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Medio siglo del informe secreto

El congreso que inició el ocaso del socialismo ruso

Fuentes: Rebelión

El pasado 26 de febrero se cumplieron cincuenta años del término del famoso XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, que inició una reevaluación del socialismo estilo soviético. El llamado informe secreto de Nikita Kruschov, denunciando los abusos del período estalinista –en lo que dio en llamarse la etapa del culto de la […]

El pasado 26 de febrero se cumplieron cincuenta años del término del famoso XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, que inició una reevaluación del socialismo estilo soviético. El llamado informe secreto de Nikita Kruschov, denunciando los abusos del período estalinista –en lo que dio en llamarse la etapa del culto de la personalidad–, fue el inicio del desmantelamiento del absolutismo. Ese «culto» comprendía la existencia de campos de concentración, los llamados Gulags, y de múltiples violaciones de la legalidad socialista.

Ahora, en un reciente artículo en Rebelión, Boris Kagarlitsky nos dice: «Plenamente «monolítica» no lo fue nunca la sociedad soviética, evidentemente… Sin embargo, había un sentimiento de comunidad de destino que no sólo unía a los estratos bajos de los trabajadores con las capas altas de la burocracia, sino que llegaba incluso a unir, parcialmente, a las víctimas del Gulag estalinista con sus guardianes. No es por azar que muchos de los antiguos confinados en campos, tras su liberación, no sólo no se convirtieron en anticomunistas, sino que se distanciaron de una generación más joven de intelectuales, cuyas opiniones les parecían antisoviéticas.»
Guenadi Ziuganov declara ahora que el informe de Kruschov apuntaba a la destrucción de los fundamentos del Estado soviético. «En el fondo, se trataba de un ajuste de cuentas personal con Stalin.» Ese informe no fue previamente discutido ni en el plenario ni en el Presidium del Comité Central del PCUS.»Kruschov había hablado inmediatamente antes de la clausura del Congreso, el 25 de febrero de 1956, y su discurso poco después fue distribuido por todo el país y leído en las reuniones y asambleas del partido.
En un reciente libro de Ariel Dacal y Francisco Brown, titulado «Del socialismo real al capitalismo real», los autores afirman que «durante las décadas del poder soviético, los órganos y las instituciones estatales se convirtieron en simples ejecutores de las directrices centrales sin ser responsables de lo que sucedía en el proceso productivo y político.» En ese excelente estudio, publicado en La Habana por la editorial de Ciencias Sociales, los autores suscriben las tesis de Isaac Deutscher sobre las intenciones de Lenin: «había preparado al Partido Bolchevique para dirigir a los obreros, no para domarlos».
Tras la muerte de Stalin era obvio que la sociedad soviética requería cambios y quizás el más importante era devolver al individuo su potencial de iniciativas que había sido capturado por el partido en una deglución pantagruélica de la imaginación, el talento y la capacidad inventiva de millares de individuos. Privada de esa riqueza y sometida al gobierno centralizado de una élite, la nación se desnutría de un posible y maravilloso capital humano.
Stalin gobernó Rusia con mano de hierro. Muchos historiadores se preguntan si ese estilo fiero de gobierno fue causado por la hostilidad internacional. La revolución de octubre dio origen a la intervención militar de ocho países contra Rusia, a la acción enemiga de los servicios secretos, a intentos sistemáticos de desestabilización, cerco y sabotaje de la sociedad rusa. Solamente podía seguir adelante el experimento social si se aplastaban con firme intransigencia las intentonas adversarias.
Lenin nunca pudo darle un acabado final al intento de establecer el socialismo. Su proyecto federativo se oponía al de Stalin que quería un estado unitario. Fue Stalin quien le dio el moldeado al estado soviético y lo colmó con deformaciones debidas a su carácter. De ahí el pesado lastre con el que partió el ensayo soviético. La ausencia de democracia en el seno del socialismo fue uno de sus legados. Entre 1923 y 1924, año de la muerte de Lenin, aumentó las filas del partido en un cincuenta por ciento.
En 1929, diez años después de triunfar la Revolución, denunciaba Bujarin, no había un sólo secretario de un comité provincial del partido que hubiese sido elegido. Todos los asuntos venían resueltos desde arriba. Después siguieron las depuraciones. Entre 1934 y 1939 se excluyeron a 1.220.934 miembros. El partido de Lenin desapareció ante el de Stalin. En 1939 había 2.603.013 expulsados desde 1917, o sea que para esa fecha había más miembros depurados que miembros en activo.
Stalin gobernó a su país con mano dura en tiempos de crisis, de la misma manera que lo hicieron Cromwell, Robespierre o Lincoln. Convirtió a Rusia en la primera potencia industrial de Europa y la segunda del mundo. Aquél XX Congreso, hace cincuenta años, fue el que dio inicio a un proceso de desintegración que condujo a la ruptura de la Unión Soviética y la consunción del llamado socialismo real. Tal como ha dicho Isaac Deutscher, Stalin halló un país que labraba la tierra con arados de madera y lo dejó dotado de energía atómica. La pregunta es ¿podría haberse obtenido lo mismo -y aún más–, con otros métodos menos expeditivos, menos sangre y menos sacrificios, con mayor observancia de la legalidad socialista y respeto a la iniciativa individual?