Este 24 de abril conmemoramos el 100 aniversario del comienzo del genocidio armenio. Frente a la negación del Estado turco, los historiadores han llevado a cabo una batalla para hacer triunfar una verdad hoy indiscutible: la destrucción de los armenios de Anatolia fue concebida, planificada y ejecutada metódicamente. Este artículo intenta analizar las causas de […]
Este 24 de abril conmemoramos el 100 aniversario del comienzo del genocidio armenio. Frente a la negación del Estado turco, los historiadores han llevado a cabo una batalla para hacer triunfar una verdad hoy indiscutible: la destrucción de los armenios de Anatolia fue concebida, planificada y ejecutada metódicamente. Este artículo intenta analizar las causas de este genocidio y lo que está en juego actualmente en su reconocimiento.
El 22 de agosto de 1939, Hitler confiaba a los jefes de sus ejércitos que pretendía sembrar la muerte entre la población civil polaca, antes de añadir: «Después de todo, ¿quién habla hoy de la aniquilación de los armenios?».
En efecto, tras los procesos intentados por Estambul contra los principales responsables de las políticas de exterminio, bajo presión de las potencias victoriosas, entre 1919-1922, el genocidio armenio cayó rápidamente en el olvido. Desde la fundación de la Turquía kemalista en 1923, la versión oficial de Ankara no ha variado: los armenios cayeron víctimas de los rigores de la guerra, de epidemias fatales y de actos de violencia aislados. Por tanto, el Estado otomano no tuvo ninguna responsabilidad en esta hecatombe.
La mecánica del genocidio
El verano de 1914, antes incluso de la entrada en guerra de Turquía el 26 de septiembre, numerosos datos plantean que los armenios de Anatolia estaban ya amenazados de aniquilación por el gobierno joven turco del Comité Unión y Progreso (CUP), en el poder desde 1908. La movilización general marcó en efecto el comienzo de una vigilancia generalizada de esta minoría, sospechosa de simpatías por el Imperio de los zares, mientras sus aldeas fueron sometidas a una opresión cada vez más brutal: impuestos arbitrarios, confiscaciones, registros, incautación de armas, en particular las de las organizaciones revolucionarias. En las zonas fronterizas con Rusia, unidades especiales, compuestas de refugiados musulmanes de los Balcanes y de delincuentes habituales, puestas en pie por el CUP y sometidas a las órdenes del ejército, se lanzaron a una primera ola de masacres y de deportaciones selectivas de armenios, acusados de colaborar con el enemigo.
La derrota de Sarikamis (NE de Anatolia) contra los rusos (fines de 1914-comienzos de 1915) provocó una radicalización extrema de esas políticas, siendo considerados los armenios como un obstáculo mayor para la resistencia común de las poblaciones musulmanas de origen turco contra la expansión rusa. En este contexto, en marzo de 1915, el CUP tomó la decisión de organizar la deportación y la aniquilación de la totalidad de la población armenia de Anatolia. En realidad, los gobernadores locales recibieron del Ministerio del Interior una orden cifrada que ordenaba la deportación de los civiles, mientras la dirección del partido les comunicaba oralmente la consigna de ejecutar sumariamente a los hombres que no estuvieran alistados en el ejército. Por su parte, los soldados fueron desarmados y asesinados, igual que los hombres más jóvenes o de más edad enrolados en los batallones de trabajo (cavadores, portadores, etc).
Es imposible enumerar las víctimas, forzadas a excavar su propia tumba antes de ser abatidas en las inmediaciones de sus aldeas, o embarcadas en el Mar Negro para ser ahogadas en él. La deportación sistemática comenzó en cambio en mayo-junio de 1915, en las provincias orientales, seguida por la de las provincias centrales y occidentales. Centenares de miles de armenios, huidos de las masacres in situ, se vieron obligados así a una larga marcha hacia el sur: quienes no fueron asesinados por el camino por los gendarmes o poblaciones hostiles, animadas a robar su escasos bienes, o no murieron de agotamiento o de hambre, fueron reagrupados en campos de concentración en la región de Alepo, antes de ser empujados al desierto donde les esperaba una muerte segura. Teniendo en cuenta los supervivientes en el exilio, los conversos por la fuerza y los que se escaparon, la estimación del número total de muertos oscila entre 0,5 y 1,5 millones (0, 8 millones según el Ministro del Interior de la inmediata posguerra), de una población total de unos 2 millones de individuos.
