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Banyoles (Girona), 26 de agosto

El decrecimiento a debate en la Universidad de Verano de Izquierda Anticapitalista: Jaime Pastor y Luis González

Fuentes: corriente alterna

En los últimos tiempos, el término » decrecimiento» ha estado muy presente en los debates de los movimientos sociales, el ecologismo militante y la izquierda alternativa. Dentro de una mismo lógica antiproductivista y en defensa de un nuevo modelo de producción, distribución y consumo, existen matices diferentes entre las distintas corrientes sociales y políticas de […]

En los últimos tiempos, el término » decrecimiento» ha estado muy presente en los debates de los movimientos sociales, el ecologismo militante y la izquierda alternativa. Dentro de una mismo lógica antiproductivista y en defensa de un nuevo modelo de producción, distribución y consumo, existen matices diferentes entre las distintas corrientes sociales y políticas de la izquierda anticapitalista a la hora de abordar el debate y las conclusiones prácticas sobre este concepto. Para seguir profundizando en este necesario debate, el jueves 26 de Agosto tendrá lugar un interesante debate entre Jaime Pastor, militante de IA y Profesor de la UNED, y Luis González, Coordinador estatal de Ecologistas en Acción.

Reproducimos artículos de los dos ponentes sobre el decrecimiento:

– Ecosocialismo y «decrecimiento» de Jaime Pastor. El subtítulo de uno de los trabajos de Serge Latouche -La apuesta por el decrecimiento- contiene una pregunta muy acertada y de gran calado –«¿Cómo salir del imaginario dominante?»– a la que el autor mismo responde con el nuevo paradigma del «decrecimiento». Hay que reconocer que el mérito de los defensores de esta fórmula -entre quienes Latouche es uno de los más relevantes- está en haber suscitado un debate que pone en primer plano la necesidad de responder a esa pregunta y, con ella, de cuestionar abierta y radicalmente un «sentido común» que se ha ido conformando históricamente desde el capitalismo occidental hegemónico y ha llegado a colonizar las conciencias de la gran mayoría de la población mundial: el de que hay que aspirar a un crecimiento constante no sólo de la producción sino también del consumo y sin límite alguno; algo que, además, pese al cambio climático que ha suscitado y a que nos encontremos en medio de lo que ya se define como la «Gran Recesión», se está convirtiendo en una obsesión del gran capital. El problema está en si la respuesta que nos ofrece esta corriente a la religión del «crecimiento» basado en el PIB y a la crisis actual es la adecuada.

 Ecosocialismo y «decrecimiento»

Jaime Pastor

El subtítulo de uno de los trabajos de Serge Latouche -La apuesta por el decrecimiento- contiene una pregunta muy acertada y de gran calado -«¿Cómo salir del imaginario dominante?»- a la que el autor mismo responde con el nuevo paradigma del «decrecimiento». Hay que reconocer que el mérito de los defensores de esta fórmula -entre quienes Latouche es uno de los más relevantes- está en haber suscitado un debate que pone en primer plano la necesidad de responder a esa pregunta y, con ella, de cuestionar abierta y radicalmente un «sentido común» que se ha ido conformando históricamente desde el capitalismo occidental hegemónico y ha llegado a colonizar las conciencias de la gran mayoría de la población mundial: el de que hay que aspirar a un crecimiento constante no sólo de la producción sino también del consumo y sin límite alguno; algo que, además, pese al cambio climático que ha suscitado y a que nos encontremos en medio de lo que ya se define como la «Gran Recesión», se está convirtiendo en una obsesión del gran capital. El problema está en si la respuesta que nos ofrece esta corriente a la religión del «crecimiento» basado en el PIB y a la crisis actual es la adecuada.

¿Qué «decrecimiento»?

Pero antes de opinar sobre esta propuesta conviene precisar a qué definición de la misma nos vamos a referir. Paco Fernández Buey la ha resumido en la necesidad de una «economía sana», basada en una disminución en el momento y la situación actuales del consumo de materia y energía, o sea, principalmente, de lo que se llama Producto Interior Bruto. Esa disminución debería conducir, siguiendo el autor a Bonaiuti, a «desplazar los acentos hacia los ‘bienes relacionales’ (atenciones, cuidados, conocimientos, participación, nuevos espacios de libertad y de espiritualidad, etc.) y hacia una economía solidaria» (2007/8: 61). Por su parte, Serge Latouche la considera «un proyecto político, que consiste en la construcción, tanto en el Norte como en el Sur, de sociedades convivenciales autónomas y ahorrativas» (2008: 140).

