«Como no es nuestro cometido elaborar un plan eterno para el futuro, lo que tenemos que hacer es una evaluación crítica y no tendenciosa de todo lo que nos rodea; no comprometedora, en el sentido de que nuestra crítica no puede temer sus propios resultados, ni temer enfrentarse a los poderes existentes» Karl Marx Las […]
«Como no es nuestro cometido elaborar un plan eterno para el futuro, lo que tenemos que hacer es una evaluación crítica y no tendenciosa de todo lo que nos rodea; no comprometedora, en el sentido de que nuestra crítica no puede temer sus propios resultados, ni temer enfrentarse a los poderes existentes»
Karl Marx
Las guerras de Irak y Afganistán, junto a la derrota estratégica de Israel en la guerra contra Hizbulá en 2006 y la matanza perpetrada en Gaza en 2008-2009, han sumido a EEUU en un inobjetable declive en Oriente Próximo. Consciente de ello, la Administración Obama no considera tan prioritaria esta zona del mundo como su predecesor George Bush, y así lo recoge en la Estrategia de Seguridad Nacional de 2010 y en la que se sustenta su política durante los cuatros años de mandato. Este declive es consecuencia, además, del surgimiento de las llamadas «potencias emergentes» que hace tiempo dejaron de «emerger» para ser una realidad. Los datos oficiales de EEUU así lo ponen de manifiesto: en el año 2000 el PIB estadounidense suponía el 61% del total de lo que hoy es el G-20, pero esta cifra cayó al 42% en 2010; si en el 2000 el PIB de EEUU era ocho veces el de China, en 2010 era menor de tres veces, por mencionar sólo a uno de esos países mal llamados «emergentes». Desde la derecha y desde la izquierda de EEUU (Mark Helprin, Michael Kinsley, Paul Krugman…) se viene recogiendo desde hace tiempo esta realidad a la que se hace poco caso en los mentideros de izquierda europeos y latinoamericanos, obsesionados con el poder absoluto del «imperio».
Pero las cosas van por otro lado. Sin negar que EEUU sigue siendo la superpotencia, por ahora o todavía, cada vez se enfrenta a una merma mayor de su poder. En términos leninistas, eso nos llevaría a hablar de una agudización de las contradicciones interimperialistas que se resuelven generalmente con guerras y los chinos están convencidos que habrá una, y a gran escala, antes de que China alcance la paridad estratégica con EEUU. Libia no es más que el aperitivo de lo que se avecina y en un ámbito crucial: los países productores de petróleo, que adquieren una nueva importancia y dimensión tras el desastre nuclear de Fukusima y las dudas que se han instalado, con fuerza, sobre el futuro de la energía nuclear.
En el caso de Oriente Próximo, ello ha supuesto la aparición de potencias medias que, estratégicamente, ponen en duda la supremacía estadounidense en esa parte del mundo al ganar cuota de mercado y preponderancia política. Es el caso de Turquía, quien al convertirse en el principal adalid del apoyo a Palestina tras prácticamente romper con Israel tras el asalto a la flotilla solidaria a Gaza en 2010, ha emergido como un poder real en la zona, mediando en las revueltas de Bahrein, de Siria y estrechando lazos con Irán lo que le ha supuesto ser reconocido como un interlocutor a tener en cuenta por los países musulmanes. Prueba de ello es que un turco es presidente, por primera vez en la historia, de la Organización de la Conferencia Islámica de la que forman parte 57 países, y que su historia reciente está siendo seguida con mucho detenimiento por no pocos actores de la ola de cambios que se están produciendo en el mundo árabe.
Arabia Saudita
El auge de Turquía en Oriente Próximo fue visto con alarma por Arabia Saudita que, de inmediato, se dio cuenta de lo que significaba que un país no árabe asumiese un papel relevante en defensa de la causa tradicional árabe: Palestina. Desde su actitud de práctica ruptura con Israel por el asalto a la flotilla, las críticas a Turquía comenzaron a proliferar en los periódicos sauditas hasta el extremo de convertir a los turcos en uno de los enemigos a batir: «nosotros, los países árabes, somos vulnerables, tal como lo demuestran los poderes de los rivales compitiendo sobre nosotros y el esfuerzo para atraernos bajo sus auspicios o para obligarnos a someternos a su voluntad. Turquía, Irán e Israel [el orden en que se mencionan es importante, pues dice mucho de la actitud saudita] lo que tienen en común son las aspiraciones en la región y lo que los diferencia es quién obtendrá la mayor parte del pastel árabe» (1).
