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Cultivar sociedad y conciencia de especie

Fuentes: eldiario.es

El contagio cooperativo en todas las escalas sí puede construir potencialidades que ahora no se ven. Y más si este viene desde abajo, se articula y obliga a hablar otros lenguajes más sustentables en el sistema-mundo.

La salida neoliberal nos ofrece deteriorar nuestro bienestar, incrementar las posibilidades de pandemia y encerrarnos aún más en el perverso círculo de la deuda. ¿Es posible cuestionar este modelo o por el contrario saldrá reforzado bajo la tormenta planetaria del coronavirus?

Dinero al alza, biodiversidad a la baja

El dinero no trae la felicidad y Estados Unidos es un buen ejemplo. Los trabajos del sociólogo Richard Sennett nos advierten de la inseguridad que crea no tener referencias (laborales, afectivas) para responder adecuadamente a la pregunta de «¿a quién le importo?». La precariedad, la contaminación, los malos hábitos alimentarios o las crecientes adicciones a drogas y estupefacientes hacen que la esperanza de vida, sin ser baja, no se encuentre entre los primeros 30 países del mundo. La vida no fluye pero el dinero en forma de crédito, sí. La deuda pública per cápita ronda los 56.000 euros. La presencia militar del país en el mundo, el crecimiento del PIB en las últimas décadas y el papel del dólar como moneda preferente de transacciones parecen asegurar un modelo de «éxito» a base de capital que no existe. Sin embargo, el endeudamiento tiene una cara hostil para el americano medio que acumula un «debe» en sus tarjetas de crédito de 4.000 euros y puede acabar pagando con la cárcel sus impagos. Lo mismo para los 44 millones de estudiantes envueltos en una deuda personal de 37.000 euros adquirida en su paso por universidades privadas. El bienestar no acaba de llegar, antes al contrario. El número de ciudadanos pobres se ha duplicado en los últimos 50 años, mientras sólo un 1% de ciudadanos acumula el 40% de la riqueza.

Pero el drama estadounidense no es sólo social ni tampoco afecta sólo a este país. El «éxito» de su doctrina ha significado el consumo más allá de lo razonable de la biodiversidad planetaria, hoy profundamente erosionada. Una deuda no contabilizada y que todos estamos pagando. Ésta es una de las conclusiones del estudio «La política de biodiversidad más allá del crecimiento económico» firmado por una veintena de científicos de 12 países. El aumento del cambio climático, la erosión de nuestros suelos y al desarrollo de especies (y de virus) invasores está directamente relacionado con la necesidad de revalorizar un capital monetario que desvaloriza nuestras condiciones de vida. Biodiversidad amenazada y que se expone como una de las razones detrás de la proliferación de gripes en los últimos tiempos: aviar, porcina y ahora la enfermedad denominada COVID-19. Los monocultivos intensivos, la deforestación y, sobre todo, la irrupción de las macrogranjas estarían detrás de la irrupción de nuevas formas víricas que afectan a nuestra especie, algunas de las cuales se transforman en pandemias mundiales.

El mencionado equipo internacional de científicos concluye que demandar más materiales, más energía y más sobretrabajo y precariedad humana va en contra de nuestra conciencia de especie. Propone repolitizar el debate de nuestra sustentabilidad y levantar barreras políticas y legales: restringir la actividad de industrias extractivas, disminuir la expansión de grandes infraestructuras, reducir y repartir el trabajo, además de fomentar el desarrollo agroecológico como forma de manejar nuestros recursos o bienes naturales. Y una medida nada baladí: ir más allá del crecimiento económico y plantear otros indicadores de bienestar.

Nada nuevo bajo el sol, pero nunca antes se había cernido la sombra del encierro masivo de gran parte de la población mundial. La investigación anterior (una más) puede leerse como una actualización de las miradas decrecentistas que apuestan por escindir o disasociar las ideas de «crecimiento monetario» y «desarrollo humano». Nos devuelve a la primera línea de los informes de los años 70 y 80 del pasado siglo: reconocer los «límites del crecimiento» (informe del Club de Roma de 1972), retomar la práctica de una sustentabilidad fuerte (el ecodesarrollo que adelantara Ignacy Sachs), construir un desarrollo a escala humana (estudio amparad o por las organizaciones CEPAUR y la Fundación Dag Hammarskjold y que popularizarían Max-Neef, Elizalde Hopenhayn en 1986), para recuperar así «nuestro futuro común» (Informe Brundtland de 1987).

