La celebración en Pekín, el 1 de octubre pasado, del sexagésimo aniversario de la fundación de la República Popular China se convirtió en un impresionante y llamativo espectáculo que ha puesto de manifiesto, por si quedaban dudas, el potencial del país más poblado del mundo, y, sobre todo, que gracias al triunfo de la revolución […]
La celebración en Pekín, el 1 de octubre pasado, del sexagésimo aniversario de la fundación de la República Popular China se convirtió en un impresionante y llamativo espectáculo que ha puesto de manifiesto, por si quedaban dudas, el potencial del país más poblado del mundo, y, sobre todo, que gracias al triunfo de la revolución comunista y al desarrollo alcanzado China ha dejado de ser uno de los países más atrasados del mundo (como lo era antes de la revolución) para convertirse en una superpotencia a quien nadie puede aislar en el siglo XXI.
Sesenta años son casi una vida para un ser humano, pero apenas un suspiro en la historia, y, pese a los errores cometidos en el trayecto, la revolución dirigida por Mao Tse Tung hizo que el país dejase de ser una marioneta y una colonia en manos de los países capitalistas desarrollados e iniciase la larga marcha hacia el socialismo y el desarrollo. Si tenemos en cuenta que, hasta inicios del siglo XIX, China fue siempre el país con mayor producción del planeta, parecería que, ahora, dos siglos después, empieza a recuperar su condición y el mundo vuelve a la normalidad histórica, si es que podemos hablar en esos términos.
Al socialismo de la primera hora, fuertemente igualitario, lleno de carencias y dificultades pero también de entusiasmo, que puso a China en pie, ha seguido en los últimos treinta años la senda de un desarrollo peculiar, a veces sorprendente, que ha llevado al fortalecimiento del país y que ha hecho posible que China, pese a la reducción de las exportaciones debido a la crisis económica capitalista, esté gobernando con éxito la difícil situación mundial. Pekín mantiene el control público sobre los principales sectores económicos del país y sobre las grandes empresas, y ha conseguido, además, educar a millones de jóvenes con alta cualificación que cada año se incorporan al empeño por continuar el desarrollo del país. El gobierno es consciente de que debe hacer realidad la universalización de la educación, la modernización de un sistema de salud, la ampliación de los derechos ciudadanos con la elección libre de organismos, al tiempo que insiste en la lucha contra la corrupción (que es una de sus prioridades), porque si en el capitalismo la corrupción es la columna vertebral de la actividad económica, no debe ser, no es así en el socialismo. También, el ejecutivo dirigido por Hu Jintao y Wen Jiabao conoce las dificultades y los desequilibrios que tiene el país, entre el oriente desarrollado y el occidente más rural, y sabe que debe atender al gigantesco trasvase de población que, en los próximos años, se trasladará del campo a las ciudades, con las necesidades de viviendas, hospitales y escuelas que comportará.
El acelerado desarrollo chino, original y sorprendente, a veces con evidentes contradicciones que trata de superar, plantea un dilema al pensamiento liberal occidental: si, como han repetido hasta la saciedad, el socialismo es fracaso económico, y el capitalismo, desarrollo, ¿cómo explicar el imparable crecimiento chino? La respuesta es servida con prontitud por los laboratorios ideológicos de Occidente: porque China se ha convertido en capitalista. Sin embargo, como suele suceder en la vida, la respuesta es mucho más compleja: hace treinta años, China corría el riesgo de continuar siendo un país socialista pero pobre, con la amenaza, si perdía el tren del desarrollo, de volver a caer en manos de los mecanismos de explotación y expolio del capitalismo occidental: asegurar el desarrollo económico del país era un objetivo irrenunciable porque de lo contrario la misma existencia de una China unida hubiera estado en peligro, y el acceso al desarrollo, la capacidad para captar capital, tecnología y aprender los mecanismos de mercadotecnia sólo podían venir de la apertura al exterior (¿de qué otra forma hubiera podido captar tecnología y capitales en la primera hora?), apertura que culminó con la entrada a la OMC en 2001. No parece que, pese a las contradicciones, China haya salido malparada del proceso: al contrario, apenas hace ocho años, Estados Unidos y Europa creían que la forzosa apertura del mercado chino supondría un negocio colosal para ellos. Hoy vemos que, en ese terreno, China ha ganado la partida: mientras Estados Unidos continúa su loca carrera aumentando su deuda, China acumula reservas. Con problemas, como el propio gobierno reconoce: desde los nuevos problemas ecológicos hasta la gestión de una economía compleja que genera desajustes y fenómenos de desigualdad, pasando por la renovación de un entramado productivo que, si bien ha hecho de China la fábrica del mundo, debe preparar ya una nueva economía del conocimiento, más científica y eficaz, y menos derrochadora de los recursos naturales.
