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Cuando la tortura mata: Sobre diez de los asesinatos perpetrados en las prisiones estadounidenses en Afganistán

Fuentes: www.andyworthington.co.uk

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

En estos últimos días se ha estado discutiendo mucho acerca de la publicación, largamente esperada (y dos veces retrasada ), del Informe de 2004 del Inspector General de la CIA, que, como Glenn Greenwald explicó el martes [30 de junio], «cuestiona con toda firmeza la eficacia y la legalidad» de las tácticas de interrogatorio de la administración Bush en la «Guerra contra el Terror». Como Greenwald también explicó:

En anticipación de la publicación de ese informe, se vienen haciendo esfuerzos importantes -como parte del Proyecto de Responsabilidad de la ACLU [siglas en inglés de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles]- para corregir una deficiencia muy importante que presenta el debate público sobre tortura y responsabilidad. Muy a menudo, la premisa de las discusiones sobre la tortura en los medios es que la «tortura» es algo que se limita a una única táctica (simulación de ahogamiento) y que se utilizó sólo con tres detenidos de gran valor acusados de ser operativos de alto nivel de al-Qaida. La realidad es completamente diferente.

El régimen de detención e interrogatorio puesto en marcha por EEUU provocó la muerte, al menos, de unos cien detenidos bajo custodia estadounidense [véase «Command Responsability«, un informe de Human Rights First de 2006, pdf ]. Aunque algunas de esas muertes fueron consecuencia de la actuación de interrogadores y agentes «canallas», muchas estuvieron motivadas por los métodos autorizados por las más altas instancias de la Casa Blanca de Bush, incluyendo posturas forzadas que provocaban un estrés muy intenso, hipotermia, privación del sueño y otras. Aparte del hecho del inmenso dolor que causan, esa es una de las razones por las que siempre hemos considerado que esas prácticas eran «tortura» cuando eran otros quienes las aplicaban, porque infligen graves daños e incluso pueden acabar matando a la gente. Aquellos que se manifiestan en contra de las investigaciones y los enjuiciamientos -nosotros «miramos hacia el futuro, no hacia el pasado»- están por tanto defendiendo literalmente que mucha más gente cometa un asesinato y acabe impune.

En el período anterior a la publicación anticipada del informe, como parte de lo que el blogger y psicólogo Jeff Kaye describió como «tormenta de mini-blogs en nombre del Proyecto de Responsabilidad de la ACLU»», varios bloggers -incluyendo drationa l en Daily Kos, Empty Wheel , bmaz y Jeff en Firedoglake, escribieron artículos examinando aspectos de las políticas de interrogatorio de la administración Bush- y, en particular, la cuestión de los asesinatos acaecidos bajo custodia estadounidense.

El viernes pasado escribí también un artículo sobre la tortura para el Proyecto de Responsabilidad de la ACLU, explicando cómo la situación de los huelguistas de hambre de Guantánamo responde a la misma maquinaria de tortura -una maquinaria que, además y para colmo de desconciertos, sigue activa en la actualidad-, y como contribución al tópico específico de demostrar al público estadounidense, y al mundo en general, que las técnicas de tortura puestas en marcha por la administración Bush acabaron asesinando a quienes estaban bajo custodia estadounidense, voy a exponer abajo algunas secciones importantes de mi libro The Guantánamo Files,  a partir del testimonio proporcionado por el ex prisionero Omar Deghayes y de un reciente informe del investigador John Sifton, en relación con diez de los asesinatos cometidos en las prisiones estadounidenses en Afganistán, tres de los cuales, hasta donde yo he podido averiguar, jamás fueron objeto de investigación alguna.

Siguiendo el esquema propuesto por Glenn Greenwald anteriormente, algunos de esos asesinatos pueden haberse debido a acciones «canallas», pero en general está claro que siguieron métodos autorizados en los niveles más altos de la Casa Blanca de Bush, o bien variaciones introducidas en un contexto donde los límites sobre las conductas abusivas se habían reducido o eliminado, ostensiblemente para facilitar el trabajo en los interrogatorios.

