El 14 de marzo pasado, monjes tibetanos y seguidores del Dalai Lama iniciaron un feroz pogromo en Lhasa, la capital del Tíbet, incendiando más de trescientos comercios, edificios (entre ellos siete escuelas y seis hospitales), el mercado Chomsigkang, la central eléctrica de la ciudad, las oficinas del Diario del Tíbet, y decenas de vehículos, saqueando […]
El 14 de marzo pasado, monjes tibetanos y seguidores del Dalai Lama iniciaron un feroz pogromo en Lhasa, la capital del Tíbet, incendiando más de trescientos comercios, edificios (entre ellos siete escuelas y seis hospitales), el mercado Chomsigkang, la central eléctrica de la ciudad, las oficinas del Diario del Tíbet, y decenas de vehículos, saqueando y destruyendo en una orgía racista dirigida contra chinos han, comerciantes musulmanes y chinos tibetanos que se oponían a la violencia de los seguidores del Dalai Lama. La provocación estaba perfectamente preparada, y sabemos ahora (gracias a investigaciones periodísticas) que el calendario y las acciones empezaron a organizarse hace casi un año en el «gobierno en el exilio» que dirige el Dalai Lama, con la ayuda del gobierno norteamericano. Una de las principales responsables del Departamento de Estado dirigido por Condolezza Rice (la subsecretaria de Estado para Asuntos Mundiales y Coordinadora Especial de Asuntos Tibetanos, Paula J. Dobriansky, una dura neocon del círculo de Bush y Cheney), participó activamente en la planificación y coordinación de la provocación y de las protestas, que después fueron supervisadas por los servicios secretos norteamericanos.
Las escenas de linchamientos, el incendio de un comercio donde cinco jóvenes trabajadoras murieron abrasadas y otros hechos semejantes dejaron un panorama desolador en la capital del Tíbet, y causaron diecinueve muertos (dieciocho civiles y un policía). James Miles, periodista de la revista británica The Economist, que se encontraba en Lhasa el 14 de marzo, informó que habían sido los seguidores del Dalai Lama quienes causaron la extrema violencia desatada y los autores del pillaje, pero sus palabras cayeron en saco roto. Pese a que se disponen de abundantes imágenes de monjes tibetanos destruyendo y arrasando edificios (que no se han mostrado en los grandes medios de comunicación occidentales) y que algunos de los provocadores detenidos posteriormente han confesado su participación, todo fue inútil: la provocación estaba lanzada, y la información fue tergiversada en la prensa internacional, en una campaña mundial que, con un cinismo aterrador, hizo responsable al gobierno chino de los desórdenes y los muertos causados por el pogromo protagonizado por los seguidores del Dalai Lama.
La campaña internacional que siguió, llena de flagrantes mentiras que se alimentaban unas a otras, ha utilizado las cifras del Dalai Lama (quien, en el colmo de la desfachatez y la contradicción ha hablado de 140 muertos, y, también, de «varios centenares») para alimentar una histérica campaña contra China. El 25 de marzo, el Dalai Lama ofreció una lista de nombres de cuarenta personas que, supuestamente, habían muerto a causa de la represión policial. En realidad, y como pudo comprobarse después, la mayoría de nombres respondían a personas inexistentes y, en algunos casos, las autoridades chinas demostraron que eran personas que seguían vivas en sus monasterios. Algunas mentiras de la prensa internacional fueran tan burdas que incluso llegaron a difundir ¡supuestas imágenes capturadas por satélites de los servicios secretos británicos que «demostraban» que el pogromo de Lhasa había sido causado por el ejército chino! Una de las fotografías difundidas masivamente por Internet, en la que se ve a soldados chinos, algunos con túnicas budistas en la mano, sigue utilizándose como «prueba» de que los disturbios fueron iniciados por el ejército chino que habría disfrazado a sus miembros. En realidad, la fotografía formaba parte del rodaje de una película y fue tomada en septiembre de 2001, como muestran los uniformes de los soldados, diferentes a los que hoy utiliza el ejército chino. Pero nada importaba. Escenas captadas en Nepal o la India fueron utilizadas para ilustrar la «represión china». Por supuesto, la gran mayoría de los medios de comunicación internacionales no han rectificado sus informaciones falsas, ni desmentido sus primeras noticias, ni pedido disculpas a sus lectores.
Con la mentira recorriendo el planeta, amplificada en televisiones y periódicos (diarios norteamericanos llegaron a hablar de miles de muertos), el siguiente acto fue la organización de protestas durante el recorrido de la antorcha olímpica, itinerario que también está lleno de mentiras. Primero, fue en Grecia; después, en Londres: cualquier leve protesta fue elevada a categoría de noticia internacional y repetida hasta la saciedad, de forma que la provocación de unos pocas personas servía para seguir alimentando la gran mentira de unas inexistentes «masivas protestas internacionales.
