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Con razón y sin razón en democracia

Fuentes: Rebelión

«Incluso cuando todo sale mal (como sucede a menudo), la persona racional tiene el consuelo de la racionalidad misma, es decir, del reconocimiento de haber hecho lo mejor. La persona racional aprecia la razón misma y recibe satisfacción racional de haber realizado lo que la razón exige.» Nicholas Rescher: La racionalidad «La criatura que comprende […]

«Incluso cuando todo sale mal (como sucede a menudo), la persona racional tiene el consuelo de la racionalidad misma, es decir, del reconocimiento de haber hecho lo mejor. La persona racional aprecia la razón misma y recibe satisfacción racional de haber realizado lo que la razón exige.»
Nicholas Rescher: La racionalidad
«La criatura que comprende bien la naturaleza de su propia estupidez es una criatura inteligente.»
Julian Baggini: Breve historia de la verdad

La psicología es una ciencia (o no) simpática. La lógica, por el contrario, es una disciplina (sí, con todo su rigor) antipática. Lo sé muy bien porque las enseño las dos. Como ámbito del saber específico la psicología es muy joven. El considerado por la mayoría de estudiosos su padre, Wilhelm Maximiliam Wundt, filósofo alemán nacido en 1832, la bautizó y dio una primera forma rudimentaria desgajándola de la filosofía e inspirado por la exigencia empírica de la fisiología con la intención de otorgarle para siempre la condición de ciencia. La materialización de este su propósito tuvo lugar en Leipzig en el año 1879 mediante la creación del primer laboratorio de psicología experimental (área específica de la psicología actualmente existente en las facultades donde se la estudia). Debía de ser indiscutible para Herr Wundt que donde hay un laboratorio se hace ciencia.

La filosofía parió la psicología, como otras ciencias, pero se quedó con la lógica, que aún se enseña como asignatura en las facultades de filosofía. Se podría decir que la lógica está en su génesis. Es un tópico con el que se empieza martirizando al sufrido estudiante de bachillerato que la filosofía nace hace dos mil quinientos años con «el paso del mito al logos». Pasando por alto melindres de erudito es una forma de expresar el elemento sustantivo de la filosofía, a saber, el esfuerzo intelectual por construir un lenguaje capaz de pensar racionalmente la realidad y hacer posible así su conocimiento. λóγος, el genuino logos griego (de donde proviene la palabra castellana «lógica»), en efecto, es discurso que encarna la razón. Y así, partiendo del postulado de que lo real es pensable se trata de pergeñar un entramado conceptual capaz de aprehender lo que las cosas son y hacernos practicable el trabajo de la verdad.

Un tópico asimismo del oficio de la filosofía es que se trata de una tarea de la razón o no es. Razón que si en su práctica no respeta la lógica queda anulada. Porque, en términos generales y no sólo filosóficos, utilizar la razón consiste en el ejercicio de buscar y sopesar argumentos antes de aceptar como verdadero lo que creo saber. Ejercicio que es de lógica, pues.

Hay una evidente tradición de pensamiento llamémosle occidental que tiene en la razón su columna vertebral y su hilo conductor histórico. Platón fue determinante en el encumbramiento cultural de la razón como ideal irrenunciable y Descartes inauguró la modernidad certificando su valor como elemento imprescindible de cualquier saber riguroso, pero también del mejor modelo de vida. Basten estas palabras suyas extraídas de su Discurso del método de 1637 como prueba de lo dicho: «Y, por último, no habría podido limitar mis deseos y estar contento si no hubiera seguido un camino por el cual pensaba, no sólo estar seguro de adquirir todos los conocimientos de que fuere capaz, sino también todos los verdaderos bienes que en mí pudieran hallarse; pues no determinándose nuestra voluntad a seguir o evitar cosa alguna, sino porque nuestro entendimiento (razón) se la representa como buena o mala, basta juzgar bien para obrar bien, y juzgar lo mejor posible para hacer también lo mejor, es decir, para adquirir todas las virtudes y juntamente con ellas todos los bienes que pueden adquirirse; y cuando uno tiene la certidumbre de que ello es así, no puede dejar de estar contento».

Este es sin duda el germen inspirador de la Ilustración que revolucionó el paradigma político de Europa y cimentó los pilares de la incipiente república norteamericana. Hay una virtud en este ideal de la razón que la hace particularmente útil para la democracia, pues propio de ella es tratar de armonizar el punto de vista subjetivo de uno con el objetivo o, más bien, intersubjetivo; la racionalidad se define así como un territorio de encuentro, de diá-logo, donde colocarse para contemplar las cosas desde un punto de vista que es posible compartir, dado que la razón nunca es exclusivamente mi razón; dicho de otro modo: los argumentos racionales no pueden ser racionales sólo para mí. En esto consiste la universalidad de la razón, su virtud esencial, que filósofos como los antes mencionados destacaron. Para ellos las emociones eran un componente de la naturaleza humana molesto cuando menos que tenía que ser domeñado por la racionalidad.

En esta etapa de exaltación de la razón hubo quien desde el ejercicio de la propia crítica racional fue muy consciente de los límites de aquélla. David Hume, que participaba del psicologismo de los filósofos empiristas, llamó la atención sobre las limitaciones de la razón no sólo en el plano epistemológico sino también a la hora de dar cuenta de lo que motivaba el comportamiento humano, y así lo expresó tanto en su Tratado de la naturaleza humana de 1739 como en su Investigación sobre el entendimiento humano de 1748. La quintaesencia de su tesis se condensa en esta quizá su más famosa frase: «La razón es y sólo debe ser la esclava de las pasiones». Reconocía así límites en el poder de la razón, como lo hizo Blaise Pascal décadas antes, un admirador de Descartes que, paradójicamente, nos dejó esa frase carne de cita según la cual el corazón tiene razones que la razón no entiende. No obstante, es a Hume a quien seguramente hay que otorgarle el mérito de ser el primer filósofo en patentizar la fantasía racionalista, auténtica distorsión cognitiva que constituye el núcleo de un paradigma filosófico que durante mucho tiempo ha sido (y puede que aún siga siendo) el dominante. Esa fantasía se construyó sobre la inveterada creencia de que «el ser humano es un animal racional». Supone, pues, toda una concepción antropológica con derivaciones muy importantes tanto en la ética como en la política y la economía, y que trata de entenderlas desde un enfoque cándidamente racionalista. Como ya advirtiera Karl Popper en su tiempo la actitud racionalista sólo puede justificarse razonadamente si previamente se la ha abrazado entrando desde un principio en su juego, con lo que se incurriría en un paralogismo circular. Paradojas de la lógica: su rigor convierte la actitud racional en un acto de fe. ¿Es o no es antipática la lógica?

Mea culpa. Quizá por deformación profesional, aún a pesar de mis esfuerzos por zafarme de esa distorsión cognitiva, experimento una desazón al oír -que es lo último que me viene a las mientes- que el gran vencedor de las elecciones británicas es un personaje como Boris Johnson, también tras enterarme de la noche demencial que fue la previa al día de la declaración unilateral de independencia de Cataluña, según relata el periodista Ernesto Ekaizer en una entrevista radiofónica. Más pruebas actuales de que la creencia según la cual el ser humano es un animal racional es eso, una fantasía de los filósofos. Si me provocan esa desazón es porque en mi inconsciente filosófico aún late la fantasía racionalista, si bien soy sabedor de su carácter ilusorio. No me cabe otra según demuestra un libro con cuya lectura disfruté este verano pasado titulado La mente de los justos de Jonathan Haidt, quien en un principio -como él mismo nos confiesa- iba para filósofo, pero le robó el corazón la psicología iniciando un camino que le acabaría llevando al específico ámbito de la psicología moral.

Desde mediados del siglo pasado la comprensión del comportamiento moral se sustentaba en la teoría del desarrollo del juicio moral de Lawrence Kohlberg, congruente básicamente con la concepción antropológica racionalista. Pero, como apunta Haidt en el libro mencionado, las investigaciones posteriores en neurociencia y de acuerdo con los presupuestos de la psicología evolucionista, que no pierde de vista en ningún momento la pertenencia de las personas a una especie animal producto del proceso evolutivo basado en la selección natural, ponen en entredicho el modelo de Kohlberg y convierten en acertada la predicción de Edward O. Wilson de 1975. Fue por entonces cuando este biólogo dio a conocer por primera vez su tesis de la sociobiología a partir de la cual colegía que la ética, en tanto que reino de las acciones morales, sería naturalizada y explicada a partir de la actividad de los centros emotivos del cerebro. Las observaciones que actualmente permite la tecnología de la que disponemos, como la resonancia magnética nuclear funcional (RMNf), para ver cómo funciona nuestro encéfalo en tiempo real cuando se plantea a los sujetos de experimentación dilemas morales, dejan poco lugar a dudas. Las áreas encefálicas del procesamiento emocional son las que inmediatamente se activan cuando se presenta la exigencia de un juicio moral o una toma de decisión. En la confrontación entre Descartes y Hume, a la luz de lo que sabemos hoy, gana el segundo.

«Las intuiciones vienen primero, el razonamiento estratégico después» (p. 112). Este es el primer principio de la psicología moral según Jonathan Haidt, que utiliza la imagen de un jinete montado en un elefante para plasmar el modelo de mente que determina nuestro comportamiento. El elefante, que representa los procesos automáticos, es el que marca la ruta de nuestro proceder moral. Y cuando vemos o escuchamos acerca de lo que nuestros semejantes hacen inmediatamente ese elefante se inclina en un sentido u otro. El jinete, el razonamiento, no le corrige en la mayor parte de los casos, sino que busca argumentos para apoyarlo.

El devenir reciente de las democracias, en las que el ascenso de los populismos es preocupante tiene que ver con esa primacía de lo emocional sobre lo racional. Que prosperen en política personajes como Trump, Bolsonaro o el triunfante Boris Johnson, de corte bastante conservador todos, tendría que ver con que estos saben apelar mejor a fundamentos morales que tienen una poderosa conexión emocional, por factores evolutivos, con la psique de los homo sapiens, muy sensible a los fundamentos morales de la lealtad (particularmente la identidad nacional y el patriotismo), la autoridad (respeto por los padres, la ley y las tradiciones) y la santidad (religión y virtudes morales). Todos elementos destacados en los discursos de los tres dirigentes nombrados.

El retrato que del ser humano se deriva de este enfoque de la psicología moral está muy lejos del idealismo antropológico platónico o cartesiano y confirma la perspectiva naturalista que atisbó David Hume inspirado por la ciencia newtoniana. Propuestas que creen en la posibilidad de cultivar la virtud democrática de la ciudadanía quedan como algo poco realista cuando no ingenuo. Es el caso de la comunidad ideal de deliberación que los deliberativistas como Jürgen Habermas entienden como el núcleo definitorio de la genuina democracia. José Mª Ruiz Soroa tacha de «milagro» en su libro El esencialismo democrático el diseño social que requiere para hacer posible el ejercicio de esa virtud democrática: «Una vez puestas las condiciones formales del modelo, su resultado está garantizado. Una vez diseñados unos seres liberados de cualquier constricción y dominación heterónoma (…), que actúan imparcialmente según criterios de estricta razonabilidad, es seguro ciento por ciento que llegarán a construir una decisión social perfecta, ajustada al bien común más ideal» (p. 83). Es la versión política del optimismo racionalista que Descartes inauguró por la fe en su método cuyo estricto seguimiento garantizaba el éxito en el conocimiento de todas las verdades y la resolución de todos los problemas. Ahora bien, ¿dónde existen esos seres libres, imparciales y razonables? Por lo que se infiere hasta ahora de las verdades arrojadas por la psicología «la comunidad de los santos» -como se la ha llamado con ironía- no se encuentra en las sociedades humanas. En ellas -según las evidencias recogidas por Haidt en su libro- rige la moralidad, que a la vez que une a sus integrantes les ciega. Al mecanismo psíquico causante de este doble efecto lo llama «el interruptor de colmena», el cual «nos une y luego nos dificulta pensar por nosotros mismos, mientras nos llena con la sensación de estar participando en las verdades más profundas» (p. 354).

Al autor de 21 lecciones para el siglo XXI, encomiable libro por el enorme esfuerzo de síntesis que es, al israelí Yuval Noah Harari, le preocupa el potencial manipulador que puede suponer el encuentro de esos conocimientos de los mecanismos básicos que causan nuestra conducta con la tecnología vanguardista que ha acelerado recientemente el desarrollo de la inteligencia artificial (IA). Sus especulaciones sobre el futuro inmediato le conducen a un apocalipsis nada espectacular, sin fuego ni estruendoso colapso, aunque igualmente devastador para la humanidad. No habrá ninguna batalla en medio de un siniestro páramo distópico entre la humanidad y las máquinas que habrán adquirido autoconciencia y voluntad propia por obra y gracia de un milagro tecnológico; pero los bots, como los rastreadores web de los motores de búsqueda de internet, pueden acabar incorporando esos conocimientos de psicología aquí sumariamente expuestos para -como dice tan elocuentemente Harari- «pulsar nuestros botones emocionales mejor que nuestra madre, y utilizar esta asombrosa capacidad para intentar vendernos cosas, ya sea a un automóvil, a un político o una ideología completa» (p. 93).

Entre René Descartes y David Hume se halla cronológicamente situado el filósofo holandés de origen sefardí Baruch de Spinoza, hermanado con ellos en la fraternidad del librepensamiento, también como ellos dos acusado de ateísmo. Encuadrado en el racionalismo inaugurado por la obra del francés, hay en su filosofía un fundamento naturalista, y en esto se aproxima al punto de vista del escocés. Spinoza ve al ser humano como un ente natural, y como tal forma parte de la única sustancia por él reconocida, Natura sive Deus, es decir, la Naturaleza o lo que para él era lo mismo, Dios. Como cualesquiera otros entes (naturales todos, pues de otro modo no pueden ser) el ser humano está sujeto a las mismas causas, que gobiernan tanto su cuerpo como su alma. Hasta tal punto era consciente de esto que llegó a afirmar que si los hombres se creían libres era porque ignoraban las verdaderas causas de sus acciones. El valor inspirador de la filosofía de Spinoza en la ciencia moderna ha sido de sobras reconocido. El caso de Albert Einstein seguramente sea el más conspicuo; pero en el terreno de las ciencias de la mente y el comportamiento destaca el elogio que le dedicó el neurocientífico Antonio Damasio en su libro En busca de Spinoza. Por mi parte, de entre sus ideas yo destacaría el valor que otorga al conocimiento como elemento verdaderamente distintivo de la condición humana, al margen del cual nuestra existencia queda totalmente sujeta a la causación determinista de la naturaleza.

Aportaciones científicas como la que representa el trabajo de Jonathan Haidt en psicología moral sin duda constituyen un nuevo y necesario enfoque de los estudios que tienen por objeto al ser humano, pero no tienen que derivar en el nihilismo con respecto a la valoración del juicio, las decisiones y acciones llevadas a cabo por las personas en los ámbitos ético y político. Ciertamente, mediante el conocimiento proveniente de los más vanguardistas estudios sobre el ser humano, particularmente el alumbrado mediante el cultivo de la investigación en la neurociencia cognitiva (véase mi artículo Cerebro, evolución y naturaleza humana), hemos superado mitos como el que aquí hemos criticado de la fantasía racionalista; es decir, desde el mismo ejercicio racional, pues no otra cosa es la ciencia, seguramente la más elaborada forma de practicar la razón. Este conocimiento igualmente nos confiere el poder de elevar nuestro grado de conciencia de lo que somos, de por qué somos cómo somos y actuamos cómo actuamos y es, por lo mismo, el mejor instrumento, si no el único, para luchar contra el advenimiento de ese apocalipsis que teme Harari por verosímil.

No veo, en definitiva, que esta más certera conciencia de lo que somos tenga que llevar aparejada la renuncia al ideal de la racionalidad, más un oficio trabajoso que un don natural. El conocimiento de las trampas irracionales en las que podemos incurrir por cómo es nuestra estructura cognitiva nos coloca en disposición de corregir nuestra propia estupidez. Así pues, la psicología no tiene por qué anular la lógica; ambas son dimensiones igualmente humanas. Ser verdaderamente conscientes de las dos fortalece el ejercicio de la libertad, premisa fundamental de la democracia, siempre y cuando todo su conocimiento no se quede en mera teoría y se aplique a porfiar en las condiciones más propicias para la realización de aquélla.

LIBROS DE REFERENCIA:

  • HAIDT, JONATHAN: La mente de los justos. Ediciones Deusto SA. Barcelona, 2019.

  • HARARI, YUVAL NOAH: 21 lecciones para el siglo XXI. Debate. Barcelona, 2018.

  • RUIZ SOROA, JOSÉ Mª: El esencialismo democrático. Editorial Trotta. Madrid, 2010

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.