Más recientemente y recogiendo las tesis de los promotores de esa fórmula, Carlos Taibo la ha definido como «reducir la producción y el consumo porque vivimos por encima de nuestras posibilidades, porque es urgente cortar emisiones que dañan peligrosamente el medio y porque empiezan a faltar materias primas vitales» (2008: 71). Y la ha resumido en 6 pilares: sobriedad y simplicidad; defensa del ocio frente al trabajo obsesivo y, con ella, del reparto del trabajo; el triunfo de la vida social frente a la lógica de la propiedad y del consumo ilimitado; la reducción de las dimensiones de muchas de las infraestructuras productivas, de las organizaciones administrativas y de los sistemas de transporte; la rotunda primacía de lo local sobre lo global; y, en fin, políticas activas de redistribución de los recursos en provecho de los desfavorecidos y en franca contestación del orden capitalista imperante (2008: 74-78).

Desde un punto de vista ecosocialista radical y frente a la amenaza del cambio climático y la crisis energética, no puedo màs que estar de acuerdo con la constatación de la necesidad de generar un nuevo «sentido común» frente al dominante del «crecimiento económico», así como sobre la urgencia de un nuevo rumbo que recoja la práctica totalidad de lo sintetizado por Taibo. Puede haber no obstante diferencias más o menos relevantes que no puedo desarrollar en este artículo: por ejemplo, respecto a la solidez científica de la aplicación del segundo principio de la termodinámica, como propone Nicolas Georgescu-Roegen, a la biosfera; o sobre cómo evitar que las propuestas de sobriedad y simplicidad en el comportamiento individual dejen en segundo plano la denuncia de la responsabilidad del capitalismo y la exigencia, por tanto, de cambiar de sistema; o, en fin, respecto a las sugerencias procedentes de algunos de los animadores de ese movimiento para que aumenten los precios o impuestos indirectos relacionados con el consumo de determinados productos -e incluso de reducción indiscriminada de salarios- en unas sociedades desiguales como las nuestras. En resumen, sobre cómo articular más concretamente el antiproductivismo con el anticapitalismo. Porque, no lo olvidemos, ambos deben ir asociados si no queremos que el primero quede desvirtuado por el capitalismo «verde» o que el segundo se limite a predicar la continuación del mismo «modelo» de «crecimiento económico», como ocurrió en el mal llamado «socialismo real».

Pero, dejando ahora estas cuestiones aparte, mis divergencias estarían, más bien, con la idoneidad del término «decrecimiento» para tratar de «salir del imaginario dominante» por dos razones fundamentales: la primera tiene que ver con su difícil adecuación pedagógica a la hora de dirigirse a los pueblos empobrecidos del «Sur» (entendido éste no en términos geográficos sino globales, como sostiene el zapatismo), mientras que la segunda afecta a su carga negativa y generalizada.

La primera es reconocida por el propio Latouche cuando se ve obligado a matizar que las 8 «R» que plantea como tareas (reevaluar, reconceptualizar, reestructurar, redistribuir, relocalizar, reducir, reutilizar, reciclar) sólo son aplicables al Norte, mientras que en el Sur (entendidos ambos, en su caso, en términos geográficos) reconoce que «el decrecimiento de la huella ecológica (e incluso del PIB) no es ni necesario ni deseable, pero no por eso hemos de concluir que es necesario construir una sociedad de crecimiento» (2008: 224). Una precisión similar se encuentra en Joaquim Sempere cuando reconoce que «seguramente el bienestar de sectores muy numerosos de la humanidad requiere crecimiento de algunas dimensiones de la economía en beneficio de los más desfavorecidos: producción de alimentos, de viviendas dignas, de electricidad, de infraestructuras hidrológicas, etc. Pero esto no es ‘en teoría’ incompatible con el decrecimiento económico a escala mundial, que supondrá un sacrificio compensatorio del consumo de los privilegiados y una sustitución de fuentes de energía y de procesos técnicos que redujera la huella ecológica de la humanidad» (2008: 36). En un sentido parecido se pronuncia también Taibo.

