La semana pasada ha vuelto a saltar a los medios de comunicación un caso de desmedida codicia empresarial con mortíferos resultados. La empresa responsable, una multinacional que opera en casi medio centenar de países, ha tenido que reconocer las mentiras con las que intentó ocultar su nociva actividad, tres años después del grave atentado ecológico […]
La semana pasada ha vuelto a saltar a los medios de comunicación un caso de desmedida codicia empresarial con mortíferos resultados. La empresa responsable, una multinacional que opera en casi medio centenar de países, ha tenido que reconocer las mentiras con las que intentó ocultar su nociva actividad, tres años después del grave atentado ecológico que causó. Se ha visto obligada a aceptar un arreglo de compensación económica para unos 31.000 ciudadanos de Costa de Marfil, que sufrieron en sus carnes los efectos del crudo capitalismo globalizado del que hoy disfrutamos.
Todo empezó a finales del 2005, con unos correos electrónicos cursados entre altos ejecutivos de la empresa en cuestión, dedicada a la comercialización de productos petrolíferos y que declara ser la tercera del mundo en importancia en esta rama, con unos beneficios de 440 millones de dólares en el año pasado. Esos mensajes habían permanecido ocultos hasta que su revelación, hace unas semanas, en un informativo de la BCC británica, destruyó la engañosa tapadera con la que la multinacional había pretendido encubrir el asunto durante estos años. Y anuló los intensos esfuerzos de su departamento «antilibelos», que había logrado imponer rectificaciones a lo publicado por la BBC y ciertos diarios británicos, además de ejercer presiones sobre algunos periodistas de Holanda y Noruega, a fin de acallar sus denuncias.
Una refinería estatal mexicana había puesto a la venta una gran partida de la llamada «nafta de coque», una gasolina contaminada que no podía tratar en sus instalaciones. Esto fue descubierto por un directivo de la citada multinacional: «Es lo más barato que uno puede imaginarse -escribía en un correo electrónico- y nos va a proporcionar un buen montón de dólares». La oficina londinense de la empresa confiaba en obtener unos beneficios de 7 millones de dólares por cada cargamento procesado. Pero para esto era preciso convertir el producto, al que en los mensajes se aludía como «mierda», en algo vendible. Se decidió emplear sosa cáustica para eliminar las impurezas sulfurosas.
Ese barato tratamiento -técnicamente llamado «lavado cáustico»- tuvo lugar a bordo de un petrolero fondeado en aguas de Gibraltar (tome buena nota de esto el lector español), entre abril y junio del 2006, donde se mezcló el producto adquirido en México con sosa cáustica y un catalizador. Pero ahí empezaron los problemas, porque como subproducto se obtenía un hediondo y peligroso desecho tóxico del que era preciso deshacerse. Los correos electrónicos prueban que los directivos de la empresa sabían lo que estaban haciendo: «Esta operación está prohibida en la Unión Europea, en EEUU y en Singapur», así como en otros muchos países «a causa de la peligrosa naturaleza de los residuos». Y también empezaron las mentiras, pues la empresa calificó a esos residuos de «agua sucia» y afirmó que eran como la mezcla de agua y petróleo obtenida cuando un petrolero lava sus tanques.
El buque fue rechazado por una compañía de Rotterdam, especializada en la eliminación de residuos tóxicos, que no tragó tan descomunal mentira y exigía el pago de una elevadísima tarifa para procesar ese tipo de residuos. Se abrió un proceso judicial en Holanda contra la multinacional, por su intento de engaño. Por último, el buque puso proa a Costa de Marfil, donde la carga fue trasvasada a los camiones cisterna de una compañía nativa, de incierto origen, que se prestó a la operación a precios irrisorios. Entonces se inició la terrible catástrofe medioambiental, pues los peligrosos residuos tóxicos fueron arrojados, sin más contemplaciones, en quince vertederos de los alrededores de Abiyán, la capital del país. Durante el 2006, los hospitales de la ciudad no dieron abasto; miles de personas tuvieron que ser atendidas, y al menos doce murieron a causa de los elevados niveles de anhídrido sulfuroso.
Los productos desprendidos por los residuos produjeron quemaduras, náuseas, diarreas, pérdidas de conciencia y muerte entre quienes entraron en contacto con ellos. La multinacional, sin aceptar responsabilidad alguna, indemnizó a las familias de los fallecidos en el 2007 y contribuyó a la limpieza de lo contaminado, ante la inocultable evidencia de la catástrofe. El empresario marfileño que esparció los residuos fue condenado en su país a 20 años de prisión; es el único encarcelado por tan grave asunto. El resto de la trama contaminadora permanece a salvo, dada su condición de compañía multinacional asentada a la vez en todas partes y en ninguna.
http://www.estrelladigital.es/ED/diario/235934.asp
Cada una de las víctimas recibirá 1.600 dólares y… ¡aquí no ha pasado nada! Al fin y al cabo, con ese dinero serán felices esos miserables subsaharianos, capaces de vivir con menos de un par de dólares al día. Para concluir, permítanme añadir un pequeño detalle. Uno de los directivos fundadores de la empresa contaminadora, el barón suizo Erick de Turckheim, declaró ante la BBC que los desechos tóxicos ya citados «no eran de ningún modo peligrosos para los seres humanos». El viejo cóctel de aristocracia sin escrúpulos, dinero fácil y capitalismo global (antes, «colonial») parece seguir haciendo de las suyas ya entrado el siglo XXI.