La espiral de la deuda: morir matando

Todo apunta a que la receta neoliberal insistirá en el «morir matando». España se espera que llegue al 130% de su deuda como consecuencia de las recetas frente al coronavirus, lo que colocará este país al borde la bancarrota o a merced de más ajustes neoliberales, como ocurriera hace poco tiempo en la vecina Grecia. La apuesta neoliberal impulsó la reforma de la constitución (una propuesta realizada en pleno agosto de 2011) para modificar el artículo 135, de manera que el pago de la misma «gozará de prioridad absoluta» sobre otras inversiones como sanidad o educación. En el balance de cuentas estatales la situación es también conocida. La deuda pública que venía de niveles inferiores al 50% del Producto Interior Bruto (PIB) pasaba en pocos años a superar el 100%. El del crédito es un cuento que no puede tener final feliz y que puede justificar futuros autoritarismos.

Hay voces planteando otras salidas. Eric Toussaint lleva denunciando las funestas consecuencias de la política crediticia que pavimentará el camino a los ajustes estructurales en los países empobrecidos y, ahora ya, en los países más industrializados del sur de Europa: devaluaciones monetarias, privatizaciones y orientación de la economía del país a la exportación y al pago de la deuda. Así fue gestándose el hardware de la llamada «globalización», mientras corrientes de pensamiento académico, como los llamados «Chicago boys», iban elaborando el software necesario (modelos, legitimación) del que haría uso gobiernos de una nueva derecha que accedía al poder mediante elecciones (Thatcher, Reagan) o través de golpes de Estado (Pinochet).

En los años 80 los países periféricos consumaron un endeudamiento mayúsculo ante la llegada de los petrodólares (tras el alza del precio del barril de crudo decidido por los países árabes frente a la ocupación israelí) que pasaban a depositarse en los bancos del norte y de ahí, favoreciendo todo tipo de tropelías y dictaduras, a los países empobrecidos. La deuda era una grasa necesaria en tiempos de guerra fría para hacer oscilar la balanza hacia la órbita del Banco Mundial. Se aseguraba además el flujo creciente de materiales, energía y capitales hacia las economías centrales (Estados Unidos y la Comunidad Económica Europea, junto con Japón y Canadá por aquellos años). El dinero llegó, pero aquella década ochentera se conoce como la «década perdida» para el bienestar de América Latina o África. Esta experiencia fallida de la espiral insustentable de la deuda lleva al CADTM del que forma parte Toussaint (Comité por la Abolición de la Deuda en el Tercer Mundo) a trasladar el foco de los países considerados empobrecidos al planeta en general. La crisis desatada tras la propagación del coronavirus (la pandemia y el parón económico) justificarían la abolición de toda o parte de la deuda de un país (aparentemente soberano) apelando a un, reconocido internacionalmente, «estado de necesidad»: «un Estado puede renunciar a proseguir con el pago de la deuda porque la situación objetiva (de la que no es responsable) amenaza gravemente a su pueblo«.

¿Podría ser este un paso hacia la reconstrucción del derecho a tener derechos, a escapar del consenso carcelario de la deuda? El escenario político precisaría, antes de nada, sentir el empuje de un nuevo escenario social. La conciencia de opresión es un proceso a construir desde diferentes abajo que comienzan a hablar conjuntamente de supervivencia y de radicalidad democrática, nos recordaba el investigador E. P. Thompson, de lo que se considera y se vive como legítimo y lo que no. Aunque permita apuntalar algunos pilares de la casa, realizar desde arriba transformaciones que confronten el neoliberalismo se antoja poco plausible. Las cartas están marcadas.

