¿Cómo diablos se celebra una guerra civil? Esta no es una pregunta ociosa porque en Beirut, con una notable sinceridad, pero no poca trepidación, los libaneses se preparan para recordar el más terrible conflicto de sus vidas, en que fueron asesinadas 150 mil personas y cuya conmemoración, la semana próxima, estaba en manos del ex […]
¿Cómo diablos se celebra una guerra civil? Esta no es una pregunta ociosa porque en Beirut, con una notable sinceridad, pero no poca trepidación, los libaneses se preparan para recordar el más terrible conflicto de sus vidas, en que fueron asesinadas 150 mil personas y cuya conmemoración, la semana próxima, estaba en manos del ex primer ministro Rafiq Hariri, asesinado el pasado 14 de febrero. ¿Es esto algo que debe aquilatarse? ¿Es éste el momento para hacerlo, cuando Líbano espera un retiro militar sirio y la ONU está ordenando desarmarse a la milicia Hezbollah, una criatura de la guerra? ¿Es bueno recordar la ola de sangre que ahogó a muchos inocentes entre 1975 y 1990?
Después de reflexionarlo, creo que así es. Los libaneses han pasado los últimos 15 años en estado de coma político, negándose a reconocer su pasado violento y a los fantasmas que se levantan de sus tumbas colectivas para volver y sacudir los rescoldos de sectarismo y el sufrimiento mutuos. La frase «lo que sea que hagan, no mencionen la guerra», tiene un lugar especial en un país cuyo pueblo se ha rehusado tercamente a aprender las lecciones de su matanza fraticida.
Durante casi 10 años, mi libro sobre la guerra civil fue prohibido por los censores libaneses. El mismo Hariri me dijo que no podía hacer nada para devolverlo a las librerías. Irónicamente, fue un funcionario de seguridad pro sirio, cuya renuncia ahora exige la oposición libanesa, quien levantó la prohibición de mi libro el año pasado. Durante todo ese tiempo, las televisoras libanesas no tocaban el tema de la guerra. Se volvió el cáncer que nadie mencionaba dentro de la sociedad libanesa, la enfermedad que todos temían regresaría a envenenar sus vidas.
Había una clara necesidad de entender cómo el conflicto destruyó al viejo Líbano. Cuando Al Jazeera transmitió desde Qatar un documental de 12 partes sobre la guerra, el barrio de Beirut donde vivo se vaciaba de peatones todos los jueves por la noche. Los restaurantes se cerraban. Todos querían ver su propio tormento. Inclusive yo, supongo.
Toda la gente que conozco perdió amigos en esos espantosos 15 años. Yo también perdí amigos muy queridos. Uno explotó en la embajada de Estados Unidos en su primer día de trabajo, en 1983. A otro lo asesinaron con un picahielo. Una joven mujer murió al estallar una granada en una calle comercial. El hermano de un colega, joven que me ayudó a conservar mis líneas de telex durante el sitio israelí de Beirut, en 1982, recibió un disparo en la cabeza cuando, por error, su automóvil quedó atrapado en medio de un tiroteo. Murió días después.
Así, este 13 de abril Beirut se llenará con decenas de miles de libaneses para un día de «unidad y memoria». Habrá exhibiciones de arte, conciertos, muestras fotográficas, un maratón y carreras de bicicletas. La hermana de Rafiq Hariri, Bahia, estará en eventos que su hermano planeó. Nora Jumblatt, gloriosa esposa del líder druso Walid Jumblatt, uno de los caciques de aquellos horribles días, ha organizado conciertos.
El 13 de abril marca el día en que los falangistas armados emboscaron un autobús lleno de palestinos en Beirut. El vehículo aún existe, aún tiene orificios de bala en su lámina oxidada, pero lo dejarán seguir pudriéndose en un depósito afuera de Nabatea.