El preludio a dos infames asesinatos -y, muy posiblemente, a otros tres- en la prisión estadounidense de la base aérea de Bagram empezó en el verano de 2002, cuando catorce soldados de la 525 Brigada de Inteligencia Militar de Fort Bragg llegaron a la prisión, dirigida por la Teniente Coronel Carolyn Wood, y donde pronto se les unieron seis reservistas que hablaban árabe de la Guardia Nacional de Utah. La Teniente Coronel Wood se hizo cargo de un equipo que dirigía un interrogador que posteriormente escribió un libro sobre sus experiencias, The Interrogators, utilizando el seudónimo de Chris Mackey. Así es como describo lo que ocurrió después en The Guantánamo Files:

Asesinatos en Bagram (del capítulo 14 de The Guantánamo Files)

Primera foto publicada del interior de la prisión de Bagram: Una «puerta de seguridad» retiene a los detenidos antes de que les trasladen a las jaula-celdas.

Como suele ocurrir, los nuevos reclutas no estaban preparados para lo que les esperaba. Algunos eran especialistas en contrainteligencia sin experiencia en interrogatorios, y sólo dos habían interrogado antes a prisioneros reales. Se les dieron unas cuantas directrices sobre la conducta a seguir. En unas manifestaciones a la unidad de investigación criminal del ejército en 2004, uno de los reservistas dijo que el anuncio hecho por el Presidente Bush en febrero de 2002, de que las Convenciones de Ginebra no se aplicarían a al Qaida y que los combatientes talibanes no tenían derechos como prisioneros de guerra, llevó a los interrogadores a creer que «podían desviarse ligeramente de las normas». «Las Convenciones de Ginebra eran para los prisioneros de guerra, pero no había nada para terroristas», añadió, explicando que altos oficiales de inteligencia les dijeron que los prisioneros «tenían la consideración de terroristas hasta que se demostrara otra cosa».

Al tener carte blanche para tratar a los prisioneros como les viniera en gana, y bajo continuas presiones para obtener información de inteligencia, el equipo de Woods adoptó las posturas de estrés como procedimiento habitual, y se sirvió del método de privación del sueño más que Mackey. Mientras que el «monstering» [política introducida por Mackey, que implicaba sesiones de interrogatorio que duraban tanto tiempo como el interrogador pudiera mantenerse despierto] nunca había excedido de 24 horas, un ex interrogador dijo que «decidieron que entre 32 y 36 horas era el tiempo óptimo para mantener despiertos a los prisioneros y eliminaron la práctica de mantenerse también ellos mismos despiertos».

También se convirtió en una política habitual encapuchar, encadenar y mantener aislados a los nuevos prisioneros durante las primeras 24 horas de su encarcelamiento, y algunas veces durante los tres primeros días. Al escribir sobre el informe del ejército [y los asesinatos en Bagram, en un impresionante artículo para el New York Times en mayo de 2005], el periodista Tim Golden señaló que los prisioneros considerados importantes o que no cooperaban eran esposados y encadenados al techo y puerta de sus celdas, algunas veces durante varios días. Aunque la Cruz Roja se quejó, el informe del ejército señalaba que altos oficiales visitaron las instalaciones y lo vieron en funcionamiento y que nunca prohibieron su uso.

Además, Bagram se convirtió en un lugar de una aleatoria brutalidad aún mayor. Golden describió cómo se utilizaba en ocasiones la violencia para extraer información, o como castigo por romper las normas, pero que en otras ocasiones «el tormento parecía responder a mero aburrimiento o crueldad, o a ambos». En declaraciones a los investigadores del ejército, los soldados mencionaron que un prisionero fue «obligado a rodar de un lado a otro sobre el suelo de una celda, besando las botas de sus dos interrogadores cada vez que iba y venía» y otro «al que se hizo sacar tapones de plástico de botella de un bidón en el que se había mezclado excrementos con agua como parte de una estrategia para ablandarle para el interrogatorio».