Cabe responder entonces que si cada vez que se propone esa alternativa, es imprescindible hacer precisiones para evitar que se entienda como algo que ha de aplicarse mecánicamente en el Sur, nos encontramos con una objeción nada secundaria. Por ese motivo coincido con Albert Recio cuando sostiene: «Cualquier avance hacia una sostenibilidad mundial requiere un profundo reequilibrio que traería como consecuencia el crecimiento de algunas zonas del planeta y el decrecimiento de otras. Insistir unilateralmente en el decrecimiento parece inútil porque en la práctica es decirles a los habitantes de los países pobres que se conformen con su miseria» (2008: 28). Se puede aducir que esta última parte de su crítica ridiculiza la propuesta pero, en todo caso, existe ese riesgo de interpretación.

En cuanto a la segunda objeción, también el propio Latouche reconoce que ese término no es el más apropiado y acepta que «con todo rigor, convendría más hablar de ‘acrecimiento'» o, empleando una expresión en inglés, «decreasing growth» (crecimiento decreciente) (2008: 23). De esta forma se reconoce que tampoco en el Norte se puede emplear esa fórmula de manera general ya que deberían «decrecer» determinados sectores de la economía mientras que, por el contrario, otros tendrían que conocer un «crecimiento» significativo: aquéllos precisamente destinados a satisfacer las necesidades y capacidades básicas de los seres humanos y de la biosfera planetaria, incluyendo entre ellos los destinados a socializar los trabajos de cuidados. Con mayor razón cuando, como he adelantado más arriba, no podemos ignorar que el Sur también existe dentro del Norte: las enormes desigualdades de riqueza son ya transversales, especialmente en el marco del proceso de urbanización mundial y de la configuración de lo que Mike Davis ha definido como «planeta de ciudades-miseria», en donde hay una creciente demanda de bienes y servicios básicos para miles de millones de personas condenadas por el sistema a ser «residuales» o «excedentes» y que ahora no cesan de aumentar con la crisis.

Se me dirá que problemas semejantes surgen con otros términos cuyo significado es también confuso (socialismo, comunismo…) y a los que sin embargo no cabe renunciar sino que tenemos que seguir esforzándonos por darles un contenido emancipatorio. Pero en este caso el problema está en el mismo término en sí y no en su tergiversación histórica. Entramos además ahora en otra razón para expresar reticencias al mismo: la que tiene que ver con la crisis sistémica en la que nos encontramos y en la que ya se apunta una fase de estancamiento o incluso de decrecimiento capitalista y, muy probablemente caótico. Justamente en una coyuntura como la actual la utilidad pedagógica del término se ve más cuestionada porque muchos y muchas personas afectadas por la crisis social asocian el mismo con ese estancamiento y, sobre todo, con sus mayores secuelas de paro, precarización y agravación de la crisis de los cuidados. Con lo cual habría que añadirle calificativos como «sostenible» y «selectivo», por ejemplo.

¿En qué sectores y ámbitos decrecer?

Esto no impide reconocer que, como sostiene desde un marxismo ecológico Daniel Tanuro en diálogo con los «decrecentistas», «en los países capitalistas avanzados la medida prioritaria para proteger el clima no es desarrollar nuevas tecnologías verdes sino disminuir radicalmente el consumo de energía, y esta disminución implica un decrecimiento de los intercambios de materias entre la humanidad y la naturaleza» (2009: 235). Por consiguiente, la reducción del consumo energético y, por tanto, de la producción es algo sobre lo que debería haber un consenso generalizado.

Partiendo de esa coincidencia fundamental, se trataría de ir concretando en qué aspectos se podría proponer un decrecimiento en Europa. Ese es el esfuerzo que están empezando a hacer algunas redes con vocación de transversalidad como el movimiento «Europe-décroissance» (www.objecteursdecroissance.org) cuando, en una propuesta programática reciente ante las elecciones europeas de junio de este año, postula el decrecimiento de las desigualdades, del transporte de mercancías a través del planeta, del gigantismo (por una sociedad, una economía y unas ciudades de escala humana), de la velocidad, de la tiranía de las finanzas, de la gestión irresponsable de la técnica y la ciencia, del control del poder económico sobre los medios de comunicación o de la publicidad Quizás por esa vía será más fácil el diálogo y la convergencia en la acción entre partidarios, contrarios y reticentes al empleo de esa fórmula de manera generalizada, al menos entre quienes nos encontramos en el mismo lado de la barricada en tantas luchas.