En París, la prensa conservadora internacional informó de un «despliegue sin precedentes» de la policía para «proteger» la antorcha. En realidad, apenas un grupo de personas, activistas antichinos y mercenarios de Reporters sans frontières, consiguieron desbaratar el recorrido, agrediendo incluso a una deportista china discapacitada, Jin Jing, que llevaba la antorcha mientras se desplazaba en su silla de ruedas. Por supuesto, esa agresión fue silenciada. En realidad, hubo una completa pasividad de las autoridades francesas y de la policía para que el paso de la antorcha fuese bloqueado: se trataba de seguir inflando el globo de la supuesta «movilización por el Tíbet.»
La manipulación y la mentira han sido una constante: valgan dos ejemplos de periódicos españoles. La Vanguardia, de Barcelona, se hacía eco el 28 de marzo de las mentiras de un diario de la secta Falun Gong, Epoch Times, sin avisar a sus lectores de la dudosa procedencia de la noticia. Entre otras lindezas, el diario de la secta acusa al gobierno chino de asesinar en secreto en hospitales a «decenas de miles de personas» para vender sus órganos, de querer arrasar Estados Unidos con bombas nucleares e, incluso, de preparar la invasión de Australia. Por su parte, El País, el 9 de abril, daba cuenta de los incidentes en San Francisco con la antorcha olímpica. Mintiendo sin rubor, el diario afirmaba que las protestas habían sido multitudinarias: hablaba de «miles de manifestantes» contra China y titulaba «¡Avergüénzate, China!«, cuando en realidad quienes protestaban eran unos pocos cientos de personas, y su número era ampliamente superado por otros de muy diferente signo: había diez veces más manifestantes apoyando a China. Nada de eso se vio reflejado en las informaciones. La actitud de la televisión y la prensa internacional fue similar: ese mismo día, un presentador de la CNN norteamericana, Jack Cafferty, se permitió insultar al pueblo chino e hizo comentarios racistas antichinos durante un programa de televisión que informaba del paso de la antorcha olímpica.
Porque la campaña internacional de mentiras contra China tiene precisos objetivos políticos: además de dañar el prestigio del país, de entorpecer el desarrollo de los Juegos Olímpicos, y, más allá, de reducir la influencia china en sus relaciones políticas y comerciales con otros países del mundo, es también la inquietante continuación de una política de acoso a Pekín, que no por sigilosa (hasta el momento) es menos evidente: Estados Unidos -a través de sus agencias y de su capacidad de presión diplomática, pero también a través de organizaciones interpuestas y ONGs mercenarias, cuyas iniciativas son amplificadas gracias al control de los mecanismos informativos de la gran prensa internacional- va a seguir jugando la carta tibetana en su calculada política de contención de China, pero también va a utilizar el estímulo a los grupos islamistas de Xinjiang, incluso el particularismo de algunos sectores de la Mongolia interior, y, por supuesto, las cartas de Taiwan y de la reactivación de la crisis nuclear en la península coreana. Es la culminación de una política estratégica que se va definiendo progresivamente. Debe recordarse que el actual gobierno Bush, inició su andadura con el incidente del avión espía EP-3E, de la Marina norteamericana, que espiaba las defensas chinas y que fue obligado a aterrizar el 1 de abril de 2001, en la isla de Hainan, por la aviación china.
De manera que esos «sentimientos humanitarios», esa defensa de los «derechos humanos» que se enarbola contra China es una pieza más de la farsa. No deja de ser revelador que mientras se lanza esa gigantesca campaña planetaria sobre el Tíbet, la gran prensa internacional no se conmueva ni realice campaña alguna denunciando el espantoso ghetto que Israel mantiene en Gaza, y que el propio representante de la ONU en la zona ha relacionado con los ghettos en que el nazismo encerró a centenares de miles de judíos en los años de la Europa hitleriana.
Con suprema hipocresía, llenándose la boca de la supuesta «invasión china del Tíbet», olvidando la invasión real de Iraq o Afganistán por los norteamericanos, y la ocupación de los territorios palestinos, los medios de comunicación internacionales, que repiten el discurso estratégico de Washington, no van a detenerse. Sin temor a la manipulación más escandalosa («el mundo libre no debe estrechar la mano de los asesinos», dijo un eurodiputado, en referencia a China, obviando que fueron los seguidores del Dalai Lama quienes protagonizaron el siniestro pogromo de Lhasa) quienes azuzan la campaña de mentiras preparada por los servicios de Paula J. Dobriansky en Washington, con la colaboración del «gobierno tibetano en el exilio», y de turbias organizaciones «defensoras de los derechos humanos», como Reporters sans frontières, financiadas por la CIA, van a seguir aprovechando los meses que faltan hasta el inicio de los Juegos Olímpicos de Pekín, aunque cada vez sea más evidente que no buscan la defensa de los derechos humanos, sino herir a China.