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De Afganistán a Iraq y Siria

Democracia exportable

Fuentes: Grupo Correo

La situación actual de Afganistán es indigna e injusta, aunque desde muchos lados se hacen esfuerzos para evitar enfrentarse a ella y que la realidad del país salga a la luz pública. Para los afganos no es nuevo, pues ya era indigna e injusta durante el gobierno talibán, incluso antes. La experiencia talibán es, con […]

La situación actual de Afganistán es indigna e injusta, aunque desde muchos lados se hacen esfuerzos para evitar enfrentarse a ella y que la realidad del país salga a la luz pública. Para los afganos no es nuevo, pues ya era indigna e injusta durante el gobierno talibán, incluso antes. La experiencia talibán es, con otros aspectos, responsable de que para una parte importante de la opinión pública internacional gobierno islámico y gobierno terrorista sean fundamentalmente una misma cosa, gravísimo error. Pero el problema llega ahora, puesto que la legitimidad con la que Estados Unidos y los aliados ocuparon militarmente el país, hace ya casi cuatro años, y desalojaron a los talibanes, se basaba en la promesa de implantar un sistema democrático. Así, de golpe, como si la democracia se pudiera instalar de una vez y limpiamente, y su éxito poco tuviera que ver con la tradición institucional, los derechos humanos, la concienciación ciudadana o la soberanía.

Las cosas se han torcido en Afganistán y, en estos momentos, la división tribal, la corrupción, la debilidad del gobierno, la revancha de la guerrilla y la violencia contra los derechos humanos siguen estando al orden del día. Los más ingenuos esperaban que, con la aprobación de la nueva Constitución -de redacción vigilada por los aliados-, determinadas actitudes cambiaran de un plumazo. Si la experiencia política del siglo pasado ha demostrado algo en este aspecto es que realidad y teoría constitucional deben ir cogidas de la mano para surtir los efectos de cambio que motiva toda revisión de la norma política suprema. Por eso, pocas cosas cambiaron después de que, el pasado enero, el Presidente Hamid Karzai promulgara la nueva Constitución democrática. Apenas tres meses después, una mujer moría lapidada públicamente en manos de su marido y las autoridades locales, condenada por adulterio. «El caso de Amina demuestra que el gobierno afgano no protege a la población y no garantiza la justicia ni la imparte, especialmente para las mujeres», ha denunciado Amnistía Internacional.

La cruda realidad es que los afganos cumplieron su papel como cabeza de turco en esa jauría de fieras en que devinieron las relaciones internacionales tras el 11 de septiembre. No han sido los únicos. Como es de sobra conocido, Sadam Husein ejercía de tirano entre tiranos, pero si algo no podía acusarse al expresidente era de fomentar el integrismo musulmán. Por eso era tan difícil creer en una alianza natural entre Husein y Al Qaeda. Irak pertenecía a ese grupo de países de mayoría musulmana donde, a diferencia de otros regímenes -Marruecos, sin ir más lejos, cuyo rey mantiene las más altas funciones de gobierno al tiempo que es líder religioso del país-, el gobierno no promovía ninguna religión de Estado, lo que constituía un motivo entre los occidentales para defender la necesaria victoria de Irak sobre Irán por el bien del mundo en una guerra que ocupó buena parte de la década de los ochenta. Por cierto, era el propio Jomeini el que acusaba a Baas, el partido único de Sadam Husein, de prostituir el islam.

No parece creíble que los norteamericanos ignorasen qué iba a ocurrir al abrir la caja de Pandora y desatar, sin un liderazgo firme y en un Estado donde no existía nación, tensiones entre kurdos, chiitas y sunitas, musulmanes todos. El proceso electoral ha sido peligroso y poco creíble, constituir gobierno una tarea ardua, y acabar con la violencia misión imposible. Realizar elecciones no es instituir la democracia, como tampoco lo será la aprobación de la Constitución prometida. En estos momentos, en que los muertos se cuentan diariamente por decenas, Irak es un país al borde de la guerra civil. Al igual que Afganistán, también Irak cumplió su papel en el nuevo escenario de las relaciones internacionales, aunque para satisfacer otro tipo de intereses.

Tras Afganistán e Irak, siguen siendo malos los augurios hacia la región. Unas semanas atrás, los ojos de medio mundo apuntaron hacia las tropas sirias destacadas en el Líbano, las protestas de los libaneses y la presión internacional sobre Damasco para que desocupara el país de los cedros. Durante décadas, esas fuerzas permanecían en territorio libanés sin levantar ningún tipo de reclamo que llegase a oídos de la comunidad internacional. El asesinato del ex primer ministro libanés, Rafik Hariri hizo estallar la voz de alarma, y una buena parte de la ciudadanía mundial, ajena por completo al conflicto, supo de la existencia de soldados sirios en territorio libanés. Es poco conocido el hecho de que fue la Liga Árabe la que solicitó a Siria el envío de tropas al Líbano en 1976, en el marco de la guerra civil que asoló el país, y que durante el complejo conflicto se alinearon y desalinearon varios bandos: sunitas, chiítas, cristianos maronitas, palestinos…

En 1989, en Taif, Arabia Saudita, se reunieron los diputados libaneses para poner fin a la guerra civil, que había durado dieciséis años, lo que fue seguido por una disminución paulatina de la presencia militar siria en el Líbano, pero no de su retiro. De los 40.000 soldados sirios desplegados en aquella época, en 2005 quedaban menos de 15.000. Es difícil menospreciar el trabajo de estas tropas como fuerzas de interposición para la resolución del sangriento conflicto libanés, como tampoco puede obviarse que Damasco, con el beneplácito de determinadas élites libanesas, ha ejercido durante todos estos años una influencia decisiva y de difícil legitimación sobre el Líbano, aprovechando la situación de inestabilidad de la zona y la presencia militar. La salida de las tropas sirias se decidió por la misma Liga Árabe, y Naciones Unidas exigió la salida de los sirios en septiembre de 2004.

Aún hoy, nadie sabe quién asesinó a Hariri, que de familia humilde pasó a multimillonario y nunca fue un radical antisirio. El conocido como «señor del Líbano» podía tener muchos amigos, pero lo cierto es que también contaba con una larga lista de enemigos. Sobre los responsables, hay hipótesis para todos los gustos: desde los israelíes hasta los propios servicios secretos libaneses, pasando por Hezbolá o, cómo no, los sirios. Casi al mismo tiempo Estados Unidos anunciaba que Siria había pasado a engrosar el eje del mal, del que también forma parte Irán. No puede olvidarse que los complicados entresijos de la relación siriolibanesa se sitúan en una región dominada por el conflicto enquistado entre Israel y Palestina, otro que también cumple su papel. Desafortunadamente, en este caso las resoluciones de las Naciones Unidas no se cumplen, por mucho que presione la comunidad internacional.

Los norteamericanos no están para gracias, y tanto Damasco como Teherán lo saben. Ni Siria ni Irán son modelos válidos de democracia, ni en el ámbito de los derechos humanos, ni en el de las elecciones transparentes, ni en el de la división de poderes. Pero no cabe la sorpresa: la gran parte de la población mundial vive bajo regímenes que no aprobarían ningún examen en cuanto a estos aspectos. Ahora bien, que se preparen aquellos pueblos a los que norteamericanos y sus aliados impongan el modelo de democracia exportable, porque experimentarán sin intermediarios cómo cualquier situación mala es susceptible de empeorar.