Dada la hiperconectividad del siglo XXI, el brote de COVID-19, nacido en Wuhan, se expandió rápidamente a escala global. Además del drama sanitario, la pandemia ha provocado una parálisis económica general, el descontento popular hacia el gobierno chino y reacciones de chinofobia. Una crisis múltiple con consecuencias impredecibles.
El 29 de enero de 2019, cuatro investigadores de la Academia China de Ciencias lanzaron una advertencia. “Es muy probable que los futuros brotes de coronavirus similares al SARS o al MERS se originen en los murciélagos, y existe una mayor probabilidad de que esto ocurra en China”, publicaron los virólogos Yi Fan, Kai Zhao, Zheng-Li Shi y Peng Zhou en la revista Viruses. Las alarmas, sin embargo, no sonaron.
Once meses después, una misteriosa neumonía afectaba a varios habitantes de Wuhan, una floreciente megaciudad de 11 millones de personas, en el este de China.
Uno de los primeros en detectarla fue Li Wenliang, un médico de 34 años del Hospital Central de Wuhan, quien el 30 de diciembre pasado intentó alertarles a sus colegas en un grupo de chat online sobre siete casos de un virus que se asemejaba al SARS, aquel que había provocado una epidemia global en 2003.
Li sospechaba que los casos provenían del mercado de pescados y mariscos Huanan, en Wuhan, y los pacientes fueron puestos en cuarentena en su hospital.
Cuatro días más tarde, el joven médico recibió una visita de funcionarios de la Oficina de Seguridad Pública que lo amenazaron por propagar rumores y comentarios falsos que “podrían perturbar el orden social”, obligándolo a firmar una declaración diciendo que no causaría más problemas.
Un mes después, Li Wenliang fallecía en una cama de la misma institución donde trabajaba. En un mensaje publicado en la red social Weibo, el hospital confirmó la noticia: “En la lucha contra la epidemia de la neumonía del nuevo coronavirus, el oftalmólogo de nuestro hospital Li Wenliang desafortunadamente resultó infectado. Li murió pese a todos los esfuerzos para reanimarlo. Lamentamos profundamente su fallecimiento”.
Inmediatamente, la muerte de Li Wenliang –hoy considerado un héroe– causó indignación. El Partido Comunista había subestimado la gravedad del virus e intentado mantenerlo en secreto. Recién el 20 de enero, tras semanas de encubrimiento, China declaró la emergencia a raíz del brote e impuso un bloqueo completo a Wuhan.
Para entonces ya habían surgido casos en otras regiones del país asiático justo antes de las vacaciones del Año Nuevo Lunar. “El coronavirus se había propagado en la ciudad y sus alrededores durante más de un mes antes de que se tomaran medidas efectivas”, dice el epidemiólogo Yang Gonghuan, ex subdirector del Centro Chino para el Control y Prevención de Enfermedades.
La amenaza invisible
Hasta mediados de febrero, la Comisión Nacional de Salud de China había reportado más de 75.000 casos de COVID-19 –nombre oficial de la enfermedad asignado por la Organización Mundial de la Salud (OMS)– y al menos 2.000 muertes. Además, más de 800 casos habían sido confirmados en otros 25 países. Pero, debido a que muchos no se detectan (o reportan), el total real sería probablemente mucho más alto.
El responsable de la crisis actual es un organismo minúsculo, un virus identificado como 2019-nCoV. Provoca síntomas similares a los de la gripe, como fiebre y tos, dificultad respiratoria grave, dolores musculares y sensación generalizada de cansancio.
“Un rompecabezas con muchas piezas faltantes” lo llamó The British Medical Journal por lo poco que se conoce de él. Lo que se sabe es que pertenece a la familia de los coronavirus, que incluye al SARS (síndrome respiratorio agudo severo) y al MERS (síndrome respiratorio del Medio Oriente), responsables de dos de las epidemias más mortales en las últimas dos décadas. Es decir, el 2019-nCoV es una nueva versión de un viejo enemigo. Este virus respiratorio en particular parece propagarse de persona a persona con bastante rapidez a través de las gotitas respiratorias que las personas producen cuando tosen, estornudan o al hablar.
Entre los casos reportados a la Organización Mundial de la Salud, el 15% son graves, el 3% son críticos y el 82% son leves. La tasa de mortalidad general estimada es de alrededor del 2%, pero fuera de la provincia de Hubei –cuya capital es Wuhan– la cifra es de alrededor de 0,05% o menos, no muy lejos de la mortalidad observada con la gripe estacional.
A medida que aumentan los casos en China y en el resto del mundo, los enigmas se multiplican. “No sabemos si el virus puede propagarse antes de que aparezcan los síntomas –afirma Trevor Bedford, biólogo de la División de Vacunas y Enfermedades Infecciosas del Fred Hutchinson Cancer Research Center, en Estados Unidos–. No sabemos qué proporción de personas infectadas probablemente mueran.”
Cada vez hay más pruebas de que el nuevo virus es menos letal que el que causó el SARS, pero posiblemente sea más contagioso. Y casi no afecta a los niños.
