La historia está cargada de acontecimientos inesperados, y aunque en las miradas retrospectivas es fácil identificar los procesos que les dieron forma, porque los quiebres históricos siempre son resultado de un desarrollo previo y porque todos somos más inteligentes con el diario del lunes, lo cierto es que a menudo se desploman sobre nosotros con […]
La historia está cargada de acontecimientos inesperados, y aunque en las miradas retrospectivas es fácil identificar los procesos que les dieron forma, porque los quiebres históricos siempre son resultado de un desarrollo previo y porque todos somos más inteligentes con el diario del lunes, lo cierto es que a menudo se desploman sobre nosotros con la fuerza repentina de una tormenta tropical. De la Revolución Rusa al 17 de octubre, de Pearl Harbor al Cordobazo, el siglo XX es generoso en este tipo de sucesos imprevistos. La novedad es que ya no se originan en una explosión social o una invasión extranjera sino bajo las instituciones de la democracia electoral: el Brexit, la candidatura de Donald Trump y el ascenso de la ultraderecha europea son expresiones de esta tendencia.La explicación general quizás pueda rastrearse a la impotencia social que produce el impacto convergente de tres fuerzas poderosísimas. La primera, a su vez condición de las otras dos, es la globalización financiera, con todos sus efectos en términos de contracción industrial, consolidación de núcleos de desempleo estructural e incremento de la desigualdad. Los datos son impresionantes: las 28 instituciones financieras de importancia sistémica manejan unos 50 billones de dólares, contra un PBI mundial de unos 75 billones. Cada una de ellas dispone en promedio de 1,8 billones de dólares, contra por ejemplo un PBI de Brasil de 1,5 billones. Bajo las nuevas condiciones del capitalismo global, la forma principal de apropiación de riqueza ya no reside en la producción o el comercio de ciertos bienes o servicios sino en la especulación con finanzas, que, como sostiene Joseph Stiglitz, sirven menos para inyectar dinero en las empresas que para extraerlo de ellas. En palabras del sociólogo brasilero Ladislau Dowbor, es la cola la que mueve al perro (1).
La segunda fuerza incontrolable son las migraciones. Alrededor del 3,1% de la población mundial, unos 230 millones de personas, viven hoy en países diferentes al de su origen (2). Tan antiguas como la humanidad, las migraciones aumentan pero no registran una explosión desproporcionada como la ocurrida por ejemplo luego de la Segunda Guerra Mundial. Más cuali que cuantitativa, la novedad parece radicar en el hecho de que las nuevas tecnologías les permiten a los migrantes conservar los lazos con su patria: lejos del italiano que se despedía para siempre del pueblito que lo vio nacer, cruzaba el Atlántico y se argentinizaba, los migrantes preservan hoy -vía Skype, vuelos baratos y noticias al instante- al menos parte de su cultura y su modo de vida, lo que los dota de una «visibilidad étnica» que pone en jaque el viejo ideal asimilacionista.
El tercer factor es el terrorismo. Tampoco es nuevo, por supuesto. Pero su fase actual está determinada por la imposibilidad de una solución negociada, que en el pasado era difícil pero no imposible con organizaciones como, digamos, el ETA, el IRA o las FARC, y que hoy resulta sencillamente inimaginable con grupos como Al Qaeda o el Estado Islámico, cuyo objetivo es imponer el califato mundial. Contra ellos, sostiene el historiador Patrick Boucheron (3), la única alternativa es la guerra de exterminio. Pero además, a la luz de los últimos casos registrados en Francia y Estados Unidos, el terrorismo es cada vez más local y cada vez menos importado, sus causas anidan más en las sociedades nacionales que en los invasores venidos de afuera, lo que fortalece la sensación de amenaza permanente, la aterrorizante percepción de convivir con el peligro que tan rápidamente está corroyendo a las buenas conciencias occidentales.
Obviamente interrelacionadas, la globalización financiera, las migraciones y el terrorismo se presentan ante los ciudadanos, sobre todo del primer mundo, como fuerzas poderosas imposibles de enfrentar, como tendencias incontestables situadas fuera de su control. No es difícil imaginar la mezcla de frustración y bronca que esto genera en personas que desde hace medio siglo se han acostumbrado a vivir en condiciones de relativo bienestar y a salvo de cualquier catástrofe.
Algo muy importante está ocurriendo en el centro del mundo, algo que resulta difícil de capturar analíticamente pero que se hace cada vez más evidente. Quizás el mejor paralelismo, con las distancias oceánicas del caso, sea la República de Weimar, que también se agitaba por la impotencia social ante fenómenos percibidos como ajenos, la angustia ante el avance de la crisis económica y una creciente pérdida de confianza en las instituciones políticas. La transformación social acelerada caracteriza ambos períodos: si en los años 30 los cambios eran consecuencia de la Primera Guerra Mundial, que propició, entre otras cosas, la incorporación de la mujer al mercado laboral, hoy la mutación es resultado del impacto económico de la globalización: el empleo industrial en Estados Unidos, por ejemplo, cayó 30% en los últimos quince años, afectado por la incorporación tecnológica y la deslocalización (4). Como no tiene mucho sentido enojarse con las computadoras, resulta hasta comprensible que los trabajadores desplazados se enfurezcan con los mexicanos.