[…]

Mientras Carolyn Wood y su equipo se adaptaban a Bagran, se les unió, a finales de agosto, una nueva unidad de la policía militar -en su mayoría reservistas- que habían recibido escaso entrenamiento y que traían con ellos una nueva técnica, el golpe en el peroné, descrito por Tim Golden como «un golpe en el lateral de la pierna que puede potencialmente provocar invalidez, justo sobre la rodilla», que empezó pronto a aplicarse ampliamente. En el informe del ejército citado anteriormente, los policías militares afirmaron que nunca se les dijo que no era una técnica aceptada por el ejército, y la mayoría declaró que nunca había oído a ninguno de sus entrenadores en EEUU -un ex oficial de policía- decirle a un soldado que «nunca debería utilizar esos golpes porque ‘rompería’ las piernas del prisionero».

A principios de diciembre, la incontrolada violencia se desbordó finalmente hasta el asesinato. La primera víctima fue Mullah Habibullah, quien al parecer era hermano de un comandante talibán de Uruzgan. Corpulento y de buen aspecto, el mayor a cargo de los policías militares le describió como «muy seguro de sí mismo». Después del rodillazo de un soldado en la ingle durante su prueba anal [que todos los prisioneros pasaban al llegar], tres guardias le llevaron a una celda de aislamiento y le ataron las muñecas al techo con un alambre y en los dos días siguientes, cuando todavía seguía «sin cooperar», uno de los soldados le dio varios golpes en el peroneo; su abogado señaló más tarde que su cliente estaba «actuando de acuerdo con el procedimiento de actuación habitual utilizado en las instalaciones de Bagram».

Al cuarto día tosía y se quejaba de dolores en el pecho, y su interrogador le permitió sentarse en el suelo porque no podía doblar las rodillas para sentarse. A pesar de esto, la violencia aumentó al día siguiente, cuando dos policías militares le dieron nueve golpes peroneales mientras estaba esposado al techo en una de las celdas de aislamiento. Posteriormente, cuando llegaron tres soldados a su celda y le quitaron la capucha, ya estaba muerto. Un médico dijo a los investigadores del ejército: «Parecía que llevaba muerto poco tiempo y a nadie pareció importarle».

La segunda víctima fue un taxista llamado Dilawar, que fue llevado el día después de la muerte de Mullah Habibullah. Según su hermano mayor, era  «un hombre tímido, un hombre muy sencillo», que vivía una vida tranquila con su mujer, su joven hija y el resto de su familia. El día de su captura, había recogido a tres pasajeros y estaba atravesando Campo Salerno, una base estadounidense, cuando unos soldados que servían bajo Jan Baz Khan, el sobrino de Pacha Khan Zadran, le pararon en un control porque estaban buscando a los hombres que habían lanzado un ataque con cohetes contra la base unas horas antes en ese mismo día. Al ver que uno de los viajeros llevaba un walkie-talkie roto y que había un estabilizador eléctrico para generador en el maletero del coche, entregaron en Bagram a los cuatro hombres como sospechosos a los estadounidenses.

Fueron los últimos hombres que Jaz Baz Khan implicó, y los pasajeros de Dilawar -Parkhudin, un campesino de 25 años, Abdul Rahim, un panadero de 27, y Zakkim Shah, un campesino de 19 años- fueron ciertamente los últimos tres detenidos enviados a Guantánamo por indicación de Khan, porque los estadounidenses se dieron finalmente cuenta que su supuesto aliado les estaba utilizando en aquellos momentos para sus propios fines, y le encarcelaron en Bagram en febrero de 2004. [Nota: La siniestra influencia de Pacha Khan Zadran y Jan Baz Khan aparece mencionada en The Guantánamo Files en relación con otros varios hombres que acabaron en Guantánamo a partir de las falsas acusaciones presentadas por ellos].

Sin embargo, todo eso llegó demasiado tarde para Dilawar. Después de la primera noche, en que los cuatro hombres fueron esposados a una valla para impedirles dormir, empezaron sus interrogatorios. Aunque Dilawar era sólo un hombre pequeño y frágil, fue considerado no colaborador cuando al parecer le escupió en la cara a una soldado, que le dio un par de golpes peroneales que le hicieron gritar «¡Allah!». El soldado explicó: «Todo el mundo le oyó gritar y pensó que era muy divertido. Se convirtió en una especie broma continua, y la gente siguió dándole golpes peroneales sólo para oírle exclamar ‘Allah’. Y así continuaron a lo largo de 24 horas, creo que en ese tiempo recibió más de 100 golpes».