Los diferentes partidos están de acuerdo, en el mejor de los casos, en ofrecer compensaciones (rentas mínimas para las personas más desfavorecidas) a cambio de que el grueso del edificio especulativo no se toque. El ala de la derecha institucional exige cobrarse aún más peajes bajo la doctrina del shock. El grueso del rescate (más de 700.000 de euros en el caso de Trump) está dirigido a mantener a flote las bolsas y socorrer a fondos de inversión en apuros. De paso, se insistirá en la erosión de la biodiversidad, gran problema para quien no esperase la reproducción de pandemias. La estadounidense Agencia de Protección Ambiental (EPA) suprimirá leyes relacionadas con el impacto ambiental mientras dure el impacto de esta crisis. El parlamento andaluz, inspirado por un neoliberalismo ultranacionalista, ya lo ha hecho a posteridad. La derecha del parlamento europeo pide tomar los fondos de la lucha contra el cambio climático para invertir en las consecuencias desatadas por el coronavirus.

¿Qué hacer?

Necesitamos un cuestionamiento moral y cotidiano de la salida neoliberal, en lo económico, en lo ambiental y en la estrategia de acumular adhesiones a través de la ilusión del consumo. Sin embargo, crear una nueva economía moral (que ha de basarse en la experiencia de economías que nos socialicen en otros valores, usos y costumbres) no va a pasar por el círculo de los partidos en el poder político o con aspiraciones a ello. Incluso el llamado New Green Deal (El nuevo pacto verde) suscrito por partidos alineados en la izquierda en América y Europa pretende ralentizar las emisiones, promover nuevas economías, pero el giro se antoja insuficiente en el medio plazo.

La vía socialdemócrata más verde para salir del atolladero planetario puede pasar de parchear el desastre a acabar consolidando, por la puerta de atrás, la centralidad de un modelo industrial insostenible (coches eléctricos y sustitución de energías pero no replantear movilidades) y del dinero como único flujo vital (en este caso mortal) para mantener una arquitectura social fundada en economías inviables y no esenciales. Por otra parte, las experiencias de arraigo localista, que en este país podrían relacionarse con las iniciativas municipalistas (políticas y sociales) para una economía social-solidaria, nos ofrecen laboratorios exitosos aunque frágiles. Se precisa base social y de experiencias. En general, las instituciones liberales pueden crear paraguas puntuales que acompañen o detengan parcelas de la barbarie (algo absolutamente necesario) pero no fabricar un descontento que abandone el apoyo a la economía especulativa-consumista y comience a explorar la defensa de otras «economías esenciales».

No queda otra, a mi entender, que construir y relocalizar economías, articular la defensa de un imaginario en torno a una «economía esencial» que no hipoteque nuestras vidas; proponer desde ahí agendas públicas capaces de ser sostenidas en su mayor parte desde la cogestión y el protagonismo social; y hacer lo posible por alinearse de forma concreta con la multitud variada de descontentos (y éste, aunque no lo parezca, puede ser el gran reto psicológico y social) para parar la barbarie. No expreso aquí la agregación de buenas intenciones para confluir, como el «marchar separados y golpear juntos». La tradición histórica más materialista y vertical siempre presuponía la sustitución de la autonomía social por alguna orquesta bien pertrechada tras un indiscutido director. Hablo aquí de cultivar sociedad como condición necesaria, aunque no suficiente per se, para habilitar cambios socioeconómicos de gran calado que nos eviten alguna que otra pandemia venidera.

¿Difícil? No, sencillamente ya está en marcha. Puede que no sea visible esa emergencia. Pero este camino del empuje social es el que puede experimentar, proponer y legitimar un cambio de calado civilizatorio. El neoliberalismo no es ni siquiera utópico, pues no plantea una salida en clave de bienestar, pero sí es definitivamente irreal, ya que no es posible seguir navegando por encima de las leyes de la termodinámica, del creciente vuelco climático o de la irrupción más agresiva de pandemias como consecuencia de la expansión de un sistema deforestador, minero y un creciente monocultivo industrial. Su salida puede ser una alianza militar-monetaria entre clases ricas y pudientes (poder cultural, institucional o religioso) que pueden escudarse bien en clases populares que se resisten a pagar las facturas del desaguisado. El ascenso de la ultraderecha está ahí. La entrada militar en la política, en Brasil o en estos días de «disciplinamiento social» en España, son también avisos serios. También la irrupción de movimientos que jalean esa vuelta fuerte a la nación manteniendo una jerarquización al interior a cambio de privilegios para unos pocos, pues pocos serán los afortunados. Una suerte de revisión que, caso de tomar ciertos tintes «verdes», sí nos podría llevar a hablar de ecofascismos.

