«El capitalismo es, en realidad, una sofisticada, aparatosísima, riquísima sociedad de pura subsistencia. Necesita dar un millón de vueltas, cortar un millón de cuerdas, convocar millones de deseos y colorear millones de dolores para dar de comer a un perro.»
(Santiago Alba Rico: Ser o no ser (un cuerpo))
¡Albricias! Alegrémonos todos porque hemos vuelto a la dichosa senda del crecimiento. La suma sacerdotisa del Banco Central Europeo, la francesa Christine Lagarde, icono de mujer triunfadora donde los haya, mejora la previsión de PIB para la zona euro hasta el 8%. El oráculo de la OCDE señala a nuestro país como su campeón al prever que rebotará (¡igualito que una pelota de pimpón!) un 6,8% este año. Dejando de lado la condición de misterio sagrado de ese símbolo que es el PIB –cuyas entrañas desconocemos la mayoría de los ciudadanos, pero que determina nuestras vidas, porque si no crece sabemos que hemos de temer serias desgracias– es dogma de fe económico que si queremos vivir bien todos, o al menos el número suficiente de personas para que en las democracias liberales haya estabilidad social, el PIB tiene que crecer. Como la bicicleta que deseamos que no caiga tiene para ello que rodar y rodar, la economía debe crecer sin parar. Si no, se desatan las siete plagas bíblicas, empezando por el aumento del desempleo, que conlleva un malestar social que termina teniendo serias repercusiones políticas. Sí, hemos de crecer a toda costa. Para lo cual hay que consumir, para lo cual –volvamos a lo anterior– hay que tener trabajo para lo cual –otra vez al principio de la rueda de la bicicleta que no puede caer– es imperativo que crecer.
El ciclo se había roto con la pandemia. Antes habíamos pinchado con la gran crisis financiera de 2008. Esta última el estallido de una fatua pompa de chicle que se nos quedó pegada en la cara a los panolis y de la que aún nos quedan restos éticamente asquerosos y ya negros de suciedad moral con el paso del tiempo y la falta de una verdadera limpieza.
La normalidad que la pandemia interrumpió era ese nuevo ciclo recuperado después de que los bancos socializaran sus pérdidas, pero reforzaran la práctica del capitalismo más insolidario mediante la entrega de pingües bonus a quienes fueron responsables de la frívola excursión por la senda tenebrosa de la especulación financiera más bestia a partir de la década de los noventa del siglo pasado.
La idea de ciclo es recurrente. Me atrevería a decir que se halla inserta en la trama cultural de muchas civilizaciones y tendrá su raíz en la noche de los tiempos. Recuérdese uno de los primeros fragmentos conservados de hace más de dos mil quinientos años. Es de Anaximandro de Mileto: «en aquello en que los seres tienen su origen, en eso mismo viene a parar su destrucción, según lo que es necesario; porque se hacen justicia y dan reparación unos a otros de su injusticia, en el orden del tiempo». El cambio, el devenir, queda así domesticado dentro de los cuadriculados muros de la razón (el logos de Heráclito sumergido en las turbulentas aguas del río que nunca permanece idéntico a sí mismo). La realidad, intrínsecamente contingente, muta en una representación ideal que la convierte en dependiente de nuestras expectativas. Se doma –aunque ilusoriamente– la alimaña de la incertidumbre; se contiene la existencial angustia ante el hecho cierto de lo imprevisible.
Pero la realidad nunca es lo que se espera de ella, salvo dentro de los límites del iluso orbe que conformamos en el salón de los espejos del intelecto. En esto el actual paradigma económico, con sus cifras abstractas, sus ecuaciones algebraicamente intachables y sus ideales modelos que desprecian toda concreción empírica y que carecen de un lugar para las consideraciones éticas no puede ser más representativo. Nunca un mundo como el actual, tantas veces y por tantos tachado despectivamente de materialista, ha despreciado tanto la materia, empezando por la primordial, que es la materia natural, y continuando por la personal, que es la de nuestros cuerpos.
