Suscrito el 5 de diciembre de 2007, por participantes en el Encuentro «La convivencialidad en la era de los sistemas», organizado en homenaje a Iván Illich en el quinto aniversario de su muerte. Es un manifiesto abierto a otras y otros que compartan estas ideas, actitudes y esperanzas y la decisión de impulsar los cambios y propuestas que en él se plantean.
Es tiempo de celebración. Ha llegado la hora del cambio y podemos celebrar juntos nuestro despertar y la capacidad que entre todos y todas podemos ejercer. Es tiempo de celebrar nuestra esperanza.
Celebramos el despertar. Uno tras otro, los sueños rotos se hicieron pesadilla. Los sueños de la industrialización y la urbanización, del crecimiento económico, el desarrollo y el progreso. Los sueños del American way of life y el capitalismo o el socialismo. Al despertar, el horror seguía ahí. Cada una de las calamidades naturales que nos abruman y van en aumento tiene la huella de alguna irresponsabilidad. Menos de cien personas poseen más riquezas materiales que todos los demás habitantes del mundo juntos. Y siguen medrando.
El despertar parte del reconocimiento lúcido, sin catastrofismos ni reducción a espectáculo, de que las instituciones dominantes están en crisis. – Los sistemas educativos expulsan más gente que la que capturan, generan adicción, dependencia y discriminación y mutilan o descalifican la producción autónoma de saber. No preparan para el trabajo ni para la vida. Los jóvenes «educados» por el sistema no encontrarán ya el empleo que soñaban: siete de cada 10 nunca podrán trabajar en aquello que estudiaron. Y la escuela, al desarraigarlos y absorber su tiempo y atención, impide que aprendan los saberes y destrezas que les darían capacidad de subsistencia autónoma. – Los sistemas de salud enferman y discriminan, castigan la libertad autónoma de sanar y fomentan adicciones y dependencias que no pueden satisfacer. – Los sistemas de comunicación aíslan, separan, manipulan y apuntalan mecanismos castrantes de control. – Los sistemas políticos son la negación de la democracia, envuelven en ilusiones la estructura de dominación y estimulan libertades esclavizantes, que producen prisioneros de la adicción o de la envidia, al tiempo que atan manos, pies y lenguas y tapan narices, oídos y ojos, para negar la violencia y el caos que así propician e impedir iniciativas.
El despertar permite también contar nuestras bendiciones. Todavía encontramos en las ciudades iniciativas que hilvanan un tejido de soporte mutuo. Pueblos completos viven arraigados en sus tradiciones milenarias, en los que el agua aún se considera sagrada y en los que todos tienen libre acceso a ella, bajo las normas propias de un ámbito de comunidad. En ellos encuentran inspiración quienes escaparon hacia el futuro, con la modernidad. Para reemplazar los espacios públicos modernos, impersonales y abstractos, crean ámbitos comunitarios que recogen y expresan el espíritu del lugar. En estas bolsas de resistencia la gente toma de nuevo en sus manos las decisiones que afecta su vida y recorre otra vez sus propios caminos.
Sabemos que éstas y muchas otras bendiciones podrían desaparecer. Pero es motivo de celebración constatar que el empeño por salvarlas se extiende entre los insumisos, los rebeldes, los descontentos o entre los llamados pobres, que forman la mayoría. Saben que la guerra incesante que se libra contra ellos puede privarlos de subsistencia autónoma y condenarlos a la miseria dependiente. Saben también que la ola devastadora del sistema codicioso arrasará con todo empeño aislado. Por eso, organizados para resistir, transforman ahora su resistencia en lucha de liberación. Afirmados en la dignidad de sus propios ámbitos, construyen cadenas de confianza y solidaridad y coaliciones con los múltiples «nosotros» de las bolsas de resistencia. Se forman así redes de protección, que reflejan la expansión de la dignidad de cada uno y de sus relaciones con los demás y con la naturaleza y se transforman paso a paso en el sostén del mundo que así re-inventan.
Las crisis tienen efectos dramáticos en la vida cotidiana, pero también representan el amanecer de una liberación revolucionaria, que propicia la emancipación de las instancias que mutilan las libertades. Revelan la naturaleza y debilidades del sistema dominante. El capital, por ejemplo, tiene más apetito que nunca, pero no estómago para digerir a cuantos quiere controlar.