Cultivar sociedad y conciencia de especie

La construcción social requiere, insisto, en retomar la idea de que el saber y el poder emancipador (recordando a Foucault) proviene de los márgenes, no del corazón o del cerebro de la bestia. Camino lento, significa repolitizarnos en clave de «somos territorios», «somos lazos sociales» y «somos especie». Y para ello no necesitamos precisamente banderas puntiagudas. Somos mamíferos que requieren un hábitat que nos acompañe para satisfacer necesidades básicas sin violentar el planeta: la salud, la nutrición adecuada, la cultura que nos aporta autonomía, la potencialidad para construir lazos sociales y el deseo apartado del consumo e imbuido de afectos y sexualidades sanas.

¿Y cómo? Cultivar sociedad pasa por construir nuevas economías y darle forma a esa economía moral (saludable, alimentaria) que sirva de freno a los atropellos de las élites o de las bases populares de la ultraderecha. Por ejemplo, de manera minoritaria aún, frágil y a veces poco articulada, la agroecología puede ser un ejemplo claro de vertebración de una nueva economía, real y moral, como apuntaban las conclusiones de la investigación citada al principio. Se trata de reconciliarnos con un manejo sustentable de nuestros bienes naturales, desde la biodiversidad a los ciclos del agua, pasando por la fertilidad de la tierra y la consolidación de sistemas agroalimentarios territorializados. Ya se ofrece como respuesta, aunque permanezca distante de los medios de comunicación.

En los próximos meses podremos ver algunas realidades que están apuntando, por ejemplo, a la problematización de la comida basura y del control (neoliberal y oligopólico) que ejercen las grandes cadenas de distribución. Veremos un repunte en la búsqueda de alimentos de proximidad, frescos o ecológicos. Comprobaremos la fuerza real de articulaciones que están demandando con fuerza virtual (adhesiones y comercializaciones vía internet) la vuelta de mercados locales y la implementación de políticas públicas frente al coronavirus que incorporen medidas de transición energética o de relocalización económica. Y el hecho de lo que palpemos no quiere decir que sea la dinámica que vaya a presidir la salida a esta crisis. Ni siquiera que vaya a ser el timón de las protestas que albergan las manifestaciones de los chalecos turbulentos: personas descontentas de referencias ideológicas diversas que se unen para protestar por la subida del precio de la gasolina o por los bajos precios que se pagan a quien produce alimentos.

Pero, frente al abismo neoliberal, una puerta se abre. Porque «el Estado no puede ser la respuesta frente a la mundialización del riesgo«, tal y como nos advierte María Eugenia Rodríguez Palop. Modelos tan distantes como China o Estados Unidos coinciden sin embargo en apostar por la contaminación creciente de sus territorios, la insustentabilidad de retomar el camino momentáneo de las energías fósiles (fracking, carbón, construcción de nuevos ductos) o el control y persecución de la protesta social. El contagio cooperativo en todas las escalas sí puede construir potencialidades que ahora no se ven. Y más si éste viene desde abajo, se articula y obliga a hablar otros lenguajes más sustentables en el sistema-mundo. Descontentos y reclamos van a sucederse en los próximos meses: el derecho a la salud auspiciado desde lo público, el golpe de la exclusión ante el parón económico, las salidas suicidas y patriarcales desde una militarización social de calles e imaginarios (el problema es «vencer», no resituar la vida en el centro de nuestras economías), junto con la activación de dinámicas agroecológicas. Tejer desde la intersección de esos campos puede que sea una opción, acaso la única ventana realmente abierta.

Fuente: https://www.eldiario.es/ultima-llamada/Cultivar-sociedad-conciencia-especie_6_1020207972.html