Como Turquía se había acercado a Siria y comenzado a moverse en la región, los saudíes se vieron obligados a hacer lo mismo: Arabia Saudita hizo las paces con Siria -ahora el rey saudita se ha posicionado rápidamente con Bashar Al Assad frente a las revueltas en Siria, aunque no es descabellado pensar que financia de manera encubierta a los grupos salafistas sirios para debilitar al gobierno de Assad en un esfuerzo por lograr un cierto distanciamiento de Irán, país con el que Siria tiene una relación estratégica-; buscase un acuerdo con este país para apoyar a Iyad Alawi como primer ministro de Irak (acuerdo que se rompió al oponerse firmemente Muqtada Al-Sadr, uno de los principales actores iraquíes); mediase con las fuerzas prooccidentales libanesas de Hariri para llegar a un acuerdo sobre la composición del gobierno en ese país y la presencia en el mismo de Hizbulá – así como presionando para aplazar la sentencia del Tribunal Internacional para el Líbano en la que se condenará a miembros de Hizbulá por el asesinato del primer ministro Rafik Hariri-, y con ello logró los apoyo suficientes para parar en la Liga Árabe un intento de normalizar las relaciones con Irán que se había producido en este organismo a mediados de 2010.
Es desde ese año que Arabia Saudita actúa de forma abierta como potencia emergente en la zona, aunque había venido moviendo sus piezas un tiempo antes. En noviembre de 2009 su Ejército había entrado en Yemen en apoyo de las fuerzas yemenitas que combatían a los rebeldes houtis. Aquí Arabia Saudita aplicó la misma estrategia que Israel contra los palestinos: operó en aguas internacionales, bombardeó bastiones rebeldes dentro del territorio yemenita (utilizando bombas de fósforo, como Israel en Gaza) y desplazó a centenares de pobladores de aldeas fronterizas para «crear una zona de seguridad» (sic) que pusiese fin «al flujo de terroristas, contrabandistas e inmigrantes ilegales». La nula reacción internacional a esta operación indicó a la monarquía saudita que podía ir más allá cuando quisiese, lo que ha hecho ahora en Bahrein.
Si en esa ocasión contó en el visto bueno de EEUU, que considera a Yemen una base de operaciones de Al-Qaeda -y así hay que interpretar que sean los saudíes quienes han impuesto, utilizando al Consejo de Cooperación del Golfo, una «solución» a las revueltas populares en Yemen, promoviendo a su candidato, el general Ali Moshen Al Ahmar, un corrupto enriquecido por el contrabando de petróleo en el país más pobre del mundo árabe, como el sustituto del actual presidente en una etapa «de transición»-, no ha ocurrido lo mismo con la invasión de Bahrein. Aquí Arabia Saudita, al estilo de Israel, ha puesto a la Administración de Obama ante unos hechos consumados.
Un país casi inmune a la presión estadounidense
En contra de la visión de que Arabia Saudita no es más que otro peón de la estrategia imperial de EEUU en la zona, la realidad es que este país se ha convertido en casi inmune a la presión estadounidense, lo que le ha permitido emerger como potencia regional: no tiene ninguna necesidad de ayuda financiera, cuenta con un papel hegemónico dentro de la OPEP (ha aumentado su producción de petróleo en casi 700.000 barriles diarios para compensar los suministros perdidos a causa de la guerra contra Libia) y se prepara para un aumento del 28% de su producción de petróleo (2) en un futuro próximo con la finalidad de «satisfacer la demanda mundial o cubrir interrupciones en otros lugares». Es decir, está anunciando con antelación una nueva crisis y no es precisamente en Libia, sino en Irán.
Además, no son pocos quienes en los países del Golfo Pérsico mantienen que esos países deben desaparecer e integrarse en Arabia Saudita (como ha propuesto públicamente el 1 de marzo de este año el escritor kuwaití Addulá Al-Nafisi) como forma de «hacer frente a la nueva situación regional e internacional». Al Nafisi está llevando al extremo un sentimiento muy extendido dentro de los sunníes del Golfo ante lo que consideran un papel hegemónico de Irán y el miedo que sienten a la revuelta de los shiíes, minoritarios en todos esos países a excepción de Irak y Bahrein. Con la intervención en Bahrein, tanto Arabia Saudita como los Emiratos Árabes Unidos y Kuwait han atizado hasta extremos muy peligrosos el enfrentamiento sectario sunní-shíi.