En los dos días siguientes, Dilawar fue sometido a brutales interrogatorios, en los que se pronunciaron escasas palabras. Incapaz de adoptar una posición de estrés en la primera sesión porque sus piernas estaban tremendamente dañadas, fue repetidamente lanzado contra la pared, y según el intérprete, una interrogadora que había allí muy violenta le estuvo dándole patadas con las botas en los pies desnudos y en las ingles. Al día siguiente, tras ser encadenado al techo una vez más, fue incapaz de arrodillarse y se quedó dormido. Después de pedir agua y ser rociado con agua hasta que empezó a vomitar, le devolvieron a su celda y le encadenaron una vez más; a la mañana siguiente estaba muerto.

No se sabe cuánto tiempo le hubiera llevado al ejército estadounidense investigar los asesinatos si lo hubiera hecho con sus propios recursos. En vez de hacerlo así, emitieron un comunicado de prensa anunciando que un prisionero había muerto de un ataque al corazón y después se negaron a facilitar cualquier información más. Quien sí investigó más fue la periodista Carlotta Gall (en otra impresionante historia para el New York Times en marzo de 2003), que se dedicó a rastrear la historia de Dilawar con su familia, que le mostró su certificado de muerto, en el que un patólogo del ejército afirmaba inequívocamente que, aunque tenía una enfermedad arterial coronaria, su corazón falló debido a las «heridas provocadas por objetos contundentes en las extremidades inferiores». La extensión de sus heridas fue posteriormente resumida por dos jueces de instrucción: uno dijo: «Prácticamente, le habían deshecho las piernas», y el otro dijo: «He visto heridas similares en un individuo arrollado por un autobús».

El artículo de Gall provocó una investigación de los asesinatos que, en 2005 y 2006, produjo varios castigos y reprimendas menores a los soldados implicados, aunque en ninguno de los casos, al igual que las torturas y abusos de Abu Ghraib, hubo nadie que se atreviera a mirar hacia arriba en la cadena de mando para explicar por qué un trato tan criminal se había convertido en un «procedimiento estándar de actuación».

Quienes sí se preocuparon de los asesinatos fueron los otros prisioneros que habían estado en Bagram en aquel momento. Los pasajeros de Dilawar, que fueron liberados de Guantánamo en marzo de 2004, explicaron que su familia les pidió que les contaran lo sucedido, pero que «no fueron capaces de describir los detalles», y Parkhudin dijo: «Les dije que tenía una cama. Les dije que los estadounidenses habían sido muy amables porque tenía un problema de corazón».

Moazzan Begg [ex prisionero británico] declaró también que había presenciado una muerte a finales de 2002, pero lo que es incluso más inquietante  es que Begg, Richard Belmar y Jamal Kiyemba [otros dos ex prisioneros británicos] informaron acerca de otra muerte en el mes de Julio que nunca ha sido investigada. Los tres dijeron que un joven afgano fue asesinado tras intentar escapar. Belmar dijo: «Iba bueno cuando le trajeron. Le habían inmovilizado y lo siguiente que vimos fue que le estaban sacando en una camilla», y Kiyemba, que claramente no estaba hablando ni de Habibullah ni de Dilawar, porque fue trasladado a Guantánamo en octubre de 2002, explicó que utilizaban el asesinato como parte de las presiones que ejercieron sobre él para lograr una falsa confesión: «Se me dijo que la única forma de acabar con todo era confesar. Vi y oí otra tortura, golpes, alaridos, gritos, ladridos de perros y un tipo muerto que había tratado de escapar. Uno de los policías militares dijo: ‘¿Quién es el siguiente?’. Así que confesé para que me dejaran en paz».

