Un ejército occidental no puede ser derrotado. Su derrota necesariamente la provocan políticos sin escrúpulos y auxiliares locales que salen corriendo sin luchar.
Desde hace más de un siglo, ese mito de la “puñalada por la espalda” ha alimentado la rumia belicista y los deseos de revancha (1). Lavar una afrenta significa preparar el siguiente enfrentamiento. Para borrar el “síndrome de Vietnam” y sobre todo el trauma del atentado que acabó con la vida de 241 soldados estadounidenses en Beirut el 23 de octubre de 1983, el presidente Ronald Reagan invadió la isla de Granada dos días más tarde. ¿Qué vendrá después de las imágenes del aeropuerto de Kabul, humillantes para Estados Unidos, aterradoras para quienes han servido a este?
“Es la mayor debacle de la OTAN desde su creación”, concluyó Armin Laschet, el hombre que Angela Merkel desearía que le sucediera al frente de la cancillería alemana. Efectivamente, la guerra de Afganistán supuso la primera intervención de la Alianza Atlántica en aplicación de los términos del artículo 5 de su carta fundacional: un Estado miembro había sido atacado el 11 de septiembre de 2001 (aunque no por afganos); los demás firmantes del tratado acudieron en su ayuda (véase en la página 13 el artículo de Martine Bulard). El experimento servirá para recordar que cuando Washington y el Pentágono dirigen las operaciones militares, sus aliados son tratados como vasallos a los que su señor les concede el derecho de luchar –y morir–, no el de ser consultados sobre el cese de las hostilidades. Hasta Londres, habituado a esa clase de desaires, se revolvió contra tanto desprecio. Ahora, hay que confiar en que el fiasco afgano no conduzca a la OTAN a reforzar sus temblorosas filas para seguir a Estados Unidos a nuevas aventuras. Haciendo frente, por ejemplo, en Taiwán o Crimea, a China o Rusia…
Ese peligro es perfectamente plausible, ya que los desastres provocados por los neoconservadores en Irak, Libia y Afganistán apenas han mermado su potencial destructivo. Después de todo, el daño humano lo sufren otros: en Occidente, las guerras las libran cada vez más los proletarios. La mayoría de los estadounidenses que han combatido en Afganistán provenían de condados rurales de la América profunda, muy lejos de los cenáculos donde se deciden las guerras y se pulen los editoriales belicosos. En la actualidad, ¿qué estudiante, periodista o dirigente político conoce personalmente a un soldado muerto en combate? Al menos, el servicio militar obligatorio tenía el mérito de implicar al conjunto de la nación en los conflictos que sus representantes habían desencadenado.
Eso, cuando votan… Desde septiembre de 2001, el presidente de Estados Unidos puede sin aval previo del Congreso emprender la operación militar que quiera con la excusa de la “lucha contra el terrorismo”. No se identifica al enemigo, tampoco se señala el espacio geográfico ni la duración de la misión. De ese modo, hace cuatro años, los senadores estadounidenses descubrieron que ochocientos de sus soldados se encontraban en Níger únicamente porque cuatro de ellos acababan de fallecer. Con la conformidad de Joseph Biden, un grupo de parlamentarios de los dos partidos se ha propuesto revocar ese cheque en blanco dado al Ejecutivo. La guerra no debería ser decisión exclusiva de nadie, sobre todo cuando se pretende librarla en nombre de los valores democráticos.
Eso también vale para un país como Francia, cuyo Ejército está desplegado en África. Todo justificaría que se discuta inteligentemente de geopolítica, alianzas y estrategias de futuro. Sobre todo después de Afganistán. Pero a juzgar por los últimos comentarios de varios candidatos de las próximas elecciones presidenciales no será así. Emmanuel Macron ha reavivado el festival de la demagogia que explota el miedo a la inseguridad al hablar de “flujos migratorios irregulares importantes” para referirse a los afganos que huyen del totalitarismo talibán. Confía en que transformar a los refugiados de una dictadura en terroristas putativos le granjeará el favor de los electores conservadores. Por supuesto, los dos candidatos de derechas, Xavier Bertrand y Valérie Pécresse, le han superado en ese terreno; Pécresse añadió incluso que “parte de la libertad del mundo” está en juego en Kabul. En cuanto a la alcaldesa socialista de París, Anne Hidalgo, inició su análisis de la desbandada occidental con una temible frase: “Como suele ocurrir cuando se trata de Afganistán, fue Bernard-Henri Lévy quien me alertó”… Sin duda, eso explica su conclusión de que “de una manera u otra, tendremos que retomar el camino de Kabul” (2).
Hidalgo y Pécresse solo tienen que pedirles a los rusos y a la Alianza Atlántica la fórmula mágica de su última marcha triunfal sobre la capital afgana.
Notas:
(1) En realidad, el Ejército afgano ha sufrido pérdidas veintisiete veces más elevadas (66.000 soldados abatidos) que las del Ejército estadounidense (2.443 muertos), lo que no le impidió a Washington negociar directamente con los talibanes el año pasado, sin preocuparse por el Gobierno afgano.
(2) Anne Hidalgo, “L’esprit de Massoud ne doit pas disparaître”, Le Monde, París, 16 de agosto de 2021.