Resulta cómico que el Gobierno de Washington califique de «infamia» las acusaciones de intervencionismo golpista que le han lanzado Evo Morales y Hugo Chávez. Incluso los que no tenemos conocimiento preciso sobre los movimientos en la oscuridad que las autoridades norteamericanas han estado desplegando en América Latina durante los últimos meses sabemos que esas prácticas […]
Resulta cómico que el Gobierno de Washington califique de «infamia» las acusaciones de intervencionismo golpista que le han lanzado Evo Morales y Hugo Chávez. Incluso los que no tenemos conocimiento preciso sobre los movimientos en la oscuridad que las autoridades norteamericanas han estado desplegando en América Latina durante los últimos meses sabemos que esas prácticas forman parte de sus tradiciones más arraigadas. Hace pocos días han aparecido nuevos datos -los que había eran ya abrumadores- sobre su participación en los golpes de Estado militares de Chile y Argentina, y en la represión subsiguiente. Recordemos que incluso ha habido situaciones en las que, al no ver a sus agentes locales con capacidad para capitanear la correspondiente intentona servil, ha enviado a sus propias tropas para quitar y poner gobiernos.
Ahora mismo está realizando constantes y muy duras incursiones militares en territorio de Pakistán sin contar con el permiso del Gobierno de Islamabad, pese a que se supone que es su aliado.
Lo nuevo de la actual situación latinoamericana es que EEUU se ha encontrado por primera vez con un amplio bloque de Gobiernos que, pese a su orientación política heterogénea, están de acuerdo en no dejarse tratar como el patio trasero de la Casa Blanca. Las razones económicas, las patrióticas y las de mera supervivencia política se mezclan en diversas proporciones, según los casos, pero el resultado es el mismo: toman distancias. De manera más o menos llamativa, con más o menos ánimo de ruptura, pero distancias.
Lo que en el fondo está en entredicho es el llamado corolario Roosevelt, por el que EEUU se autoconcedió en 1904, a instancias del presidente Theodore Roosevelt, decididamente expansionista, el derecho de intervenir en cualquier país de América en el que viera peligrar sus intereses.
Hace muchos años que los gobernantes norteamericanos no apelan explícitamente a esa aberración doctrinal, pero nunca han dejado de atenerse a ella en la práctica. Ahora empiezan a darse cuenta de que el ejercicio de ese supuesto derecho tiene una condición inexcusable: sus víctimas tienen que permitírselo