Por eso mismo, para que esa nueva «conversación» pueda dar sus frutos sería deseable también aceptar que no hay palabras mágicas capaces de sintetizar todo lo que nos gustaría expresar en ellas para así concentrar los esfuerzos en buscar acuerdos sobre contenidos y medidas concretas que sirvan para ofrecer alternativas al «crecimiento», a una situación de emergencia eco-social global como la actual y, en fin, a un capitalismo global injusto y que ha demostrado ya suficientemente que «no funciona».

Además, habrá que conocer mejor otras fórmulas diferentes que han ido surgiendo también desde el movimiento ecologista, el movimiento feminista o los pueblos indígenas en los últimos tiempos. Desde el primero se ha venido defendiendo la necesidad de una Cultura de la Sostenibilidad o de la Suficiencia con un contenido más integrador; desde el feminismo se propugna la búsqueda de una nueva relación entre el cuidado de la vida y el de la naturaleza (Bosch, Carrasco y Grau: 2005) más complejo y completo que todavía no ha penetrado con todas sus consecuencias en este debate sobre el «decrecimiento»; desde los últimos se ha reivindicado el ideal del «Buen Vivir» entre los seres humanos y la Tierra y así ha sido recogido por movimientos como el zapatismo e incluso la Asamblea de Movimientos Sociales que se reunió en el Foro Social Mundial de Belém en enero de 2009. La «hibridación» entre estas distintas miradas y conceptos que surgen desde los movimientos sociales reales es sin duda una tarea que tenemos todavía por delante y que no deberíamos cerrar precipitadamente creando confusas polarizaciones. 

*Este artículo sale publicado en el número 61 de la revista Libre Pensamiento, editada por la CGT 

Referencias

Bosch, Anna, Carrasco, Cristina y Grau, Elena (2005). «Verde que te quiero violeta. Encuentros y desencuentros entre feminismo y ecologismo», en E. Tello, La Historia cuenta, Barcelona, El viejo topo.

Fernández Buey, Paco (2008). «¿Es el decrecimiento una utopía realizable?», en Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, 100, pp. 53-61.

Latouche, Serge (2008). La apuesta por el decrecimiento. Barcelona: Icaria.

Recio, Albert (2008). «Apuntes sobre la economía y la política del decrecimiento», en Ecología Política, 35, pp. 25-34.

Sempere, Joaquim (2008). «Decrecimiento y autocontención», en Ecología Política, 35, pp. 35-44.

Taibo, Carlos (2009). En defensa del decrecimiento. Sobre capitalismo, crisis y barbarie. Madrid: Los libros de la catarata.

Tanuro, Daniel (2009). «Capitalismo, decrecimiento y ecosocialismo», en VIENTO SUR, 100, pp. 231-238.

 


Decrecimiento: Menos para vivir mejor

Luis González Reyes

¿Saldrías esprintando si tienes que recorrer 20 km? No porque la velocidad te dejaría sin resuello. ¿Qué pasó con la gallina de los huevos de oro? El ansia de acumulación mató a la gallina, y al futuro. Esto es lo que le está pasando a nuestro planeta.

Vivimos a una velocidad por encima de lo sostenible. Una velocidad de apropiación de recursos y de generación de residuos superior de las capacidades del entorno.

Así, el cambio climático es debido a que estamos generando gases de efecto invernadero (residuos) por encima de la capacidad de ser asumidos por parte de la atmósfera (sumidero). El agotamiento del petróleo (recurso) se debe a que estamos consumiéndolo por encima de su tasa de renovación. Podemos hacer un repaso por los problemas ambientales enmarcándolos en estas dos categorías: excesiva velocidad de consumo de recursos o excesiva velocidad de producción de residuos. Podemos discutir si el pico del petróleo lo estamos atravesando ya, o lo haremos en los próximos 10 o 20 años. También podemos enredarnos en una discusión eterna sobre si, con la tendencia actual, será en 15 o 25 años cuando atravesaremos los 2ºC de incremento de temperatura, esa cifra a partir de la cual la probabilidad de que el calentamiento global se dispare es alta.

