Kosovo, Afganistán, Haití, Indonesia… las misiones militares para llevar paz o ayuda humanitaria se multiplican. Pero la falta de eficacia y los problemas que generan estas misiones rara vez se reconocen. «Las tropas españolas están en Afganistán para generar paz, no para hacer la guerra», declaró el 24 de febrero el ministro de Defensa, José […]
Kosovo, Afganistán, Haití, Indonesia… las misiones militares para llevar paz o ayuda humanitaria se multiplican. Pero la falta de eficacia y los problemas que generan estas misiones rara vez se reconocen.
«Las tropas españolas están en Afganistán para generar paz, no para hacer la guerra», declaró el 24 de febrero el ministro de Defensa, José Antonio Alonso, tres días después de la muerte de la primera soldado española en el país asiático. Sus palabras, no obstante, chocan con la realidad de un país donde más de 400 personas han perdido la vida de forma violenta desde principios de año, donde al igual que sucede en Iraq se producen atentados suicidas contra las tropas de ocupación como el que el 28 de febrero provocaba 15 muertes, o donde el fuego entre tropas ocupantes y la insurgencia se lleva por delante a cientos de civiles.
En las últimas semanas, el recrudecimiento de la situación en el país asiático y las noticias de ataques directos al destacamento español parecen derrumbar el aura benévola con que cuenta en la opinión pública la misión afgana. Un barniz humanitario conseguido mediante métodos duramente criticados por numerosos analistas y ONG. Tanto al comienzo de la guerra, donde el Ejército de EE UU inauguró la fórmula de lanzar bombas acompañadas después por paquetes de comida, (unos víveres que, para mayor confusión, presentaron colores y tamaños similares a las bombas de racimo). Como durante la posguerra, donde participan las tropas españolas dentro de la misión de la OTAN y en la que la fusión humanitario-militar ha llegado al límite con los Equipos de Reconstrucción Provincial (PRT, por sus siglas en inglés), unidades militares encargadas de reparar infraestructuras, atender a población civil y al mismo tiempo recurrir a las armas. La tendencia no es nueva. En 1999, la intervención en Kosovo marcó un punto de inflexión, al ser bautizada por primera vez de forma oficial con el nombre de «guerra humanitaria». Durante los diez años previos, entre 1988 y 1998, las intervenciones de carácter humanitario triplicaron las producidas en las cuatro décadas anteriores. Un incremento del 1.200%.
Y actualmente cuesta encontrar actuaciones militares que no vayan acompañadas de ese adjetivo. Para Itziar Ruiz-Giménez, académica especializada en intervencionismo humanitario, en este boom solidario de los Ejércitos no cabe pasar por alto un interés puramente publicitario para legitimar a las Fuerzas Armadas. El objetivo: devolver crédito a una institución con una historia marcada por golpes de Estado, dictaduras militares y férreos apoyos a los sectores sociales más reaccionarios.
«La sonrisa de un niño»
«Acabada la Guerra Fría y a falta de un nuevo enemigo, el Ejército busca justificarse con el discurso humanitario, no hace falta más que ver las campañas de reclutamiento», señala Ruiz-Giménez. Cada año, las distintas formas de publicidad de las Fuerzas Armadas superan los 18 millones de euros de presupuesto. En los anuncios, el mensaje solidario ocupa el lugar preferente. En esta línea, la campaña de 2004 marcó un antes y un después, al basarse en imágenes de un soldado repartiendo agua a la población con una entrañable voz en off recordando cómo «la sonrisa de un niño no tiene precio». Esta usurpación causa un fuerte malestar entre buena parte de las ONG. Es pura cuestión práctica. Cuando los militares reparten ayuda con una mano y disparan con la otra, la relación de confianza que procuran las ONG se ve seriamente dañada. Más que reducir la imagen hostil del Ejército, también la ayuda pasa a ser blanco de las hostilidades.
