El 9 de abril la Bolsa de Comercio de Rosario realizó el tradicional remate del primer lote de soja. El acto marca el comienzo formal de la comercialización de granos en la temporada, una que se viene desarrollando con indicios de cosechas records, pero atravesada por el incremento de los costos y la reducción de […]
El 9 de abril la Bolsa de Comercio de Rosario realizó el tradicional remate del primer lote de soja. El acto marca el comienzo formal de la comercialización de granos en la temporada, una que se viene desarrollando con indicios de cosechas records, pero atravesada por el incremento de los costos y la reducción de los precios internacionales, lo que disparó un clima de revuelo interno en el sector. Una jornada inusual para los últimos años de bienaventuranza exportadora.
Cinco días más tarde, el 14 de abril, quedaba inaugurado el VI Congreso de la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo-Vía Campesina, un espacio de articulación continental que tiene más de 20 años y que asume la representación de los movimientos campesinos, de trabajadores rurales y de pueblos indígenas y afrodescendientes de toda América Latina, que fueron uno de los núcleos más duros de resistencia en los años neoliberales. La Cloc-Vc se formó en el marco de la campaña continental «500 años de resistencia indígena, negra y popular», desarrollada entre 1989 y 1992. Su primera reunión había sido en 1994, en Perú, al calor del levantamiento zapatista. Más tarde pasó por Brasil (1997), México (2001), Guatemala (2005) y Ecuador (2010). Los más de mil delegados de 21 países de toda Latinoamérica, Asia, África y Europa, consolidan así una instancia de resistencia frente al modelo productivo implementado en éstos países durante las últimas dos décadas. Son los que no creen (porque sufren las consecuencias) en las promesas de «desarrollo» y «crecimiento» que el auge de los commodities despertó, condenando a los países ricos en recursos naturales a ser los grandes proveedores de las potencias, que tienen los capitales.
El lado A
Frente a la Bolsa rosarina, decenas de organizaciones se juntan todos los años para reclamar acciones políticas concretas que pongan un freno al avance del modelo agroextractivo sostenido en el uso de paquetes agroquímicos (y la dependencia tecnológica con la transnacionales productoras-desarrolladoras), la expansión de las fronteras productivas (y la desertificación y desforestación consecuentes) y la pérdida de la soberanía alimentaria (con cadenas de producción dominadas por capitales extranjeros y monopólicos). «Con esta jornada queremos poner en debate lo que significa este supuesto desarrollo y supuesto bienestar, que está concentrado en muy pocas manos. Los principales actores de este sistema productivo son las grandes empresas transnacionales, basta recorrer unos 30 km sobre el río Paraná, ver de quiénes son los puertos instalados allí y los barcos de gran calado y camiones que llegan a esos puertos», afirmaba María Elena Saludas, de Attac, que venía de participar del Foro Social Mundial, realizado en Túnez.
En el mismo momento, pero del lado de adentro, Raúl Meroi, presidente de la entidad, actualizaba los reclamos por la apertura de mercados y la eliminación de retenciones. La «presión impositiva» y las cargas de la intervención estatal son los puntos centrales que proponen estos sectores de cara al recambio presidencial. Son, en su mayoría, los representantes de la porción de productores y acopiadores que retienen más de un 30% de la producción, especulando con los precios internacionales y como método de presión sobre el gobierno. Hoy la soja, por el incremento de costos y el marco de políticas públicas, no es rentable para cualquiera: la salida que proponen, es oxigenar la producción ampliando los márgenes de ganancia, reduciendo la participación estatal.
Algunos funcionarios y candidatos, de hecho, estaban presentes, escuchando las demandas. Casi ninguno pone en discusión el modelo productivo, ni denuncia sus consecuencias o promueve alternativas que permitan combatir el proceso de concentración y extranjerización transgénica que comenzó en 1996 y se intensificó en adelante.
El lado B
Cinco días más tarde, otra mesa era escenario de declaraciones. En el acto inaugural del VI Congreso, se realizó una invitación simbólica como participante de honor a Eduardo Galeano, uno de los cronistas por excelencia de las vidas de los campesinos y los sin tierra del continente. «Estas democracias que hemos conquistado no van a poder sostenerse en el tiempo si no profundizamos y si no construimos por sobre todo la soberanía alimentaria», lanzó desde ese lugar Diego Montón, integrante del Movimiento Nacional Campesino Indígena de Mendoza.
Uno de los objetivos del Congreso es avanzar en políticas concretas que permitan materializar algunas conquistas formales recientes, como las Directrices Voluntarias de la Tierra, aprobadas por la Fao, pero que no son vinculantes para los Estados. También continuar la discusión de la Declaración de los Derechos de los Campesinos, que está en tratamiento desde hace tres años en el Consejo de Derechos Humanos de la Onu. Estos reconocimientos darían un marco legal de protección de esos sectores ante la avanzada de las propuestas del «fin del campesinado», ligadas a la «segunda revolución de las pampas» impuesta con la producción transgénica. También permitirían avanzar en políticas concretas de empoderamiento y abrir ámbitos institucionales que representen los intereses de estos sectores, como la creación de la Secretaría de Agricultura Familiar en la Argentina, o la sanción de la Ley de la Madre Tierra y el Bien Vivir, en Bolivia.
«El derecho a la tierra, la función social de la tierra y la necesidad de reformas agrarias como obligaciones de los Estados, así como la definición del sujeto de la declaración y la necesidad de garantizar la vida digna en el campo, en servicios, salud, educación. Esta Declaración será un momento histórico de América latina», afirman desde la organización.
El contraste entre modelos
La agricultura familiar y las prácticas productivas campesinas son las que se encuentran más vinculadas a los usos y costumbres de las regiones y a las tradiciones históricas de las poblaciones. Constituyen, además, el 53% del empleo rural, a diferencia de la gran producción sojera, que es el cultivo que menos mano de obra produce. También se trata de un sector en donde la agricultura y la ganadería se encuentran en comunión, reduciendo el impacto de la producción en el ambiente y complementándose en el sostenimiento de las bases estructurales del suelo y el equilibrio de la biodiversidad.
Muy diferente al proceso de agotamiento de los suelos, con pérdidas casi irreversibles de su valor nutricional, que afecta a la zona núcleo sojera y sus derredores. Un costo acumulado que no solo afecta a las poblaciones que sufren las inundaciones a partir de la impermeabilización del suelo, o los desmontes y desalojos, sino que repercute en la producción misma, reduciendo la calidad del grano y, por lo tanto, debilitando la capacidad comercial de los productos argentinos. La agresión sobre la naturaleza, desata la respuesta, y esa resistencia biológica en forma de malezas y plagas, impone la necesidad de nuevas inversiones y de más litros de productos químicos cayendo sobre los campos. Una espiral técnica-productivista que solo conduce a la autodestrucción, pero con ganancias en manos concentradas y, por lo general, ligadas al capital transnacional.
El reclamo de los campesinos y agricultores familiares, que resisten el empellón del modelo de alta tecnología que desplaza al hombre del campo e impone la gestión desde la ciudad ostentosa, es también por la preservación de los bienes comunes que se están extirpando. Lo que piden no es menos presencia del estado para agrandar rentabilidades, sino, por el contrario, su presencia en el fomento de otras prácticas productivas que recompongan los lazos y relaciones de las comunidades y la tierra.
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