La racionalidad del genocidio
Desde el punto de vista del Estado otomano, el genocidio armenio respondió a una tentativa desesperada de salvar una entidad política «turca», frente a los planes de partición del Imperio, que Rusia y las potencias occidentales contemplaban de forma cada vez más abierta. Tras las independencias nacionales griega (1830), búlgara, serbia, montenegrina, rumana (1878) y albanesa (1912), los territorios árabes amenazaban a su vez con escindirse, sin duda bajo la tutela colonial europea. Algunos años más tarde, inmediatamente después de la revolución de Octubre, las potencias victoriosas estudiarían repartirse territorios y zonas de influencia en la propia Anatolia, apoyando subsidiariamente una Armenia, incluso un Kurdistán, parcialmente independientes. En una hipótesis así, el Imperio podría verse reducido a un estado marginal turco, en el centro-norte de Anatolia.
Frente a este peligro, el CUP contempló la posibilidad de una expansión compensatoria hacia el Este, alimentada por un proyecto panturco o panislámico, en dirección al Caúcaso, Azerbaiyan, norte de Irak, noroeste de Irán, etc. Y con esta esperanza decidió entrar en guerra, en septiembre de 1914, al lado de Alemania y de Austria-Hungría. Este proyecto, sin embargo, quedaría rápidamente frustrado por las derrotas del ejército otomano frente a Rusia, desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial. Fue entonces cuando se desencadenó una batalla a muerte por el control de la Anatolia Oriental que el gobierno de Estambul llevó a cabo, en particular, deportando a la población armenia cristiana en beneficio de grandes propietarios y de colonos musulmanes. Desde la primavera de 1915, como hemos visto, esta política se generalizó a toda la Anatolia, dando lugar a un verdadero genocidio.
Las razones de una amnesia
En 1918, el Imperio había perdido el 85% de su población y el 75% de su territorio de 1878. El nuevo gobierno otomano, dominado ya por elementos hostiles al CUP, contaba, sin embargo, con evitar la partición de los territorios aún bajo su control, aceptando perseguir, juzgar y condenar a los responsables del genocidio armenio. En junio de 1919, tras la ocupación de Estambul por los ingleses, los franceses y los italianos, y luego la de Esmirna por los griegos, Mustafá Kemal reagrupó a las fuerzas nacionalistas en el centro de Anatolia, reuniendo a su alrededor a los militantes jóvenes turcos tras la disolución de su partido en 1918. Estableció, con ello, un segundo poder en Ankara sin por ello distanciarse inmediatamente de las acciones judiciales emprendidas por Estambul contra los dirigentes del CUP, responsables directos de las órdenes para el genocidio.
Así pues, durante un breve período, Estambul y Ankara aceptaron perseguir conjuntamente a los jefes unionistas y a los responsables gubernamentales, con tal de que solo las personas directamente implicadas en la planificación y la ejecución de las masacres fueran juzgadas, tuvieran que responder ante una jurisdicción nacional y de que la integridad territorial de Anatolia no fuera puesta en cuestión. Mustafá Kemal llegó entonces, incluso, a reconocer la cifra, presentada por Estambul, de 800 000 armenios muertos, atribuyendo sin embargo esta liquidación en masa a círculos gubernamentales muy restringidos.
En este contexto, la prioridad dada por las potencias europeas a los objetivos coloniales del Tratado de Sèvres (agosto de 1920), que preveía la partición del Imperio Otomano (incluyendo Anatolia), justificó a ojos de amplios sectores populares la fase ofensiva de la guerra de independencia turca, dirigida por Mustafá Kemal contra las fuerzas griegas desde comienzos del año 1921, con el apoyo de la joven Unión Soviética. Esto tanto más cuanto que los principales líderes europeos justificaron la partición de Anatolia por una voluntad de «castigar» a los turcos. Mientras tanto, la resistencia anatoliana también se radicalizaba políticamente, declarando abiertamente su adhesión a un proyecto republicano. Esto le llevó a promover por arriba, de forma acelerada, bajo el fuego del enemigo, las bases de un nacionalismo turco anatoliano, hasta entonces balbuciente, combinando pertenencias más amplias -islam, otomanismo, panturquismo- sobre un territorio arbitrariamente delimitado por las circunstancias, que se convertirá en Turquía.
