistaní dijo más tarde que las verdaderas cifras de bajas eran cuatro «soldados de a pie» del talibán y de Al Qaeda y 16 civiles, entre ellos mujeres y niños.
Vaya forma de fomentar la democracia en Pakistán. Cuando éste salga de su preocupación por la festividad del ramadán, la acción de Estados Unidos sólo pondrá furiosos a los paquistaníes. Aislará al ejército de esa nación, que ha sido humillado y despreciado. Sólo tiene sentido en términos de la política estadunidense, donde se verá como un signo de que el gobierno hace algo en Afganistán. También desvía la atención respecto de preguntas incómodas sobre por qué el talibán sigue siendo tan potente siete años después de que supuestamente fue destruido, en 2001.
Atracción fatal
El uso de fuerzas encubiertas con medios limitados ha tenido siempre una atracción fatal para los líderes políticos. Funcionarios de la CIA se han acostumbrado a que les carguen problemas insolubles, con órdenes perentorias de «desháganse de Jomeini» o «eliminen a Saddam». Las conjuras con esos fines son tema común de mil películas de Hollywood, las cuales giran en torno al envío de fuerzas de elite a territorio enemigo, donde logrean despachar a algún demonio local.
En el mundo real, la guerra encubierta rara vez funciona. Es difícil obtener datos actualizados de inteligencia. Recuérdense, por ejemplo, las repetidas afirmaciones de la fuerza aérea estadunidense de que había dado muerte a Saddam Hussein durante la invasión de Irak encabezada por Estados Unidos en 2003. Se suponía que estaban basadas en información de último minuto, gran parte de la cual resultó espuria. Desde luego Saddam sobrevivió, no así los pobres civiles que tuvieron la mala suerte de vivir o trabajar cerca de donde se suponía que él estaba.
Los medios tienen un papel particularmente repugnante en todo esto. Las noticias relativas a intentos de asesinar a Saddam Hussein recibían máxima publicidad. Rara vez se mencionaba su total fracaso. Tradicionalmente, la primera reacción del Pentágono al asesinato de grandes números de civiles en Afganistán, Irán y ahora en Pakistán ha sido negar que haya ocurrido. La negativa se basa en un viejo principio de relaciones públicas: «primero uno dice que algo no es noticia y que no ocurrió. Cuando más tarde se prueba que sí ocurrió, uno bosteza y dice que ya es noticia vieja».
Por alguna razón, los israelíes tienen fama de ser buenos para las operaciones encubiertas. No es difícil en Gaza, donde el enemigo es tan débil y vulnerable. Pero cuando estuve asignado a Jerusalén para The Independent, la inteligencia israelí cometió una serie de fiascos ridículos. Mi favorito fue cuando resultó que el principal agente del Mossad en Siria no existía, aunque quien lo manejaba desde Israel se embolsó alegremente varios millones de dólares que supuestamente el espía recibía por su traición. El contacto inventó los informes del agente, y uno de ellos, que afirmaba falsamente que Siria preparaba una ofensiva militar por sorpresa, logró incluso movilizar al ejército israelí.
Israel ofrece también un clásico ejemplo de una operación encubierta que produciría ganancias limitadas si daba resultado y sería un desastre diplomático si no. En septiembre de 1997, dos agentes del Mossad que portaban pasaportes canadienses falsificados trataron de asesinar en el centro de Ammán a Khaled Mashal, ciudadano jordano que era jefe de la representación política de Hamas en Jordania. El ingenioso método de asesinato era inyectarle un veneno de acción retardada en la oreja cuando entrara en su oficina. El presunto envenenador fue capturado luego de una persecución por la ciudad; otros cuatro agentes se refugiaron en la embajada de su país.
La misión recibió luz verde del primer ministro israelí de ese tiempo, Benjamin Netanyahu, quien sencillamente jamás consideró que pudiera fracasar. El rey Hussein se vio orillado a amenazar con invadir la embajada si Israel no entregaba un antídoto para el veneno. Tel Aviv tuvo que liberar de prisión al jeque Ahmad Yassin, dirigente de Hamas, y a otros prisioneros palestinos.
Las operaciones encubiertas sólo tienen éxito cuando cuentan con fuertes aliados locales que desean apoyo externo. Existen dos ejemplos recientes. En Afganistán, en 2001, las fuerzas especiales estadunidenses reforzaron a la Alianza del Norte y le dieron controladores aéreos capaces de dirigir ataques aéreos. Dos años después, las fuerzas desempeñaron un papel similar en el norte de Irak, cuando aportaron apoyo aéreo a tropas kurdas que atacaban al ejército de Saddam Hussein, el cual se batía en retirada.
Pero si las fuerzas encubiertas actúan sin apoyo, son muy vulnerables. ¿Qué les ocurrirá en Pakistán si entran en combate con fuerzas regulares del país? ¿Qué harán si caen en una emboscada de tribus locales aliadas al talibán? Por lo regular, las primeras en salir volando en tales circunstancias son las autoridades civiles locales y la población civil, así que el talibán tendrá aún más control del que gozaba antes.
El axioma de Helms es correcto.
El gobierno de Bush se metió en una situación imposible en Afganistán. «El ataque estadunidense en Irak -escribe el experto paquistaní Ahmed Rashid en su libro recién publicado Descent into Chaos (Descenso hacia el caos)- fue clave para convencer a Musharraf de que Estados Unidos no tenía en realidad la intención de estabilizar la región, y que para Pakistán era más seguro proteger su interés nacional dando refugio clandestino al talibán.»
La acción encubierta en Pakistán no es más que un intento de distraer la atención respecto de las consecuencias de esta fracasada política estadunidense.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya