La dominación al servicio de la religión del consumo, con sus artefactos culturales, provoca tanto el desmantelamiento de los bienes comunes, como la desmembración identitaria de los pueblos y la subordinación de sus signos fragmentados, a un cuerpo simbólico mestizo que refuncionaliza para sí, aquello que se le opone, en la construcción de una lógica […]
La dominación al servicio de la religión del consumo, con sus artefactos culturales, provoca tanto el desmantelamiento de los bienes comunes, como la desmembración identitaria de los pueblos y la subordinación de sus signos fragmentados, a un cuerpo simbólico mestizo que refuncionaliza para sí, aquello que se le opone, en la construcción de una lógica absoluta. Con ello se desactiva la protesta social en el laborioso acceso individual al confort, a través de una absurda e ineficiente competencia.
El ego también participa en esta lógica sinsentido y sin fin (sin objetivo alguno), asintiendo a parámetros de valoración externa que le despojan de su particularidad y autoestima, a cambio del acceso homogéneo y la integración conformista al contexto social de la pseudo-distinción y la pseudo-unión con otros, para quienes el otro no existe. A ello estamos expuestos todos.
Los aparatos culturales al servicio del consumo del sistema de dominación tienen como función la dominación ideológica y mental, que se ejerce mediante los propios medios de comunicación, que contribuyen a perennizar el sistema bajo la necesidad de la propia existencia. El sistema no se impone, se hace consumir, y para ello establece una serie de estrategias y artificios que subyacen en la conciencia de las personas.
Un refinamiento del juicio es imposible si para ello se presupone el alejamiento de la crítica. El sistema profundiza la enajenación en la pequeña satisfacción que, por principio, se niega a todos, y así se va componiendo la dialéctica política del mundo contemporáneo, que ha desplazado la pugna de poderes antagónicos hacia centros de referencia cada vez más ligados a las estructuras simbólico-culturales, cada vez más difusos.
El cambio de época no puede ser leído sino como un cambio de parámetros simbólicos que una generación se da a sí misma para actuar en y con el mundo. Pero ello no quiere decir que se deba apoyar la reconstrucción de un «nuevo orden» muchas veces apoyado en la estructura estatal, que por definición se aplica por imposición. El reto está en comprender y crear nuevas posibilidades de armonía colectiva, más ahora que se vuelve claro que el «consumo sin freno», apoyado de todas maneras por el Estado, se ha desarrollado incrementando el nivel de vida en detrimento de la calidad de vida.
Es difícil ser coherente y más cuando lo que se dice tiene que ver con la forma en cómo se vive, aceptando el compromiso que todos tenemos con el sistema, pero no debemos dejar de pensar que es posible vivir de otro modo, con autonomía y control sobre nuestra vida cotidiana, con la suficiente pertenencia e integración a un colectivo social que nos dota de identidad, de relaciones y de sentidos. No hacerlo es aceptar que controlen nuestra mente.
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