Tantas cosas que contar que las ideas se agolpan como sucede con los olores de las especias que inundan los zocos. Una ciudad de más de cinco millones; extensa, parduzca, del color del barro o de la tierra, camuflada como si quisiera pasar desapercibida a la sombra de la montaña Al Shej – el viejo, […]
Tantas cosas que contar que las ideas se agolpan como sucede con los olores de las especias que inundan los zocos. Una ciudad de más de cinco millones; extensa, parduzca, del color del barro o de la tierra, camuflada como si quisiera pasar desapercibida a la sombra de la montaña Al Shej – el viejo, literalmente, por su cabeza canosa, al igual que la cumbre siempre cubierta de nieve- y a cuarenta y cinco kilómetros de los Altos del Golán ocupados por Israel desde 1967 y amenazando a la propia Dimasq, como así se auto denominan, como si nada sucediera, la gente y el bullicio abunda por todas partes y la tranquilidad y parsimonia, como si fueran contagiosas, todo lo invade.
Para entrar a la gran Mezquita Omeya, solar de otros muchos Templos, se ha de pasar por el antiguo Templo romano de Júpiter, del que aun quedan restos y al lado del Mausoleo de Aladino y con el ritual de siempre y con unas cuantas libras te guardan el calzado, para los que se confiesen «no muslim» se entra al gran patio de la Mezquita. Todo resulta y es diferente o al menos no esperado o no lo que habíamos imaginado. Dentro ya, cientos de alfombras cubren las tres grandes naves y hacen la estancia menos fría tanto a los pies como al colorido. Continúa el ambiente de cordialidad y tolerancia de la calle con toda la diversidad de situaciones; familias sentadas charlando, niños jugando, parejas cortejando acarameladas, otros hablando por el móvil e incluso familias comiendo. Algunos leen, supongo que el Corán, otros recitan versos o salmos y otros realizan los rituales gimnásticos de sus rezos. Una mujer mayor, sentada con un gran libro en las manos, aconseja y predica a la gente a cambio de unas monedas que después cuenta sacándolas de una bolsa, lo mismo que un anciano santón, con barba blanca que poniendo las manos en la cabeza o en los hombros de los «feligreses» que se lo solicitan. Todo ello al lado de más uno que duerme la gran siesta y de otros sentados mirando al techo o descansando en silencio.
Saco fotos disimuladamente hasta que un «clérigo» de los de allí, con su turbante negro enrollado en la cabeza, y del que ignoro su nivel jerárquico, me llama para que le saque unas fotos con su propia cámara, flash incluido, poco a poco la cosa va a más y al rato una muchacha con su velo negro pasa a mi lado filmándolo todo, con una excelente cámara. Se acercan ya las siete de la tarde y la Mezquita empieza a vaciarse. Después de un par de horas de sorpresas y esperando que mis zapatos sean eso, mis zapatos, salgo a la calle y desde no sé dónde vuelvo a ver, medio anocheciendo ya, cómo las luces de la ciudad trepan por el monte Qasiun hasta la cueva-santuario mulsumán refugio de Eva, según dicen. Y de nuevo en el zoco de Hamidíe mezclado con la gente a curiosear cosas buenas y baratijas.
Sorprenden las diferencias, pero todo ya estaba ahí antes. La diferencia está más en nosotros mismos que en la propia realidad. La cultura, las costumbres y un montón de cosas más no han de ser lo que llevamos en nuestro magín cuando salimos de viaje y así lo que no nos cuadre es censurable cuando simplemente es distinto, diferente, ni mejor ni peor.
Visitamos en Maalula, a 56 kilómetros al Norte de Damasco, la Iglesia-Santuario premulsumán del siglo V o VI, de Santa Tecla y Deir Alseyede (el convento de Nuestra Señora)en ambos es necesario descalzarse para entrar pero sin que ello produzca «choque» como ocurriera en la Mezquita Omeya.
¿Cómo has ido a una ciudad y zona tan en conflicto, me preguntaban ayer? Pues no lo sé, pero nunca me he sentido más seguro ni se puede encontrar más bondad en la gente. Sí da miedo lo del «Eje del Mal» pero eso no es cosa que ellos puedan evitar.Esta sociedad y cultura tan vieja ha de moverse en un mundo diferente, nuevo para ellos, en medio de la permanente amenaza israelí desde los Altos de Golán o de las diarias agresiones verbales de Bush. En cambio, en las calles de Damasco sólo se oye «welcome» acompañado de una sonriente mirada.