Fue Moazzan Begg quien contó la historia más completa de ese asesinato no reconocido, quien pasó diez meses en Bagram, donde, además de los abusos habituales, fue amenazado con enviarle a Egipto para que le torturaran, intentado atraerle con la promesa de convertirle en agente de la CIA, y, en un momento especialmente malo, convencido de que una mujer que estaba gritando en una celda junto a la suya era su esposa. Informó [en su libro Enemy Combatant], que un guardia que él conocía de Kandahar le habló del asesinato, admitiendo que él «había empezado a golpear al detenido tan fuerte que sintió que le había roto algo», y que otro guardia utilizó «técnicas thai para golpear con el codo y la rodilla». Añadió: «No sé si sabían que le habían matado», e indicó que otro guardia confirmó el asesinato, pero más tarde intentó negarlo, diciendo: «Oh, no, realmente no murió, la razón por la que cubrieron su rostro fue sólo para aterrorizar a la gente».

Dos asesinatos más en Bagram (según testimonio de Omar Deghayes)

Además, Omar Deghayes, un británico que fue retenido en Bagram durante este período (y que fue liberado de Guantánamo en diciembre de 2007), explicó, en un declaración hecha pública en agosto de 2007, que había sido testigo de otros dos asesinatos en Bagram. Deghayes dijo que «presenció cómo mataron de un tiro a un prisionero tras haber escapado con la ayuda de otro preso que estaba siendo golpeado y pateado por los guardias» («Los estadounidenses», explicó, «dijeron que trató de quitarles la pistola»), y que estaba también cerca cuando otro prisionero fue golpeado hasta la muerte: «Uno de nombre Abdaulmalik, marroquí e italiano, fue golpeado hasta que ya no escuché más alaridos. Después de eso había pánico en la prisión y los guardias corrían temerosos diciéndose unos a otros que el árabe ha muerto. No volví a ver a ese joven nunca más».

Como expliqué en un artículo en aquel momento , está muy claro que esos dos asesinatos no son el mismo del que informaron Moazzam Begg, Richard Belmar y Jamal Kiyemba, y parece, por tanto, que en 2002 bien pudieron producirse cinco asesinatos.

Un asesinato en «Salt Pit» (del capítulo 16 de The Guantanamo Files)

La existencia de «Salt Pit» [una prisión secreta de la CIA], instalada en una fábrica abandonada de ladrillo al norte de la capital, Kabul, fue un secreto celosamente guardado hasta 2005, cuando aparecieron dos historias que acabaron con su tapadera. La primera de ellas fue un asesinato del que no había información anteriormente, que fue sacado a la luz por Dana Priest en el Washington Post en marzo de 2005. Priest informó que en noviembre de 2002, un oficial de la CIA recientemente promovido a quien se había puesto al frente de las instalaciones al no haber nadie de nivel superior que deseara aceptar el trabajo, «ordenó a los guardias que desnudaran a un joven afgano detenido que no quería colaborar, que le encadenaran al suelo de hormigón y le dejaran allí sin mantas toda la noche». Tras cumplir sus órdenes, los guardias estuvieron arrastrándole por el suelo antes de llevarle a su celda, donde murió de hipotermia durante la noche.

Según un alto oficial estadounidense, después «desapareció de la faz de la tierra»: fue apresuradamente enterrado en una sepultura anónima y nunca se notificó su muerte a su familia, y el oficial de la CIA a cargo de la prisión fue promovido. Mientras tanto, las autoridades estadounidenses no mostraron voluntad alguna de investigar el caso. «Probablemente, tenía algo que ver con la gente vinculada con al-Qaida», dijo un oficial, aunque no se hubiera sabido nada sobre él en el momento de su muerte aparte del hecho que fue capturado en Pakistán junto a otros afganos.

Más asesinatos perpetrados bajo custodia estadounidense (del capítulo 17 de The Guantánamo Files)

Los asesinatos en Bagram y en «Salt Pit» en 2002 presagiaban un régimen estadounidense cada vez más bestial en Afganistán. Aunque Hamid Karzai fue nombrado Presidente [interino] después de la celebración de una loya jirga [gran consejo] en Kabul en 2002, al que asistieron unos 2.000 delegados de todo Afganistán, el ejército estadounidense -y, especialmente, los soldados de las Fuerzas Especiales que actuaban desde diversas bases operativas repartidas por el país- se comportaban como un ejército de canallas.