Lo que no es discutible es que, si seguimos así, vamos a agotar el petróleo (como ejemplo de los recursos) y vamos a producir un cambio climático geológico (como paradigma de la saturación de sumideros). Es decir, que podemos discutir si vamos rapidísimo o extremadamente rápido, no que vamos demasiado deprisa. Así que, o frenamos o nos estampamos. Y frenar es de lo poco que tenemos que hacer con celeridad.

Desde los centros de poder se nos dice que, en realidad, estamos desmaterializando la economía, que cada vez somos capaces de crecer con menores cantidades de materia y energía. En realidad la actividad industrial ha crecido en los últimos veinte años un 17% en Europa y un 35% en Estados Unidos, mientras se incrementaba de forma espectacular en China y la India. La producción mundial se está duplicando cada 25-30 años. En resumen, el Requerimiento Total de Materiales de la economía planetaria no para de crecer y, con él, los impactos.

La solución es obvia: consumamos recursos y produzcamos residuos a los ritmos asumibles por la naturaleza. Pero, ¿por qué avanzamos en la dirección contraria cuando esto es innegable?

Vivimos en un sistema, el capitalista, que funciona con una única premisa: maximizar el beneficio individual en el menor tiempo. Uno de sus corolarios inevitables es que el consumo de recursos y la producción de residuos no puede parar de crecer, formando una curva exponencial.

Veámoslo con un ejemplo. Partimos del Banco Central Europeo (BCE) que presta dinero a los bancos privados a un tipo de interés. Pongamos que el Santander toma unos millones de euros del BCE. Obviamente no lo hace para guardarlos, sino para conseguir un beneficio con ello. Por ejemplo, se los presta, a un tipo de interés mayor claro está, a Sacyr-Vallehermoso. ¿Para qué le pide la constructora el dinero al banco? Por ejemplo para comprar el 20% de Repsol-YPF. Sacyr espera recuperar su inversión en Repsol con creces, vía la revalorización de las acciones de la petrolera y/o el reparto de beneficios. Ambas cosas pasan por un incremento continuado de los beneficios de Repsol.

Es decir, que para que Sacyr rentabilice su inversión y le devuelva el préstamo al Santander y este a su vez al BCE, Repsol no puede parar de crecer. Si no hay crecimiento la espiral de créditos se derrumba y el sistema se viene abajo. El crecimiento no es una consecuencia posible de este sistema, es una condición indispensable para que funcione. Es como si dejas de pedalear en una bicicleta, que te caes. Si la economía capitalista deja de crecer se colapsa. Por eso nos insiste tanto el G-20 en la necesidad de recuperar la senda del crecimiento. Por eso nos machaca el Gobierno con que consumamos más.

¿Y cómo crece Repsol? Pues ya lo sabemos: vendiendo más gasolina (a través de costas campañas de publicidad), recortando los costes salariales (como en YPF tras su compra), extrayendo más petróleo incluso de Parques Nacionales (como el Yasuní en Ecuador) o de reservas indígenas (como las guaranís en Bolivia), bajando las condiciones de seguridad (como en la refinería de Puertollano), subcontratando los servicios (como en el transporte de crudo), apoyando a dictaduras (como en Guinea)…

No es que haya una mente maquiavélica que diga: voy a ventilarme el planeta y a sus habitantes (aunque sí que hay quienes estén por la labor a la vista de como va el mundo). Es una simple cuestión de reglas de juego: o te atienes a maximizar tus beneficios o te quedas fuera. Quedarse fuera es que tu empresa sea absorbida o pierda su mercado. Atenerse a las reglas significa que lo único que importa son las cuentas a final de año y, sólo bajo presión socioambiental, el entorno o las condiciones laborales.

Pero el problema va más allá de los impactos ambientales y sus implicaciones sociales. Indudablemente, hablar de lo que supone la velocidad del capitalismo, implica nombrar a quienes esta dinámica expulsa y explota. Vivimos en un mundo en el que hay 100 manzanas para 100 personas y 20 (que casualidad, la mayoría hombres) se quedan con 86. El sistema no sólo produce acumulación, sino que necesita esa acumulación. Vamos, que tenemos un problema de sobrevelocidad, pero también de inequidad. Tenemos una tarta en la que nos tenemos que preocupar del reparto justo y también del tamaño, ya que no puede ser demasiado grande.