Sin embargo, no es un conflicto religioso, sino económico. Al igual que en Irlanda del Norte, donde los católicos han sido -y siguen siendo- durante años ciudadanos de segunda clase en todos los ámbitos, lo mismo ocurre en los países del Golfo con los shíies, privados de derechos e inmersos en una situación económica totalmente diferente (por lo mala) de los sunníes.
EEUU y Arabia Saudita han tenido un buen acuerdo durante casi 80 años: los saudíes suministran el petróleo que necesite EEUU a cambio de que los beneficios lleguen directamente a la familia gobernante, en todas sus ramas, que recibe todo tipo de protección por parte de los estadounidenses pese a la represión interna, la falta de libertades y la ideología extremista en que se sustenta. Por dar unos datos, sin entrar en profundidades, Arabia Saudita no tiene Constitución, ni gobierno representativo, ni libertad de prensa, ni de reunión. Las iglesias y sinagogas están prohibidas y los shíies son tratados como apóstatas (es frecuente referirse a ellos con el término peyorativo de «rafiditas», que se vendría a traducir como «los que rechazan» -rafad-) si hacen manifestación pública de su fe. El 23 de abril se convocaron una especie de elecciones municipales (las primeras de su historia fueron en 2005) en las que las mujeres no han podido votar… Se podría seguir, pero con estos datos basta para entender de qué país se está hablando.
Arabia Saudita se ha convertido en uno de los mayores receptores de armas de EEUU que, no obstante, no serán nunca utilizadas contra Israel, en teoría su enemigo pero con quien quiere normalizar relaciones lo antes posible. Así está recogido en el plan árabe adoptado -a iniciativa suya- en 2002 en Beirut por la Liga Árabe, recuperado tras la victoria de Hizbulá en la guerra de 2006 y vuelto a confirmar en 2009 en una cumbre en Doha celebrada poco después de la matanza de Gaza si Israel acepta retirarse de los Territorios Ocupados y establecer una solución justa para los refugiados palestinos. Este plan, de nuevo, sirve de base al que en estos momentos elabora la Administración Obama para que Israel y la ANP vuelvan a la mesa de negociaciones y se evite de esta forma que la Asamblea General de la ONU vote, en septiembre, el reconocimiento de Palestina como estado miembro, lo que pondría en un grave apuro a EEUU y sus aliados europeos que tendrían muy difícil justificar su voto negativo.
Pero tantas y sofisticadas armas estadounidenses no han servido para gran cosa a Arabia Saudita. Al contrario que Israel, que sólo ha salido derrotado de una guerra contra los árabes, la librada contra Hizbulá en el verano de 2006, la primera aventura militar saudita no salió muy bien. En Yemen tuvieron más de un centenar de muertos y medio millar de sus soldados fueron capturados por los rebeldes houtis, pero ello no es óbice para que el Ejército, reforzado muy recientemente con moderno material (3), se muestre dispuesto a utilizarlo y ponerlo a disposición de EEUU si se decide una guerra contra Irán. Los recientes movimientos sauditas van en este sentido.
La creciente autonomía de Arabia Saudita no significa una ruptura con EEUU, sino que sitúa a la monarquía wahabita en el mismo nivel que Israel en cuanto a que ambos países colocan a EEUU ante los hechos consumados. Sirven a la estrategia imperial (como cuando «recuerdan» a China la dependencia que tiene respecto al petróleo saudita para aliviar resquemores ante la adopción de sanciones contra Irán o la guerra contra Libia) pero han adquirido el suficiente poder como para hacer valer sus intereses aunque, en ocasiones, choquen con los estadounidenses.
Todo esto significa un declive de la supremacía de EEUU en Oriente Próximo. Arabia Saudita no hubiese dado este paso si no se hubiese sentido menospreciado por EEUU cuando al inicio de las revueltas en Túnez y Egipto exigió a Obama apoyar a los presidentes depuestos , especialmente a Mubarak. Fue la gota que colmó el vaso de la paciencia, ya a punto de rebosar fue cuando desde EEUU se hizo todo lo posible para desautorizar el acuerdo entre Hamás y Fatah que había sido alcanzado en 2007 por mediación saudita. Este acuerdo fue una mediación especial del rey Abdulá y fue roto por Bush y algunos hombres fuertes de Fatah. Una afrenta que la casa real saudita no perdonó.