Mientras el mundo asiste al constante fortalecimiento chino, la prensa occidental (a caballo entre el desconocimiento, la ignorancia y el temor, y la burda propaganda política del capitalismo occidental frente al socialismo chino) pone el acento en el Tíbet o en Xinjiang, con un celo que responde con precisión a los propósitos de la política exterior norteamericana, o traza un retrato grotesco de la realidad del país que nada tiene que ver con la laboriosa, pujante y bulliciosa China de nuestros días.
China necesita un entorno estable, previsible, en un escenario internacional que opte por la colaboración para resolver los grandes problemas planetarios, desde el hambre hasta el subdesarrollo y el cambio climático, y su gobierno insiste en una política de colaboración internacional. Por eso, conflictos abiertos por Estados Unidos, como en Afganistán-Pakistán, Irak, o situaciones de crisis como la de la península coreana crean dificultades a Pekín, por no hablar de la aparición de focos de conflicto ocasionales (ligados a la estrategia norteamericana), sea en el Tíbet, en Xinjiang, que, aunque juegan con el particularismo religioso local no son más que peones en una estrategia global. También en la periferia china, en Birmania, por ejemplo, Estados Unidos opta por la desestabilización, utilizando todo tipo de pretextos, desde la defensa de los derechos humanos, hasta los derechos de las minorías o la defensa de la libertad. Porque, en Birmania, lo que preocupa a Washington no es que el país sea una dictadura, sino que escape a su control, y China no quiere que la voladura incontrolada de la actual situación degenerase en una crisis con millones de refugiados en sus fronteras del sur. La creación de focos de crisis en las fronteras chinas es uno de los elementos centrales en la estrategia norteamericana de acoso y contención de China. Lo último que interesa a Pekín es que su entorno se desestabilice, robando esfuerzo y energías al desarrollo del país. Al mismo tiempo, Washington, en un complicado equilibrio forzado por la situación, colabora con China en otros campos… y le pide que siga comprando sus bonos del Tesoro.
China sigue manteniendo el objetivo de consolidar el socialismo, con características propias, y está empeñada hoy en construir un «socialismo modestamente acomodado», como lo denominan en su peculiar lenguaje oriental, es consciente de sus debilidades y del largo camino que falta por recorrer para alcanzar un estadio de socialismo plenamente desarrollado, y, por eso, apuesta por una política de paz y colaboración en los escenarios internacionales, por lo que no deja de ser grotesco que Estados Unidos, y la prensa internacional, se hagan eco con frecuencia de la supuesta amenaza militar china, aplicada a un país que no ha invadido a nadie ni mantiene un solo soldado en el exterior, y mucho menos instalaciones militares, a diferencia de lo que hace Estados Unidos. Por eso, en relación con su arsenal nuclear, China, en esta celebración del sesenta aniversario de la revolución, ha reafirmado (al igual que Rusia) su decisión de no ser jamás «el primer país en utilizar armas nucleares». Estados Unidos se niega a contraer un compromiso semejante. Los peligros que asedian al planeta son muchos, pero Pekín sabe que sólo la colaboración internacional podrá combatirlos: por eso, frente a la tentación hegemónica y guerrera que Estados Unidos ha impulsado en el último medio siglo, China apuesta por el diálogo y por un nuevo mundo en paz.
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