En el núcleo duro de los resultados de la reciente reunión de la Organización Mundial de Comercio (OMC) en Hong Kong, hay cuatro puntos que destacan sobre los demás: la obligación de privatizar el acceso al agua, educación, salud, energía, biodiversidad, etcétera, bajo el engañoso nombre de «servicios»; el desmantelamiento de las industrias en los […]
No es novedad que la OMC es la instancia internacional gubernamental más poderosa del planeta: lo que allí se decide tiene más fuerza que cualquier legislación nacional o internacional. Desde su inicio como GATT, siempre fue una institución profundamente antidemocrática, donde las decisiones no se toman realmente en la asamblea de miembros, sino en reuniones cerradas llamadas de «sala verde» (que hace referencia al despacho del director ejecutivo del organismo), que son autoconvocadas y exclusivas entre representantes de los países poderosos, invitando ocasionalmente a algunos otros.
Pese a ser una institución tan poderosa, no deja de ser una fachada. Quienes realmente deciden son las megacorporaciones cuyo poder sigue aumentado. Al 2004, las 200 empresas mayores controlaban 29 por ciento de la actividad económica del planeta. Debido a las fusiones, cada vez son menos, y en varios campos, como por ejemplo en el comercio de cereales, apenas tres controlan más de 75 por ciento (Bunge, Cargill, Dreyfus); en el área del agua, Veolia (ex Vivendi) y Suez tienen 70 por ciento en el mercado; en semillas transgénicas sólo Monsanto controla 90 por ciento; en farmacéutica las diez mayores tienen 59 por ciento del mercado global, situación que se repite en todos los sectores.
No obstante su enorme poder económico, necesitan una cobertura legal que les garantice que no tendrán problemas al actuar dentro de los países. Podrían hacerlo -y lo hacen- en cada nación, ya que en la gran mayoría las empresas están entretejidas en el poder político con relaciones que van desde la dependencia a la corrupción. Pero como son empresas globales, resulta mucho más eficiente que un «gobierno mundial» obligue a todos a cambiar sus leyes. Este es el papel de la OMC.
Dentro de los bloques de gobiernos poderosos también hay jaloneos, porque representan a grupos empresariales que compiten entre sí. Justamente estas contradicciones, y las protestas cada vez mayores de organizaciones sociales, fundamentalmente campesinas, pusieron en crisis la existencia del propio organismo.
Muchos analistas expresaron que la institución no soportaría un nuevo fracaso como el de Seattle y Cancún sencillamente porque perdería la función para la que fue creada. En este contexto resulta muy perverso el papel de Brasil e India. Apareciendo como interlocutores «válidos» de países del sur, en realidad su puja por acceso a los mercados del norte promueve el aumento de la agricultura de exportación manejada por grandes capitales industriales, que tiene efectos catastróficos en los campesinos y el ambiente de sus propios países. Capitales que son nacionales en absurda minoría -pero igualmente explotadores- y en mayoría transnacionales o subsumidos a éstas.
Con nada más que promesas diferidas, que ocultan una restructura de subsidios para seguir favoreciendo a la agricultura industrial y terminar de liquidar a los campesinos europeos, aceptaron y compulsaron a los demás países del sur a subirse al tobogán de las demandas pendientes de las trasnacionales: apertura de sus servicios y acceso a sus mercados de productos no agrícolas. La Coalición de Industrias de Servicios, de las trasnacionales del sector, expresó entusiasmo por los resultados que les brindan «un nuevo ímpetu muy útil para negociaciones serias el próximo año».
Ni las maniobras de gobiernos «populares» ni la represión -siguen presos 14 manifestantes en Hong Kong- terminarán la resistencia de campesinos y organizaciones sociales. Están en juego la soberanía alimentaria, los servicios básicos y la vida misma.
* Investigadora del Grupo ETC