O que mueran. Una impactante investigación de los economistas Angus Deaton y Anne Case revela que los hombres blancos adultos con bajo nivel de escolaridad (conocidos como white trash) conforman el único grupo social estadounidense cuya tasa de mortalidad, en lugar de descender como sucede con los latinos, los negros y los universitarios, aumenta, hasta casi duplicar al promedio (5). Las causas principales son, en orden de importancia, el suicidio, el alcoholismo y el abuso de analgésicos. Paradojas de la historia, se trata de la generación del baby-boom, concebida en el clima de optimismo posterior a la Segunda Guerra, que hoy protagoniza un vuelco demográfico en sentido negativo pero igual de espectacular: si su tasa de mortalidad hubiera seguido al promedio, hoy habría 500.000 white trash más en Estados Unidos. La cifra equivale a los muertos por SIDA.
Retomando el hilo del argumento, parece natural que en este clima de no-futuro las sociedades oscilen entre la apatía nihilista, el furor militante (vivimos tiempos de Bernie Sanders, Jeremy Corbin, Podemos) y el apoyo desesperado a la extrema derecha. Si lo mejor que tiene para ofrecer el Partido Demócrata es una ex secretaria de Estado millonaria financiada por Wall Street, si cada vez resulta más difícil distinguir al socialismo francés de la derecha, si, como sostiene Slavoj Žižek (6), la salida ante la crisis europea se limita a elegir entre el modelo anglosajón (adaptarse sin más al capitalismo global) o el modelo franco-germano (salvar lo que sea posible del Estado de Bienestar), ¿por qué no optar por algo distinto, pero total, completa, absolutamente distinto? ¿Por qué no votar No cuando todos recomiendan votar Sí, apoyar el Sí cuando el consenso apunta al No? Como en Weimar, cada día se amplía un poco más la distancia entre un pueblo que sufre y no termina de entender lo que ocurre -ni por qué ocurre- y una elite cosmopolita y ultravanguardista que parece vivir en otro planeta.
Sin embargo, el panorama no es el mismo en todos lados. América Latina atravesó problemas parecidos hace una década pero logró, con todos sus enormes déficits, dejarlos atrás. Los datos del Latinobarómetro, que viene midiendo de manera sistemática la confianza de los latinoamericanos en las instituciones políticas, revelan que entre 2002 y 2003 se registraron niveles mínimos de apoyo (13% de confianza en los partidos políticos, 21% en el Congreso y 28 en el Gobierno) y que a partir de allí comenzaron a recuperarse, alcanzaron su pico en 2008 y luego descendieron levemente (hoy la confianza es del 20% en los partidos, 37 en el Congreso y 34 en el Gobierno).
Habrá entonces que reconocerles a los gobiernos del giro a la izquierda que no sólo lograron mejorar la distribución del ingreso sino también inyectarle vitalidad a un conjunto de democracias que al final del largo ciclo neoliberal se arrastraban exhaustas al borde del knock out. En otras palabras, que nuestros criticados populismos pueden haber contribuido a tensionar las instituciones y en algunos casos amenazar la estabilidad económica, pero que también ayudaron a relegitimar la democracia, en un reencuentro entre sociedad y política que resultó más notable en los países que experimentaron un giro más radical de orientación político-económica, como Argentina o Ecuador, o incluso un recambio de elites, como Bolivia y Venezuela, que en aquellos con gobiernos más serenos. Por si hacía falta, la experiencia latinoamericana reciente confirma que la clásica distinción entre democracias jóvenes y maduras carece de sentido.
Concluyamos señalando que las respuestas a las fuerzas de la globalización apenas se están esbozando. De hecho, los esfuerzos para encarar los desafíos globales mediante iniciativas coordinadas resultan ineficaces y tardíos, como demuestra la decisión de Estados Unidos y Suiza de no suscribir el mecanismo de intercambio automático de información financiera del G-20, el desesperante empantanamiento del conflicto sirio y la desresponsabilización europea ante la ola de refugiados. Frente a esta parálisis aparecen pocas alternativas, entre las que se destaca el camino siempre original de los países nórdicos que, sin embargo, son más una excepción que una regla: cada vez más los ciudadanos se inclinan por una agenda de soluciones nacionales, desde la xenofobia de Viktor Orban y Marie Le Pen («Francia para los franceses») al giro proteccionista de la campaña electoral estadounidense, de la demagogia de Boris Johnson a la improbable propuesta de la izquierda española de renegociar los tratados europeos.
En este contexto, el gran desafío consiste en alejar las interpretaciones filo-fascistas y transformar en una perspectiva progresista el reclamo de recuperar al Estado-nación como herramienta efectiva de intervención pública, repatriar el poder político, reestatizar la democracia.
Notas
1. «El capitalismo cambió las reglas, la política cambió de lugar» (disponible en www.nuso.org).
2. Datos de la Organización Internacional para las Migraciones.
4. http://dfc-economiahistoria.blogspot.com/2010/07/la-economia-de-usa-crisis-y-destruccion.html
5. «Rising morbidity and mortality in midlife among white non-Hispanic Americans in the 21st Century», en PNSA, Vol. 112, N°49 .
6. La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror, Anagrama, 2016.
Fuente original: http://www.eldiplo.org/209-la-decadencia-del-imperio-americano/cuando-tiembla-el-centro-del-mundo