La obsesión iraní
Como ocurrió con Turquía, también Arabia Saudita ha esperado el momento oportuno para dar este paso de emanciparse de EEUU. Y ha sido con motivo de las protestas democráticas en Bahrein. Mientras EEUU dudaba entre un matizado apoyo a los manifestantes y la represión, la monarquía wahabita dio un paso adelante, amparándose en su hegemonía en el Consejo de Cooperación del Golfo, y ya el 10 de marzo dejó clara su postura cuando se afirmó que «cualquier daño a la seguridad de un país miembro [del CCG] será considerado perjudicial a todos los países miembros y será tratado de inmediato y sin vacilación». Cinco días más tarde, ya estaban en Bahrein las tropas sauditas y de los Emiratos. Las apelaciones estadounidenses a la «moderación» y al «diálogo» y las informaciones sobre que dio el visto bueno a la invasión no son más que fuegos de artificio ante lo que significa un claro desafío a la supremacía estadounidense en una región clave para la estabilidad del mundo. De hecho, basta con observar cómo han ido evolucionando las declaraciones de los responsables estadounidenses: al inicio de las protestas en Bahrein, el secretario de Defensa, Robert Gates, decía explícitamente que no había ninguna prueba de la implicación de Irán en las revueltas; mes y medio más tarde afirmaba enfáticamente lo contrario (4).
Si bien la relación entre Arabia Saudita y EEUU no está en un punto de ruptura, sí está en crisis y ya no es la misma que antes de las revueltas que sacuden el mundo árabe. Es evidente que en Riad hay una pérdida de confianza en EEUU como socio garante de la seguridad del régimen y ahora sólo ven posible su propia supervivencia convirtiendo a Arabia Saudita poco menos que en un Estado cuasi hegemónico en el Golfo.
Para ello, Arabia Saudita sólo tiene que convertir a Irán en una obsesión, al igual que EEUU convirtió a la URSS en su obsesión durante años. Entre estas dos superpotencias no hubo un enfrentamiento directo, pero sí «interpuestos» que se alargaron durante casi 50 años, el tiempo que duró la guerra fría. Arabia Saudita está haciendo lo mismo -ayudando a debilitar en Líbano y Siria a los aliados de Irán- e impulsando también su OTAN particular dentro del Consejo de Cooperación del Golfo, acelerando la formación de una especie de Fuerza de Intervención Rápida que pueda actuar en cualquier parte del Golfo. Bahrein ha sido su prueba de fuego con el envío de tropas. Esta evidente provocación ha obligado a Irán a entrar en el juego. Aunque nunca ha habido el menor indicio de la implicación iraní en las protestas de Bahrein, ni del Golfo, Teherán ha sentido la necesidad de responder y ponerse del lado de sus correligionarios shiíes. Es lo que buscaba Arabia Saudita para decir «¿lo veis?, Irán es el peligro».
EEUU se ha visto obligado a dar manos libres a Arabia Saudita, con lo que ha reavivado el juego sectario que, a medio y largo plazo, dificulta el resurgimiento del panarabismo que se puede intuir en las revueltas árabes. Este es, también, un objetivo saudita, que nunca ha visto con buenos ojos el panarabismo y que en más de una ocasión ha supuesto a la monarquía wahabita un quebradero de cabeza. Atizando el juego sectario -y esto también se está viendo en Siria- aleja cualquier atisbo de resurgimiento de la gran nación árabe.
Notas:
(1) Al-Watan, 13 de junio de 2010.
(2) Reuters, 14 de abril de 2011.
(3) Alberto Cruz, «Arabia Saudita emerge como potencia regional» http://www.nodo50.org/ceprid/spip.php?article1119
(4) Asia Times, 15 de abril de 2011.
Alberto Cruz es periodista, politólogo y escritor. Su último libro es «Pueblos originarios en América. Guía introductoria sobre su situación», editado por Aldea con la colaboración del CEPRID.
(Primera Parte: http://rebelion.org/noticia.php?id=126695)