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Ecuador: Alertas ante el ruido de los sables

Fuentes: Insurgente

Hace unos días, el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, desmintió la existencia de una sublevación militar y aseguró que una publicitada reunión de oficiales de la Armada en el Fuerte Huancavilca no constituyó manifestación en contra de su Gobierno, sino solamente demostración de apoyo de un batallón de infantería de Marina a su comandante. En el […]

Hace unos días, el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, desmintió la existencia de una sublevación militar y aseguró que una publicitada reunión de oficiales de la Armada en el Fuerte Huancavilca no constituyó manifestación en contra de su Gobierno, sino solamente demostración de apoyo de un batallón de infantería de Marina a su comandante.

En el criterio del mandatario, parece que entre algunos jefes hay incomprensión de los cambios ocurridos en la institución, cambios que, de acuerdo con el ministro de Defensa, Wellington Sandoval, «se producen con toda naturalidad», en ocasión del primer año de Correa en el poder, y que, si bien han originado un poco de expectativas, no han generado insubordinación militar.

O sea, que el ruido de los sables no alcanza decibeles alarmantes. Y ojalá que nos los alcance. Como ojalá resulten simple recelo las denuncias de intento de soborno a los aliados del gabinete en la Asamblea Constituyente. Soborno que estaría destinado a desestabilizar y destituir al Presidente.

Un presidente que se ha convertido en el impulsor principal de que Ecuador disponga hoy de una política económica soberana, sin dictados externos, ni la intromisión del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, según el propio Correa, quien acaba de anunciar, para el 2008, un país con nuevos conceptos, entre los cuales figuran la reestructuración del sector público, la regionalización del territorio, para descentralizar y desconcentrar en forma ordenada, y la racionalización de las finanzas públicas.

Ahora, querámoslo o no, esas mismas medidas populares nos hacen temer un aumento del ruido de los sables, porque ¿habrá alguna oligarquía tolerante de que el pago de la deuda social, es decir las mejoras dirigidas a los de abajo, sobrepase al abono del servicio de la deuda externa, como sucedió en el 2007?

¿Habrá alguna burguesía internacional que permanezca tranquila cuando se le dedica más al bienestar del pueblo que a los acreedores externos? No, no habrá burguesía que escuche de buen grado palabras como las que siguen, pronunciadas por el mandatario: «No nos interesa cuán bien estén los ricos; nos interesa cuán menos mal están los que menos tienen».

Indudablemente, Rafael Correa y el 80 por ciento de la población ecuatoriana, que aprueba la labor gubernamental, tendrán que continuar enfrentando la oposición de la derecha, de los banqueros, de un grupo de alcaldes y de un sector de la prensa -como siempre, la gran prensa-, que pretenden frenar las reformas para regular la economía y acabar con la crisis política de la última década.

Esos grupos, de menguada influencia, observan con evidente preocupación el que Ecuador, como Bolivia y Venezuela, propugne el camino de una economía socialista, con el consiguiente control por el Estado de los recursos naturales, la tierra incluida. Una estrategia que beneficie a los más, mientras en América Latina, que crece a un ritmo anual de entre cinco y seis por ciento, en general la riqueza se concentra en pocas manos, y los índices de pobreza, pobreza extrema y desigualdad permanecen casi estáticos a lo largo de medio siglo. Hoy hay nada menos que doscientos treinta millones de pobres.

¿Por qué? Porque, como acuñaba un analista, para los ávidos poseedores de fortuna un país es rico si tiene pobres que trabajen. Si tiene mano de obra competitiva: aquella que se ofrece por el salario más miserable.

Y claro que ese es el precio que no quiere pagar Rafael Correa, cuyo Gobierno redujo el sueldo de presidente de la República; logró por primera vez en la historia equidad de género en el gabinete ministerial; estrechó vínculos con sus vecinos suramericanos, sumándose a la corriente integracionista que recorre al continente; ratificó la decisión de no renovar la base norteamericana de Manta más allá del 2010; y denunció el Tratado de Protección de Inversiones entre Estados Unidos y Ecuador, por no ser beneficioso para esta última nación.

A todas luces es mucho lo realizado por el presidente Correa en aras de los «humillados y ofendidos» desde que triunfara en las elecciones, en noviembre de 2006. Si un desavisado nos preguntara qué ha hecho, responderíamos: entre otras cosas, recuperar la producción petrolera, sumida en el descalabro total. Pero destacaríamos que lo principal está por delante, a juzgar por declaraciones del estadista, que se ha impuesto la tarea de acabar con la desigualdad social, reconstruyendo los sectores de la salud y la educación, así como crear fuentes de trabajo, para extirpar la miseria.

Si el propio presidente de Ecuador reconoce que entonces vendrán las verdaderas resistencias, los verdaderos ataques, de la derecha, de la oligarquía nacional complotada con la internacional, nosotros cumplimos con el deber de mantener el oído alerta, con el fin de detectar el ruido de los sables, por muy tenue que por el momento este parezca.