Uno de los ideales de la Ilustración, el de progreso, ha mutado en fetiche en las últimas décadas, reducido en todos sus aspectos al núcleo duro de la una concepción economicista de la vida humana. Y así, no hay progreso si no hay crecimiento. Demasiado abstracto para quien vive el día a día, es decir, para quien no piensa, pues sólo cumple con la exigencia de los ciclos movidos sin pausa por la ansiedad del crecimiento. No hay límite para quien es fiel cumplidor: dónde termina, dónde empieza el ciclo, no es un conflicto objetivo, sino más bien una convención. Quiere decirse que es política. En ninguna práctica se hace esta verdad tan evidente como en el consumir. En ella se devora a sí mismo el ciclo del deseo, que es la pulsión psíquica que embarga a todo el cuerpo y que, a falta de un horizonte trascendente por el que orientarse y señalar el centro mismo de nuestro mundo (de nuestra circunferencia existencial), ofrece un sucedáneo de sentido. Consumir es el vaciamiento del yo en un nihilismo existencial que es absolutamente imperceptible, porque, paradójicamente, es permanente generador de inquietud. Ansía la plenitud de la dicha, que se hace promesa sin límite, sin preciso comienzo ni fin, en el perpetuo consumir. Enclaustrados en este ciclo-círculo nos mantenemos a salvo de la conciencia de la nada. En el plano ético supone la anulación de la mera posibilidad de renuncia. Es, por ende, la ceguera a nuestra propia condición de cuerpos materiales, es decir, de entes con contorno, con límite, insertos en una realidad material sujeta al imperio de la entropía, que es el mandato de lo irreversible. O sea, lo contrario al ciclo.
Leo en la prensa que un nuevo informe de la ONU titulado Unidos por la ciencia 2021 advierte de que la pandemia de la COVID-19 no retrasó el avance implacable del cambio climático. La Organización Meteorológica Mundial, que avala el dicho informe, reconoce que no hay indicios de que el mundo haya tomado nota y esté avanzando hacia un modelo de crecimiento más ecológico. Muy al contrario, los datos más recientes indican que las emisiones de dióxido de carbono están aumentando rápidamente, lo que nos aleja de las metas de reducción. Antonio Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas, a la luz de este informe tiene claro que «a menos que las emisiones de gases de efecto invernadero se reduzcan de manera inmediata, rápida y a gran escala limitar el calentamiento a 1,5 grados Celsius será imposible, lo que traerá aparejadas consecuencias catastróficas para las personas y el planeta del cual dependemos».
Con la pandemia de la COVID-19 hemos añorado la normalidad desde el mismísimo momento de su declaración. Pero la normalidad no es en esencia sino la práctica inconsciente de los ciclos, de aquello que hacemos sin pensar porque es el ritual sagrado que da vueltas a lo mismo. No hemos querido comprender el mensaje ontológico de esta crisis sanitaria mundial: que la realidad no es cíclica, que es antítesis de la normalidad. Por eso la realidad queda excluida del mundo, cuando alguno de sus acontecimientos escapa al alcance del círculo; porque el mundo es circular (quiero decir, ese constructo egocéntrico en torno al cual se compone nuestra jerarquía de sentido). Por eso la libertad era primero que nada la libertad de consumir. Y la normalidad no sería tal sin el crecimiento del PIB; es decir, la norma es crecer.
He aquí una contradicción poco esperanzadora. Mientras nuestra condición material impone el límite ético a nuestra voracidad de consumidores el dogma económico del crecimiento nos lleva a teñir nuestro sentido de deber ciudadano con el sagrado imperativo de consumir. Si consumir ha pasado a constituir parte integral de nuestro ser en el mundo entendido como estructura subyacente de sentido, ¿mediante qué portentosa ingeniería socio-política se transforman los modos de vida de una ciudadanía que ha crecido en las últimas generaciones instalada en la creencia de que no hay límites a la hora de satisfacer todos sus deseos? Es más: que tiene todo el derecho a exigirlo, nada importan las externalidades (los perjuicios sobrevenidos que afectan a toda la colectividad). Porque lo contrario sería atentar contra la sagrada libertad individual.
Congruentemente, la ciudadanía no se percata del cortoplacismo que domina el cálculo del racional (aunque ficticio) homo economicus. Aún se cree fervientemente en el supuesto ideológico elevado a axioma indiscutible desde los tiempos de la presidencia de Ronald Reagan según el cual las grandes empresas, las que deciden la senda por la que debemos discurrir todos nosotros, no deben buscar otra cosa que el interés del accionista, lo cual va de suyo en interés de todas las partes interesadas y de la economía en general. Pero lo que se ha constatado a lo largo de las últimas décadas es que los intereses del accionista se han terminado identificando con los de los especuladores a corto plazo, no con los de los inversores a largo que velan por el futuro de la firma. A esos especuladores solo les preocupa el precio de la acción hoy y exprimir cada porción de dinero de las ganancias cortoplacistas sin apenas considerar las consecuencias que puedan padecerse con el tiempo. Es lo que mandan las estructuras de incentivos creadas a partir de la década de los ochenta del siglo pasado.