La equidad y la libertad son enteramente ilusorias si la sociedad se organiza en torno a los automóviles y las escuelas y mantiene la esfera económica en expansión en el centro de la vida social. Para librarse de las contracciones periódicas, fruto de la voracidad y la incompetencia y de los daños causados por el crecimiento económico, ha llegado la hora de proponerse la reducción inducida de la economía registrada, achicando la esfera que crece como un cáncer y propiciando la extensión de la subsistencia autónoma. Al regresar la política y la ética al centro de la vida social, subordinando a ellas la actividad económica, se sustituye la obsesión por el crecimiento económico por la visión de una sociedad convivencial, que garantiza a cada quien libre acceso a las herramientas de la comunidad, que se emplean sin más restricción que la de no afectar la libertad de acceso de los demás.
Celebramos la madurez tecnológica a la que hemos llegado. Con base en los medios técnicos actualmente disponibles, todos los habitantes del mundo pueden crear una vida buena, en los términos que en cada lugar y cultura definen la buena vida. Cada persona podría tener acceso a comida, vestido y techo suficientes, si esos medios, al alcance de todos y todas, se emplean en forma económicamente factible, socialmente justa y ecológicamente sensata, más allá de las ideologías en bancarrota que dominaron el siglo XX y del sistema cuya agonía siembra aún inestabilidad y caos.
La expansión de la dignidad es un desafío radical a los sistemas existentes, puesto que la autonomía creadora socava desde su base las estructuras en que se ha basado la dominación. Las reacciones tienden a ser violentas y destructivas y la transformación misma impone sacrificios y esfuerzos. Sabemos, además, que renunciar a espejismos e ilusiones que ofrecen seguridad y comodidad y resistir la presión castrante del sistema no es fácil. Pero las dificultades que avizoramos no nos arredran. Despertar es también recuperar la condición humana y el arte de sufrir, disfrutar y morir que atesoramos, al transformar nuestro descontento en la afirmación del arte de vivir en dignidad.
Las crisis actuales son todas crisis de tamaño, porque las actividades económicas y políticas han rebasado la escala humana. Son producto de la arrogancia y atraen su castigo. Con plena conciencia de los límites naturales y sociales, a fin de lidiar con la escala oceánica de las grandes potencias nacionales y de los mercados comunes, puede montarse una red de diques vernáculos interconectados, dentro de los cuales operen formas de intercambio local muy autosuficientes. En ellos no podrán presentarse las oleadas devastadoras que caracterizan las operaciones actuales.
Esos diques comienzan a reflejar la medida en que se recupera el sentido de la proporción, el sentido que se tiene en comunidad, el que hace posible la autonomía creadora y la libertad y puede dar a la democracia sentido de realidad. La democracia no puede estar sino en el lugar en que la gente está. La viven y expresan hombres y mujeres ordinarios que definen libremente, en sus asambleas autónomas, los asuntos que les conciernen.
Nombrar lo intolerable, en un mundo que empieza a mostrarse desesperado, es en sí mismo la esperanza. Si algo se considera intolerable ha de hacerse algo. Por eso la esperanza es la esencia de los movimientos populares. Al redescubrirla como fuerza social se abre la posibilidad del cambio.
La esperanza no ha de ser vista como la convicción de que ocurrirá lo que se concibe -a la manera de las predicciones convencionales que generan expectativas ilusorias. Es la convicción de que algo tiene sentido, independientemente de lo que ocurra. Por eso la pura esperanza reside en primer término, en forma misteriosa, en la capacidad de nombrar lo intolerable, una capacidad que viene de lejos y hace inevitables la política y el coraje que protegen nuestras bendiciones y las cultivan y hacen florecer. En vez de mantenerse a la expectativa o depositar la esperanza en espejismos, estamos en movimiento, desenchufándonos paulatinamente de cada uno de los sistemas esclavizantes que nos mutilan para construir en libertad un mundo nuevo, en que quepan los muchos mundos que somos.
No aceptamos a ser reducidos a átomos de categorías abstractas, meras partículas homogeneizadas que bailan al son de los sistemas a los que se quiere integrar a los individuos posesivos en que el capital trata de convertir a todos y todas. En nuestras bolsas de resistencia nos afirmamos en la amistad, como la argamasa que constituye nuevos ámbitos de comunidad. En ellos es posible tomar distancia de los instrumentos materiales y sociales que esclavizan para organizar alegremente, más allá de toda ingeniería social y de todo empeño planificador capitalista o socialista, la sociedad que imaginamos.
Ha llegado la hora de celebrar la capacidad de dar a nuestra realidad de hoy la forma del mañana, bien anclada en un pasado que sigue siendo fuente de inspiración.