En marzo de 2003, los periodistas Adrian Levy y Cathy Scott-Clark viajaron hasta Gardez para reunirse con el Dr. Raiullah Bidar, director regional de la Comisión Afgana Independiente por los Derechos Humanos, que se acababa casi de fundar -con financiación del Congreso estadounidense- «para investigar los abusos cometidos por los señores de la guerra locales y asegurar que se protegerían los derechos de las mujeres y los niños». Para colmo de ironías, Bidar dijo a los periodistas [otro artículo impresionante, esta vez en el Guardian] que su trabajo en aquellos momentos consistía en atender y registrar las quejas contra el ejército estadounidense. «Hay muchos miles de personas que están siendo acosados y detenidos por ellos», dijo. «Los que fueron liberados declaran que se les mantuvo junto a detenidos extranjeros que habían sido traídos a este país para ser procesados. Ninguno ha sido acusado de nada. Ninguno está identificado. No se permite que entren inspectores internacionales en las cárceles estadounidenses. Las personas arrestadas dicen que han sido tratadas brutalmente, que las tácticas que utilizaron son de contar y no creer».

Declarando bajo anonimato, un ministro del gobierno se quejó también: «Washington presenta Afganistán al mundo como una democracia naciente, pero el ejército estadounidense hace todo lo contrario, utilizando nuestro país para albergar un sistema de prisiones que parece que se está gestionando de forma arbitraria, indiscriminada y sin ningún control ni responsabilidad».

A lo largo de 2003, al menos tres prisioneros más fueron asesinados por los estadounidenses en tres bases de operaciones diferentes que formaban parte de este arbitrario, indiscriminado e incontrolable sistema de prisiones. En Gardez, en marzo de 2003, Jamal Naseer, un soldado del ejército afgano de 18 años de edad, fue capturado junto con otros siete soldados afganos. Tras ser tratados «como animales» durante 17 días, según relatos de los otros hombres, que dijeron que les colgaron cabeza abajo y les golpearon repetidamente con palos, porras de caucho y cables, que les sumergieron en agua helada, que les hicieron yacer sobre la nieve y que les sometieron a electroshock, el cuerpo de Naseer, cubierto de heridas, fue abandonado en una comisaría local sin documentación sobre su muerte y sin resultados de la autopsia.

En Asadabad, tres meses después, Abdul Wali, de 28 años de edad, quien se entregó de forma voluntaria en relación con un ataque con cohetes en el que no estaba implicado, fue golpeado hasta la muerte por David Passaro, un contratista civil que trabajaba para la CIA, quien le atacó «utilizando manos y pies y una linterna grande» durante un período de dos días, y en noviembre, en una base situada en Gereshk, otro afgano, Abdul Wahid, murió de «múltiples heridas y contusiones» (informe de la autopsia, PDF), cuarenta y ocho horas después de haber sido entregado por fuerzas afganas.

Al igual que en los asesinatos ocurridos en 2002, las autoridades no tenían voluntad alguna de llevar a cabo investigaciones. La encuesta sobre la muerte de Naseer no empezó hasta septiembre de 2004, después de que la historia apareciera en los medios, y en enero de 2007, la única consecuencia fue que dos soldados recibieron una «sanción administrativa» por no haber informado del asesinato. En el caso de Abdul Wahid, las autoridades se absolvieron a sí mismas de culpa afirmando que sus heridas fueron causadas bajo custodia afgana, y en el caso de Abdul Wali, en junio de 2004, David Passaro fue acusado de ataque [no de asesinato], siendo sentenciado a ocho años de prisión en febrero de 2007. Sin embargo, esto no sirvió de consuelo a la familia de Wali, y Said Akbar, el gobernador de la provincia de Kunar, señaló que su asesinato se convirtió en una herramienta muy útil para reclutar terroristas y que «había supuesto un inmenso revés para los esfuerzos de reconciliación nacional de Pakistán».

John Sifton informó acerca de un décimo asesinato

Hace dos meses, en un artículo para el Daily Beast, el investigador de los derechos humanos John Sifton proporcionó información sobre un décimo prisionero asesinado bajo custodia estadounidense en Afganistán, Mohammad Sayari, un afgano que murió en agosto de 2002. Como John Sifton explicó: «La primera vez que oí hablar del caso de Sayari fue en 2005, leyendo un documento del Departamento de Defensa obtenido por la Unión Estadounidense de Libertades Civiles a través de un caso del Acta de Información de Libertad. El documento contenía una breve descripción del incidente: Un capitán y tres sargenos ‘asesinaron al Sr. Sayari después de detenerle por seguir sus movimientos en Afganistán’. La sección del documento que detallaba el resultado de las investigación había sido redactada».