Fue en estas condiciones particulares en las que el kemalismo abandonó muy rápidamente sus declaraciones iniciales a favor de un juicio de los responsables del genocidio o de los derechos de las minorías cristianas. Al contrario, la victoria final de sus tropas, en el otoño de 1922, abrió la vía a una actitud negacionista duradera del nuevo Estado en relación a la destrucción de los armenios de Anatolia. En efecto, la República se define desde entonces como un Estado homogéneo en los planos religioso, nacional y social. Es la expresión de una sola nación, en realidad mayoritaria (los kurdos son presentados como los «turcos de las montañas») «representada» por su partido único. Sus ciudadanos pertenecen únicamente a la religión musulmana, aunque las manifestaciones sociales de ésta son ya entonces estrictamente codificadas por el poder. En fin, sus ciudadanos no conocen ninguna división de clase, lo que permite a su nueva burguesía de Estado, apoyada por el ejército, prohibir la formación de sindicatos y de partidos obreros independientes.
Reconocer el genocidio armenio: algo actual
Como ha señalado el politólogo Benedict Anderson, las naciones son siempre «comunidades imaginadas«. La de los turcos anatolianos lo fue en tiempo de guerra, en el marco del hundimiento de un viejo imperio multinacional, bajo la amenaza de un proyecto de partición colonial particularmente cínico, pretendidamente justificado, al menos en parte, por la «reparación» del genocidio armenio. Desde los años 1990, con la implosión de la URSS, y más recientemente, con el hundimiento de los vecinos Estados sirio e irakí, Turquía se ve enfrentada a una seria crisis de identidad. Es la razón por la cual el reconocimiento del genocidio armenio, así como de los derechos nacionales del pueblo kurdo, son de una importancia crucial para permitir a la sociedad de ese país desarrollar un orden democrático fundado en el ejercicio de los derechos populares, permitiendo con ello también la expresión de las reivindicaciones y de las aspiraciones de clase de las masas trabajadoras.
Para las izquierdas internacionales, la exigencia del reconocimiento del genocidio armenio es inseparable de la defensa intransigente de las libertades democráticas en Turquía, frente a un Estado siempre tentado por métodos autoritarios. Supone al mismo tiempo el apoyo incondicional a los derechos nacionales del pueblo kurdo, así como a los derechos políticos y sindicales de las masas trabajadoras del conjunto del país. Tales exigencias deberían también ir parejas a la denuncia de las intenciones imperialistas de los vencedores de la Primera Guerra Mundial, que tienen una responsabilidad indirecta en la comisión del genocidio armenio. Al mismo tiempo, el arreglo socialista de la «cuestión de Oriente» (nombre dado por las cancillerías occidentales del siglo XIX a sus rivalidades coloniales) es hoy inconcebible sin el triunfo de las aspiraciones democráticas y sociales de los pueblos del antiguo imperio otomano, desde Siria a Palestina, de Bahrein a Yemen, de Egipto a Túnez.
Por eso, las izquierdas y los movimientos populares internacionales deben apoyar sin reservas las movilizaciones revolucionarias de los pueblos del Medio Oriente y de África del Norte, que no disponen de ningún otro aliado frente a las fuerzas de la contrarrevolución: los imperialismos estadounidense, europeos y ruso, los Estados iraní y turco, Arabia Saudita y las demás petromonarquías, el islám político reaccionario y el yihadismo criminal. Para ello, tienen que abandonar una lectura de los conflictos reducida a la confrontación de Estados y de campos para partir ante todo de las contradicciones sociales fundamentales que los alimentan y de las fuerzas populares que, combatiendo a las diferentes formas de opresión, actúan verdaderamente por su emancipación. Como decía Rosa Luxemburg, en octubre de 1896, en un artículo en defensa de un punto de vista socialista independiente sobre las luchas nacionales en Turquía: «No es una casualidad si, en las cuestiones abordadas aquí, consideraciones prácticas han conducido a las mismas conclusiones que nuestros principios generales. Pues los objetivos y los principios de la socialdemocracia derivan del verdadero desarrollo social y se fundan en él; así, en los procesos históricos, debe resultar, en gran medida, que los acontecimientos aporten finalmente agua al molino socialdemócrata y que podamos ocuparnos de nuestros intereses inmediatos de la mejor forma posible, a la vez que conservamos una posición de principio. Una mirada más profunda sobre los acontecimientos hace pues superfluo ante nuestros ojos el hecho de que diplomáticos intervengan en las causas de los grandes movimientos populares y buscar los medios de combatir a esos mismos diplomáticos mediante otros diplomáticos. Lo que no es más que una política de café» /1.
Nota
1/ Rosa Luxemburg, «Social-démocratie et luttes nationales en Turquie», octobre 1896, http://armeniantrends.blogspot.ch/2…