Necesitamos un cambio radical de modelo económico. Hemos de cambiar de fundamentos. No cabe postergarlo. Pero no veo cómo en el mundo que decide por el resto, ese del que formamos parte usted y yo, que gozamos de la excepción histórica que representan las democracias liberales en las que los derechos individuales y económicos son sagrados. Para empezar habría que llevar a cabo un giro del timón ideológico altamente inverosímil. ¿Regular el mercado y hacer lo que el mercado no puede? ¿Apostatar de la fe ideológica que no duda de la ineficiencia de los gobiernos? ¿Velar políticamente por una auténtica competitividad de los mercados? ¿Llevar hasta sus últimas consecuencias políticas la evidencia de que toda riqueza creada es de origen social? El economista norteamericano Joseph E. Stiglitz tiene claro que ese radical cambio de rumbo exige una acción colectiva. «El sistema necesita más que un mero ajuste de tuercas», llega a escribir. Según propone la economía del siglo XXI tiene que ser una economía verde de servicios e innovación; que asegure una mayor protección social, con mayor preocupación por el cuidado de los mayores, de la infancia, de los que requieren asistencia sanitaria; que garantice una mejor sanidad, educación, vivienda y seguridad financiera a todos los ciudadanos. El marco dentro del cual se ejerce el pensamiento económico tiene que ser otro. Hay que sustituir la visión parcial y sesgada ideológicamente, en la que, para empezar, las dimensiones financiera, productiva, social y política se encuentran desconectadas, por un enfoque sistémico. Como apunta el citado Premio Nobel de Economía: «no se puede separar la seguridad económica, la protección y la justicia sociales de la creación de una economía más dinámica, innovadora y que tenga consideración por el medio ambiente».
Ahora bien, ¿cómo se logra eso en las democracias liberales como la nuestra cuando se precisa hacerlo ya? Esto preocupa particularmente al historiador alemán Philipp Blom quien se pregunta lo siguiente en su libro titulado Lo que está en juego: «¿Pueden los vencedores de la revolución industrial y del boom del petróleo cambiar, con medios democráticos, las condiciones de sus sociedades lo bastante rápido y a fondo para justificar el resurgimiento de una especie de esperanza?». Cabe preguntarse qué político en su sano juicio de cualquier país homologable al nuestro cuestionaría el dogma del crecimiento económico infinito por contaminar y destruir demasiado rápido demasiadas cosas y plantearía una revolución del modelo económico para afrontar el calentamiento del planeta. Porque eso supondría seguramente tener que reconocer ante los votantes que ese cambio radical probablemente nos haría más pobres a corto plazo, que tendríamos que entregarnos menos al frívolo consumo y más a la reflexión sobre qué clase de sociedad queremos para nuestros hijos, que habría que tomar decisiones realistas para acercarse a ese objetivo y ceder en lo que sea menester para tener una oportunidad.
Luego están los que viven demasiado bien como para aceptar unos cambios decisivos que los obligarán a significativas renuncias. Hemos tenido un ensayo en tiempos de pandemia en este nuestro país, cuando en los primeros meses tras su declaración llegaron las protestas de aquellos que pedían libertad a gritos frente a un Gobierno que tachaban de totalitario porque les había impuesto unas restricciones, con mayor o menor acierto, para proteger el bien público que es la salud de todos. Y también están, por otro lado, los que tienen vidas precarias que conviven con el miedo de perder lo poco que poseen y les permite disfrutar de un simulacro de vida buena. A estos les seduce el mensaje nostálgico de quienes, con tal de conservar los privilegios propios, satanizan cualquier propuesta de cambio radical (de hecho, al actual Gobierno español se le tacha de radical por tomar algunas decisiones que no se desprenden en ningún caso de cierto lastre conservador). Y así, por unos motivos u otros, contribuimos entre todos a prolongar un presente sin fin que menoscaba nuestras posibilidades para el futuro. ¿Es ya el progreso un ideal esclerotizado?
Hará pronto diecisiete años de la publicación original de Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, libro escrito por Jared Diamond, polímata investigador que conecta en sus trabajos la geografía, la biología, la antropología y la historia. En esa obra el autor se plantea la siguiente pregunta: ¿cómo una sociedad en otro tiempo tan poderosa pudo acabar derrumbándose? Y la aplica a los mayas y a los vikingos de Groenlandia y a la Grecia micénica y a la isla de Pascua, entre otros productos de la capacidad humana para crear civilizaciones. Nos asegura Diamond que las más recientes investigaciones de arqueólogos, climatólogos, paleontólogos y palinólogos (científicos que estudian el polen) que han tratado de comprender las causas de tales derrumbes señalan a una principal causa común: lo que denomina «suicidio ecológico impremeditado». Fue el halo de romántico misterio que desprenden las ruinas de esos mundos lo que atrajo a este curioso científico a investigar el porqué de su ocaso. Pero si nos sobreponemos a esa fascinación se atisba una cuestión acuciante: ¿podría un destino semejante cernirse sobre nuestra sociedad opulenta?