El nuevo coronavirus es el último ejemplo de una enfermedad que saltó de animales a nuestra especie (véase “Regalos envenenados”, p. 24). El VIH pasó de los chimpancés a los humanos en la década de 1930. En cuanto al MERS, detectado en 2012 en Arabia Saudita, se cree que provino de camellos.
No todas las enfermedades zoonóticas causan enfermedades graves, pese a que el virus del Ébola, por ejemplo, mata a la mayoría de las personas que infecta.
Gracias a las vacunas se han erradicado enfermedades como la viruela y la poliomielitis, y las muertes por enfermedades transmisibles han disminuido en todo el mundo. Pero desde 1970, se han descubierto más de 1.500 nuevos patógenos. Alrededor del 70% de ellos son de origen animal.
Una razón por la que los virus zoonóticos pueden ser mortales es porque los seres humanos carecemos de inmunidad preexistente a ellos. “Es una batalla que nunca ganas –dice Peter Doherty, un investigador en Melbourne que ganó el Premio Nobel de Medicina en 1996 por descubrir cómo el sistema inmunitario reconoce las células infectadas por virus–. Los organismos mutan, aparte de cualquier otra cosa, por lo que requiere vigilancia constante e investigación constante.”
A diferencia de lo que ocurría hace cien años, las epidemias en el siglo XXI se extienden más rápido y más lejos que nunca. Los brotes que antes se limitaban a un país o incluso un continente ahora pueden volverse globales muy rápidamente.
A fines de 2002, el SARS surgió en la provincia meridional china de Guangdong, luego se extendió rápidamente a través de la frontera y mató a 774 personas desde Asia hasta Canadá. En 2009, un nuevo virus de la gripe, H1N1, avanzó en todo el mundo en dos meses y se estima que provocó entre 151.000 y 575.000 muertes. Ahora, 2019-nCoV viajó a cuatro continentes en aproximadamente cinco semanas.
“Hemos creado un mundo interconectado y dinámicamente cambiante que brinda innumerables oportunidades a los microbios”, dice Richard Hatchett, ex asesor de Estados Unidos en emergencias de salud pública y actual CEO de Coalition for Epidemic Preparedness Innovations.
Colaboración global
A los pocos días de la notificación del 2019-nCoV, los científicos en China rápidamente aislaron y secuenciaron el virus, e hicieron algo poco común en el actual escenario geopolítico: compartieron los datos con la comunidad de investigación internacional, acelerando los esfuerzos globales para desarrollar diagnósticos, vacunas y terapias.
“Esto es un gran avance en la salud pública global”, destaca Bedford, quien recientemente actualizó la información científica en la conferencia de la AAAS (Asociación Estadounidense para el Avance de las Ciencias) en Seattle, donde presentó Nextstrain (nextstrain.org), un proyecto de código abierto para seguir en tiempo real la evolución de los patógenos. “Lamentablemente este intercambio rápido, abierto y transparente de información científica sobre este brote está siendo amenazado por rumores y desinformación sobre sus orígenes. No hay evidencias de manipulación genética alguna”, afirma.
El investigador se refiere a un polémico y discutido artículo que sugiere que el Instituto de Virología de Wuhan podría ser el origen del brote de COVID-19. “Estamos en medio de la era de la desinformación de las redes sociales y estos rumores y teorías de conspiración tienen consecuencias reales, incluidas las amenazas de violencia que se han producido a nuestros colegas en China”, señala el ecólogo de enfermedades Peter Daszak, uno de los 27 científicos de nueve países que rechazaron enérgicamente estos rumores en una declaración publicada por The Lancet.
La velocidad de detección de estos virus es crucial para abordar la amenaza y limitar o prevenir la propagación. En el caso del virus del Ébola y el SARS se tardó demasiado tiempo: para cuando se los identificó ya habían mutado, volviéndose más peligrosos.
Cuando los investigadores chinos publicaron la secuencia genética del nuevo coronavirus, comenzó una carrera mundial. Casi una docena de compañías farmacéuticas lanzaron programas para desarrollar medicamentos o vacunas contra el 2019-nCoV. El Reino Unido anunció que invertirá 20 millones de libras para la investigación. La Fundación Bill y Melinda Gates prometió hasta 100 millones de dólares para ayudar a contener el brote. El billonario Jack Ma, co-fundador del Grupo Alibaba Group, aportará 14 millones para los mismos esfuerzos.
En este caso, las vacunas son preferibles a las drogas, pues inmunizar a las personas contra las infecciones es la mejor manera de prevenir la propagación de la enfermedad y proteger a poblaciones enteras. Por esta razón, ya se están realizando pruebas para ver cómo funciona una existente vacuna experimental contra el SARS en casos de 2019-nCoV. Pero se estima que tomará como mínimo un año.
Por eso, también se están organizando ensayos con medicamentos antivirales. Uno de los candidatos es la droga Remdesivir, de la farmacéutica Gilead Sciences Inc., desarrollado para tratar el Ébola y las infecciones causadas por el virus Marburg. El primer paciente estadounidense de coronavirus, en el estado de Washington, recibió el medicamento después de que su condición empeoró. El día después de la infusión mejoró, según los resultados reportados en el New England Journal of Medicine.