El año pasado, en unión de varios grupos de derechos humanos, Sifton buscó una explicación en el ejército estadounidense a la muerte de Sayari. «El ejército», escribió, «reveló que los comandantes habían rehusado enjuiciar a ninguno de los cuatro hombres implicados en el caso, aunque uno de los cuatro soldados recibió una ‘reprimenda administrativa». Y esto a pesar del hecho de que, en 2006, la ACLU había obtenido más documentos que «revelaban que la investigación del ejército había encontrado causas probables para recomendar acusaciones de asesinato y conspiración contra los cuatro soldados de las Fuerzas Especiales. Según la investigación, los cuatro soldados habían capturado al detenido, un civil no combatiente, y le habían pegado un tiro, presumiblemente después de interrogarle». Sifton añadió que los investigadores militares «también recomendaron la acusación de negligencia en el cumplimiento del deber contra tres de los hombres y una acusación de obstrucción a la justicia contra el de mayor rango, un capitán, que admitió haber destruido las pruebas del crimen, pero que [inexplicablemente, sin una corte marcial, el caso se cerró] todo lo que sucedió fue que el capitán recibió una carta de reprimenda por ‘destruir la prueba'».

Conclusión

En conclusión, sólo puedo confiar en que las anteriores historias contribuyan a corregir lo que Glenn Greenwald describió como «una deficiencia muy importante en el debate público sobre tortura y responsabilidad», y mantener in mente que he estado abordando sólo diez asesinatos perpetrados en Afganistán, y no los otros 90 asesinados cometidos en Iraq bajo custodia estadounidense. Si es que, en efecto, vamos a «Mirar al Futuro, no al Pasado», y a «reconquistar la estatura moral de EEUU en el mundo», como confía el Presidente Obama , esto puede conseguirse tan sólo abordando los crímenes del pasado, avanzando desde el «escenario de unas cuantas manzanas podridas» utilizado por la administración Bush para desviar la atención de su propia culpabilidad, a exigir responsabilidades a los altos oficiales responsables de convertir a Estados Unidos en una nación que practica abiertamente la tortura.

Como el General retirado Barry McCaffrey explicó a MSNBC en abril, el día en que el Presidente visitó los cuarteles de la CIA para elogiar a la agencia por defender los valores e ideales estadounidenses: «Nunca deberíamos, como política, como procedimiento, maltratar a la gente que está bajo nuestro control, a los detenidos. Torturamos a la gente sin piedad. Probablemente hemos asesinado a docenas de ellos durante el curso de esas torturas, tanto las fuerzas armadas como la CIA».

Al explicar su llamamiento a la responsabilidad, la ACLU declara en su página principal «Responsabilidad ante la Tortura»: «Presionaremos al Congreso para que nombre un comité especial que pueda investigar las raíces del programa de torturas y recomendar cambios legislativos para asegurar que los abusos de los últimos ocho años no van a repetirse nunca jamás. Y defenderemos la designación de un fiscal independiente que examine las cuestiones de responsabilidad criminal. No podemos barrer bajo la alfombra las torturas de los últimos ocho años. La responsabilidad por las torturas es un imperativo moral, político y legal.

Así es, en efecto. Y sin ella, el mensaje que el Presidente Obama envía al mundo no es el de que ha «EEUU ha recuperado su estatura moral en el mundo», sino el de que altos funcionarios pueden torturar con impunidad hasta que dejan el poder tras cometer sus crímenes.

Andy Worthington es un historiador británico y autor de «The Guantánamo Files: The Stories of the 774 Detainees in America’s Illegal Prison» (publicado por Pluto Press, distribuido en EEUU por Macmillan, y disponible en Amazon.


Enlace con texto original:

http://www.andyworthington.co.uk/2009/07/01/when-torture-kills-ten-murders-in-us-prisons-in-afghanistan/