Atajar el problema de sobrevelocidad que tenemos pasa por abandonar la obsesión intrínseca de este sistema por el crecimiento. Pasa por el decrecimiento de quienes ya hemos crecido demasiado. Significa que en las sociedades sobredesarrolladas tendremos que recortar drásticamente nuestro consumo de recursos y producción de basuras hasta acoplarlos a la capacidad de producción y reciclaje de la naturaleza. El decrecimiento tiene como principal virtud señalar la superación de la obsesión por el crecimiento como uno de los elementos básicos en la transición hacia la sostenibilidad.

¿En qué tendríamos que decrecer? Por supuesto en la producción y el consumo, pero también en la velocidad de vida que tenemos como sociedad, en las distancias que recorremos y hacemos recorrer a los productos, en la complejidad de nuestra tecnología (para la sostenibilidad tenemos que hacer las cosas más sencillas, por lo menos la mayoría de ellas), en las agrupaciones sociales (la democracia requiere sociedades más pequeñas) o en las horas de trabajo productivo (que no en las de cuidados). Además, el decrecimiento implica un cambio de paradigma mental: el decrecimiento no es un término negativo, sino positivo.

Pero no en todo se tiene que decrecer ni de igual forma. Hay que centrar los recursos colectivos en decrecer en el consumo de energías fósiles, creciendo en el de renovables (hasta un punto); o decrecer en la producción de materiales sintéticos, sustituyendo los imprescindibles por naturales.

Todo ello entendiendo que el aumento de la eficiencia y la apuesta por los productos 100% reciclables es importante, pero no suficiente. El parque automovilístico actual es mucho más eficiente que el de hace 30 años pero… contamina más (hay más coches que recorren más kilómetros); y una granja de cerdos puede producir deshechos 100% reciclables pero… a una velocidad inasumible por los ecosistemas. Así que: más eficiencia, cierre de ciclos de la materia, energía solar pero… con decrecimiento.

Sólo así las personas que viven en la miseria podrán aumentar sus niveles de consumo de recursos y de generación de residuos para alcanzar los mínimos para tener una vida digna. Sólo así dejaremos sitio en este planeta al resto de especies.

Es decir, la propuesta del decrecimiento no implica que todo el mundo decrezca ni que decrezcamos en cualquier cosa, sino que el decrecimiento busca la equidad en la austeridad. Es comprender que vivir mejor es vivir con menos. El decrecimiento no es un objetivo, es un medio hasta alcanzar parámetros de sostenibilidad.

Pero es una propuesta muy difícil de asumir al romper las reglas de juego capitalistas e ir contra quienes detentan el poder. Por ello, decrecer es un camino que pasa porque cada vez más espacios y tiempos de nuestra vida no se rijan por la ley del máximo beneficio, sino de la cooperación; porque nuestro modelo sean las relaciones familiares, basadas en los cuidados, y no las empresariales.

Sin embargo el decrecimiento es algo inevitable, o decrecemos por las buenas o lo haremos por las otras, ya que los límites de recursos y sumideros del planeta los tenemos ya encima, y la física es tozuda.

Decrecer a la fuerza significa poner las bases para la aparición de alguna forma de ecofascismo en el que unos pocos acaparen y controlen unos recursos y sumideros crecientemente escasos por medio de la fuerza. Si analizamos la situación internacional parece que esta vía está ya en marcha.

Decrecer con criterios colectivos implica poner a trabajar a la economía hacia su reconversión en una economía local, lenta, solar y de ciclos cerrados. Significa ponerla a trabajar para satisfacer las necesidades humanas, las reales, no las creadas. Significa avanzar hacia la equidad con solidaridad. Este camino también está ya en marcha, tal vez con más fuerza de la que nos parece.

Bibliografía recomendada

En defensa del decrecimiento. Carlos Taibo. 2009. Catarata.

La apuesta por el decrecimiento. Serge Latouche. 2008 Icaria.

Decrecimiento Sostenible. Ecología Política. Nº 35. 200

Fuente: http://www.anticapitalistas.org/node/5547