En China se está ensayando también una combinación de dos medicamentos: Umifenovir, un medicamento antigripal usado exclusivamente en Rusia y China, y Darunavir, otro fármaco antirretroviral. Las autoridades afirmaron que los primeros resultados con estos dos medicamentos han sido favorables, pero no se dispone de mucha información al respecto.
Parálisis general y descontento
El pequeño virus está sacudiendo el proyecto expansivo del presidente chino Xi Jinping. La epidemia ya se siente tanto en la economía china como en la global.
Los precios del petróleo han caído un 20% en el último mes debido a la menor demanda de China. Hyundai Motor suspendió las líneas de producción en sus fábricas de automóviles en Corea del Sur debido a la escasez de piezas fabricadas en China. Levi Strauss & Co. clausuró su gran local que había abierto semanas atrás en Wuhan, al igual que Apple cerró temporalmente todas sus oficinas y tiendas por precaución. Y las aerolíneas han reducido los vuelos dentro y fuera del país.
Las actividades de la vida diaria se han paralizado en gran parte de China: las universidades de todo el país permanecen cerradas y los temores sobre la propagación del virus también han alterado los planes para numerosas conferencias científicas y de tecnologías, como el Mobile World Congress de Barcelona.
Según el especialista en bioseguridad Michael Osterholm, de la Universidad de Minnesota, 153 medicamentos cruciales, desde píldoras para la presión arterial hasta tratamientos para derrames cerebrales, se fabrican principalmente en China, y se teme que el 2019-nCoV pueda afectar su producción y exportación.
Wuhan, epicentro del brote de coronavirus, ha estado aislada del mundo desde el 23 de enero en una cuarentena masiva con permanentes controles de temperatura de sus habitantes y con hospitales saturados. Durante la noche se escuchan gritos como “Wuhan jiāyóu!” (que significa “vamos” o “mantente fuerte”) desde las ventanas de los departamentos. La gente ha acuñado el término “Yún chī fàn”, que significa “comida por nube” y refiere a la nueva costumbre de almorzar o cenar acompañados de familiares y amigos a través de videollamadas.
Allí, la sensación de estar atrapado en una zona de infección está alimentando el descontento con el gobierno y no se sabe en qué va a derivar. Durante el brote de Ébola de 2014 en África, los residentes del vecindario de West Point de Monrovia, la capital de Liberia, se amotinaron después de ser sometidos a una cuarentena sorpresa.
Además de los esfuerzos científicos de cooperación internacional, lo único positivo de la crisis es que China ha reducido temporalmente las emisiones de CO2 en un cuarto.
Pandemias de odio
En 2018, en una charla en la Sociedad Médica de Massachusetts, Bill Gates señaló que el mayor peligro para la humanidad no era la inteligencia artificial o las armas nucleares sino una epidemia que podría matar a 30 millones de personas en seis meses. “El mundo necesita prepararse para las pandemias de la misma manera seria que se prepara para la guerra”, indicó el fundador de Microsoft, quien desde su fundación ha buscado combatir enfermedades como la malaria y la tuberculosis.
Lo cierto es que a medida que el virus se expande por el mundo, otro tipo de pandemia –potencialmente más temible y sombría– crece: la chinofobia, un sentimiento anti-chino alimentado por el miedo y la desinformación.
Históricamente, en todas las sociedades se ha señalado a los extranjeros como vectores del crimen, el terrorismo y las enfermedades. En este caso, los llamados a prohibir el movimiento de personas de ascendencia asiática son tendencia en las redes sociales.
Los nombres que reciben las enfermedades no ayudan. Al brote actual se lo conoció en un primer momento como la “gripe de Wuhan”. Se puede recordar también los azotes de la “gripe española” –que se estima que mató entre 1918 y 1920 a más de 40 millones de personas en todo el mundo– a pesar de que el virus que la provocó no se originó en España: los primeros casos se registraron en la base militar de Fort Riley de Estados Unidos el 4 de marzo de 1918.
El virus del Ébola lleva el nombre de un río en la República Democrática del Congo. El virus del Zika es conocido por un bosque de Uganda, donde se lo descubrió por primera vez en 1974. Y los Hantavirus están vinculados al área del río Hantan en Corea del Sur.
Lo llamativo es que no se trata de un protocolo universal: el VIH, descubierto en Nueva York en 1980, no es “NYC-1” y la infección por SARM (Staphylococcus aureus resistente a la meticilina) no es la “peste de Boston”, ciudad en la que se registraron los primeros casos.
“La historia demuestra que identificar una nueva enfermedad por su lugar de origen puede conducir a la estigmatización así como influir en las percepciones de riesgo –indica Mari Webel, historiadora de la salud pública de la Universidad de Pittsburgh–. Es importante para la solidaridad global con la población muy afectada de Wuhan acostumbrarse a decir COVID-19 e insistir en que otros hagan lo mismo.”
Federico Kukso. Periodista científico, miembro de la comisión directiva de la World Federation of Science Journalists. Autor de Odorama: Historia cultural del olor, Taurus, 2019.