Entre 1996 y 2004, por ejemplo, más de 300 cooperantes fueron asesinados en todo el mundo. Uno de los casos más graves se dio en 2004 en Afganistán, con el asesinato de cinco trabajadores de Médicos Sin Fronteras visiblemente identificados que propició la salida de esta organización del país. Ataques, con todo, a los que contribuyen intentos de instrumentalización de la ayuda como el expresado por el ex secretario de Estado de EE UU, Colin Powell, para quien «los agentes humanitarios son fuerzas multiplicadoras y parte esencial del equipo de combate de EE UU».
2.500% más de ‘ayuda’ militar
El reciente informe 2005, un año de desastres naturales… y mucho más se refiere al caso español. El estudio, realizado por el Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH), critica cómo el gasto computado como «humanitario» dentro de los presupuestos militares aumentó en un 2.500% en 2005, hasta alcanzar 24,2 millones de euros. Para el IECAH, esta cifra se canalizó a «intervenciones de eficacia discutible», (ver recuadro) o bien en «operaciones militares que cuestionan el carácter humanitario de esta ayuda, como Haití y Afganistán». El informe, realizado en colaboración con Médicos Sin Fronteras, denuncia el uso interesado del humanitarismo, que «tira por tierra los principios de neutralidad, independencia e imparcialidad que son la base misma de la ayuda humanitaria».
Autores como Carlos Taibo van más allá, y han señalado cómo «el intervencionismo humanitario es una estrategia más al servicio de los intereses más tradicionales de las grandes potencias. Si así lo queremos, es una estrategia más inteligente, porque en términos de opinión pública genera efectos menos lesivos». Así, no faltan motivos para recelar de los ejércitos humanitarios. De entrada, que las grandes potencias sólo actúan cuando entran en juego sus intereses. Que, a menudo, los países que defienden los derechos humanos son causantes de los problemas que acuden a resolver.
Que jamás se interviene contra los estados poderosos. O que, con frecuencia, las actuaciones van acompañadas de importantes abusos contra los derechos humanos, así como el auge del comercio clandestino o las redes de prostitución. Los efectos colaterales (malos tratos, vejaciones sexuales o proxenetismo) saltan en ocasiones a la prensa como «hechos aislados». Sin embargo, su práctica es algo más que esporádica. Según el informe de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU La violencia perpetrada contra la mujer en tiempos de conflicto armado (1997-2000), las agresiones sexuales cometidas por cascos azules aumentan y las mujeres pueden ser víctimas de violación o abusos graves por parte de las fuerzas asignadas a su protección. Las atrocidades cometidas por los ejércitos humanitarios ha dado para escribir muchos libros al respecto.
Uno de ellos, realizado por el colectivo antimilitarista Gasteizkoak, recuerda ejemplos como el caso de cascos azules holandeses en Bosnia, acusados de incitar a niñas para que se prostituyeran a cambio de dos cigarrillos. O el abandono del enclave de Srebrenica que posibilitó la masacre de más de 8.000 musulmanes. Cascos azules italianos acusados de matar a siete somalíes sobre los que, según avisaron, iban a «practicar tiro al blanco». O una red de prostitución en Sarajevo controlada por tropas de la OTAN.
Todos los casos se encuentran documentados. Y las misiones españolas también cuentan con varios episodios oscuros. Desde mujeres militares acosadas por un sargento, un teniente con acusaciones por violaciones al que se destina en Bosnia o diplomáticos expedientados por corrupción. Según apunta Ruíz-Giménez, estas situaciones no son aisladas, «hay que tener en cuenta la falta de formación en el respeto a los derechos humanos de las Fuerzas Armadas». Una actitud que queda ejemplificada en las declaraciones del responsable de la misión de paz en Camboya y ex representante de la misión de paz en la ex Yugoslavia, ante las denuncias de abusos en Camboya con la participación de cascos azules: «¿Y qué quieren que haga si son hombres?».