Los únicos agujeros de bala que las multitudes verán la semana próxima serán los que se conservan deliberadamente en la estatua de los mártires de la independencia de Líbano de 1915, quienes fueron ahorcados en la Plaza de los Mártires, donde un «jardín del perdón» comunica a una iglesia y a la mezquita donde reposan los restos de Hariri, al lado de los de sus guardaespaldas asesinados junto con él. Quién sabe cuántos fantasmas penen aún en estos cientos de metros cuadrados.
No lejos de ahí se encuentra la tristemente célebre carretera donde musulmanes y cristianos armados detuvieron el tráfico en 1975 y caminaron entre las filas de autos llevando cuchillos y, con toda calma, degollaron a familias que tuvieran la religión equivocada. Ocho cristianos asesinados fueron hallados afuera de las oficinas de las autoridades de electricidad, y Bashir Gemayel ordenó que 80 musulmanes pagaran con sus vidas. Las milicias insistían en multiplicar las cifras. Cuando se está en una guerra, se siente como si ésta jamás fuera a terminar. Así me sentía yo en aquel entonces, creyendo poco a poco, como los libaneses, que la guerra era un estado natural de las cosas.
Y como en todas las guerras, llegó un momento en que se volvió incontrolable. Los israelíes invadieron dos veces; los marines estadunidenses llegaron y su base en el aeropuerto fue objeto de un ataque suicida. También vinieron los franceses. La ONU llegó en 1978 con soldados holandeses, franceses, irlandeses, noruegos, de las islas Fidji, Nepal, Finlandia y Ghana. Parecía que todo el mundo iba a parar a Líbano para sufrir matanza tras matanza a manos de sus enemigos (que casi siempre resultaban ser todos los demás).
El hecho de que el conflicto fuera entre cristianos maronitas y el resto de alguna forma desaparecía el discurso. Era culpa de todos los demás, no de los libaneses. Jamás de ellos. Durante años, llamaron «eventos» a todo lo que ocurría en la guerra; entonces, al conflicto le decían «la guerra de los otros», en referencia a los extranjeros, cuando eran en realidad libaneses quienes cometían los asesinatos.
Hace unos años, un taxista se volvió hacia mí mientras conducía y me dijo: «Señor Robert, usted y yo somos muy afortunados». Y lo que quería decir es que ambos habíamos sobrevivido a la terrible guerra. Recuerdo el último día. Los sirios habían sacado a bombazos a Michel Aoun de su palacio en Baabda. En esos días, los soldados estadunidenses insistían en que Siria dominara a Líbano porque querían que los soldados de Damasco se enfrentaran al ejército de Saddam Hussein que ocupaba Kuwait, y yo venía caminando detrás de los tanques hacia las colinas cristianas.
Las granadas comenzaron a caer y estallar a nuestro alrededor, y mi acompañante gritó que íbamos a morir. Yo le grité que no podíamos morir porque ése era el último día de la guerra, y que ahora sí iba a acabar. Cuando llegamos a Baabda, había cadáveres y gente tirada en el suelo, gravemente herida; muchos lloraban. Recuerdo que también rompimos en llanto, pero con el enorme alivio que venía de saber que viviríamos ese día y también el siguiente, la próxima semana y el año por venir. Pero los silencios continuaron. El temor constante de que todo podía volver a encenderse. Fue en esta sombría y arruinada tierra que Hariri comenzó a reconstruir Beirut. Será este nuevo Beirut el anfitrión de las valerosas festividades de esta semana en sus tiendas, restaurantes y bares, pese al asesinato de Hariri, las crisis intermitentes y los oscuros atentados con bomba de quienes quieren provocar una nueva guerra civil.
Que la guerra de Líbano no volviera a empezar con el asesinato de Rafiq Hariri es signo de la madurez y la sabiduría del estepueblo, especialmente del vasto mar de jóvenes libaneses educados en el extranjero durante el conflicto que no quieren, ni tolerarán, una nueva guerra civil. Por eso creo que los libaneses hacen bien en enfrentar a sus demonios esta semana. Que celebren. Al diablo con los fantasmas.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca