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El gran reto de acabar con la pobreza

Fuentes: Revisra pueblos

El año 2005 se presentaba como una fecha clave para enfrentar el desafío de la pobreza. Habían transcurrido cinco años desde la aprobación de la Declaración del Milenio y correspondía hacer un primer balance sobre los compromisos adoptados, que se concretan en los llamados Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). Entre ellos, el más importante, […]

El año 2005 se presentaba como una fecha clave para enfrentar el desafío de la pobreza. Habían transcurrido cinco años desde la aprobación de la Declaración del Milenio y correspondía hacer un primer balance sobre los compromisos adoptados, que se concretan en los llamados Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). Entre ellos, el más importante, conocer hasta dónde se había avanzado en la reducción de la pobreza.

Para empezar, los datos disponibles, que nadie ponía en cuestión, no permitían extraer una conclusión esperanzadora. Como señalaba el Informe sobre Desarrollo Humano de 2005, no hay grandes motivos para celebrar nada; más aún, el conjunto de los resultados es deprimente. A pesar de los avances experimentados en países como India y China, gran parte del mundo se encuentra fuera de la trayectoria necesaria para alcanzar los ODM y ya se puede aventurar que al llegar la fecha prevista para superarlos, 2015, el fracaso está asegurado. En el caso de los países del África Subsahariana, el incumplimiento será por amplio margen y, si las cosas no cambian radicalmente, el número de personas que vivirán en África con menos de un dólar al día, umbral que establecen los ODM para considerar una situación de pobreza, puede aumentar.

Causas del incumplimiento

Ante estos datos, hay que hacerse la pregunta de si existe una auténtica preocupación por el desarrollo y la pobreza en la comunidad internacional. En otras palabras, ¿desde dónde afrontan su responsabilidad los organismos internacionales y los países ricos en el cumplimiento de los ODM? Es importante señalar que la definición de la pobreza y sus características, así como las directrices de las estrategias para erradicarla se han diseñado desde fuera de los países que la padecen; han sido las organizaciones internacionales y las agencias de desarrollo de los países donantes quienes han establecido las metas, los procedimientos y los recursos necesarios.

Por eso, es obligado analizar críticamente las causas del incumplimiento de las promesas hechas, que pueden encontrarse en las siguientes razones. Primero, en la determinación misma de los objetivos y en el grado de responsabilidad con que se asumen. Ello supone, por una parte, analizar si las metas señaladas son expresivas de la realidad de la pobreza en el mundo actual y, por otra, cuál es la implicación de los países ricos. En segundo lugar, el origen del incumplimiento puede encontrarse en los mecanismos y recursos puestos en marcha: hay que estudiar si se dispone de los necesarios, en calidad y cantidad, para alcanzar el objetivo propuesto. Un tercer aspecto es la falta de eficacia en la aplicación de esos mecanismos y recursos. Es decir, si a la hora de llevar a la práctica los mismos, aunque teóricamente sean suficientes, se hace de manera ineficiente. En estos dos últimos apartados resultan evidentes las serias deficiencias. La más clara, la escasa aportación de fondos por parte de los países ricos. Pero sin restar importancia a este factor, así como a los fallos en la gestión de la ayuda internacional, sobre los que se reconoce la necesidad de mejora, es en el primer punto donde hay que ahondar para descubrir ciertas resistencias de fondo que representan el obstáculo principal para avanzar en la reducción de la pobreza.

Frustración y decepción

No puede permitirse que a la hora de dar explicaciones, éstas se reduzcan a señalar algunos errores o fallos técnicos que requieren reparaciones que no afectan a la estrategia. La gravedad de las consecuencias exige conocer dónde se encuentra la raíz del fracaso para diseñar una nueva estrategia que garantice el cumplimiento. El ejercicio de la función crítica a la hora de analizar los ODM es fundamental y no se puede achacar que por ejercerlo, se pretenda obstaculizar el cumplimiento de los objetivos de reducción de la pobreza.

Reclamar unos ODM más ambiciosos no excluye exigir, al mismo tiempo, que los actuales se lleven a efecto. Y ello por dos razones. La primera porque se genera una fuerte frustración en los países, sociedades y personas que creyeron en la promesa. En estos momentos, una decepción más puede ser mortal para el desarrollo de nuevos proyectos, dejando la legitimidad de cualquier otra iniciativa gravemente deteriorada. Este aspecto ha sido resaltado en la campaña de la Coordinadora Estatal de las ONGD, al recoger esta oportuna cita de Eduardo Galeano: «El mundo está harto de que sus dueños le tomen el pelo. Es una tarea urgente la exigencia de la palabra empeñada. Porque la distancia que separa las promesas de las realidades da también medida del desafío que tenemos planteado las personas que todavía creemos que es posible elegir entre la esperanza y la desesperación.» [1]

La segunda razón es que, al no haber otras opciones previstas ni posibles, el resultado será la persistencia de la pobreza con los tremendos costos en vidas humanas y sufrimiento. No es una exageración afirmar que la existencia hoy de la pobreza es «el mayor crimen contra la humanidad jamás cometido», como señalara recientemente Pogge. Si se recuerdan los datos que marcan la pobreza, las muertes que provoca, los graves padecimientos que comporta, tal vez habría que revisar la lectura un tanto complaciente que normalmente se hace de ella. Para muestra, baste decir que se estima que 18 millones de personas mueren al año por culpa de la pobreza.

La identificación de pobreza y desarrollo

La propuesta de buscar las causas del incumplimiento de los ODM en el planteamiento de partida encuentra su justificación al ver cómo el discurso de las organizaciones internacionales sobre el desarrollo ha experimentado un progresivo debilitamiento en sus contenidos. Puede decirse que se ha rebajado de manera clara el horizonte que se considera previsible para los países empobrecidos. Este horizonte del desarrollo queda reducido a la lucha contra la pobreza y la lectura de los ODM es la muestra más clara de esa asimilación. Con ello, no se dice que las metas marcadas no sean significativas y que su cumplimiento no deba ser obligado para cualquier propuesta de desarrollo. Pero, al mismo tiempo, esas metas delimitan los objetivos que corresponden a la cooperación internacional, es decir, lo que realmente se define como la responsabilidad «externa» de los países donantes y los organismos internacionales. Establecen la frontera divisoria entre lo que requiere de la ayuda externa para ser alcanzado y lo que debe conseguirse por el «normal» funcionamiento de la actividad económica que, en la concepción dominante, se identifica con el mercado. Dicho de otra manera, los organismos internacionales consideran que los demás objetivos propios del desarrollo, no contenidos entre los ODM, pueden y deben alcanzarse con la aplicación de las políticas económicas correctas. La cooperación al desarrollo sólo es necesaria a efectos de reducir la pobreza extrema, mejorar la educación y salud básicas, y algunas cuestiones, no muy precisas, para la preservación del entorno. Pero otros objetivos, como la equidad, la potenciación de los recursos humanos, avanzar en la igualdad de oportunidades, etc. no se plantean como meta de la cooperación.

¿Dónde están los límites de lo intolerable?

En última instancia, lo que está en juego es determinar dónde se establecen los límites de lo intolerable, dónde no puede eludirse la responsabilidad de intervenir. El criterio que se utiliza para definir el umbral de la pobreza es la conocida cifra de un dólar/persona/día (en realidad, 1,08) y en base a ella se fija el objetivo y se evalúan los resultados. Se puede entrar en una prolija discusión sobre aspectos metodológicos y técnicos, o sobre la forma de analizar los datos. Pero aun cuando hubiera un acuerdo sobre la medición y la interpretación de los datos estadísticos, queda pendiente la gran pregunta: ¿qué significado tiene hoy ese umbral de 1,08 dólares? Nadie puede pensar que quien disponga de un ingreso superior a esa cifra se encuentra en una situación de no pobreza. Hoy este umbral ha convertido más en indicador de una catástrofe que en referencia de un objetivo cuyo logro suponga una situación tolerable para la persona que lo alcanza.

El propio Banco Mundial se ha percatado de su poca credibilidad y ha comenzado a plantear la necesidad de doblar el mismo, es decir, establecerlo en 2,15 dólares/día/persona. Pero no se ha dado paso alguno para trasladar a las políticas de lucha contra la pobreza el nuevo umbral. Y es que hay una fuerte resistencia de los países ricos a modificar el concepto y la definición del umbral de pobreza, porque ello traería consecuencias significativas para sus posiciones de privilegio actuales. La gran tarea pendiente es cómo hay que plantear la definición del umbral de pobreza en la sociedad internacional. Aunque exista un núcleo duro de privaciones a tener en cuenta, éste no puede ser estático. La pobreza tiene que comprenderse en función de la evolución de las potencialidades, de manera que la responsabilidad colectiva varía a lo largo de la historia cuando se fijan los límites de lo tolerable.

La propuesta de Sen, formulada ya hace más de dos décadas, es clara y contundente: la cuestión clave para entender la permanencia (o, incluso, la agudización) de la pobreza y la desigualdad ya no se encuentra en la disponibilidad de bienes y servicios (como lo fuera en otros tiempos), sino en la accesibilidad. La pobreza y la desigualdad no nacen de las limitaciones materiales, sino de los obstáculos que impiden el acceso a los bienes y recursos disponibles. La mejora en la disponibilidad no ha ido acompañada de mejoras en el acceso. La pobreza y la desigualdad existentes no son mera herencia del pasado, sino que se han generado y se siguen generando mientras continúen vigentes las reglas de juego para la apropiación de los recursos. Los mecanismos por los que las personas acceden a los mismos nunca son un resultado espontáneo, sino que responden a los intereses de quienes tienen la capacidad de crearlos e imponerlos. Las actuales manifestaciones de exclusión no resultan ocasionales o casuales.

La exigencia y la posibilidad

¿Qué es lo que explica, desde las actuales percepciones y formas de enfrentar el problema, que resulte tan difícil conseguir los objetivos de reducción de la pobreza y la desigualdad? Lo primero a descartar es el argumento de que el costo que supondría la superación de los objetivos es enorme. Con todas las cautelas sobre la exactitud de las estimaciones de este esfuerzo, medido en términos económicos resulta relativamente pequeño. Para alcanzar el objetivo de superar la línea de pobreza de dos dólares/persona/día sería suficiente con transferir el 1,15 por ciento del PIB de los países ricos, lo que no es tan impensable.

La razón se encuentra en otro campo y es el de la exigencia ética. Los gobiernos de los países ricos y las sociedades que los componen enfrentan la pobreza mundial no como una responsabilidad significativa directa, sino como una mera exigencia de ayuda a personas que se encuentran atrapadas en una emergencia que amenaza sus vidas. No hay un fundamento que les haga ver la reducción de la pobreza como un reto propio, sobre todo porque falta el reconocimiento del papel que juegan las sociedades ricas en la persistencia de la pobreza.

Los países ricos, a través de los organismos internacionales, se han apropiado de la definición y la han acomodado a una visión en la que su responsabilidad se diluye. Los ODM son un reflejo de esa posición. Se sienten cómodos planteando estrategias asépticas de lucha contra la pobreza, eludiendo definir realmente su contenido y los procesos que llevan a su producción. Por eso, la idea de pobreza dominante es muy poco exigente y no precisa de la referencia de la justicia. Si de verdad se busca un mundo sin pobreza, hay que revisar decididamente su concepto y proponer uno válido para el contexto del siglo XXI, el cual responda a la disponibilidad actual y tenga su base en la equidad.


Alfonso Dubois es presidente de Hegoa, Instituto de Estudios sobre Desarrollo y Cooperación Internacional (Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea). Este artículo ha sido publicado en la edición impresa de Pueblos, nº 20, marzo de 2006, pp. 28-30.

[1] Hace menos de 10 años, en 1996, la FAO planteaba como objetivo la reducción a la mitad del número absoluto de personas desnutridas. Y tampoco, transcurrida casi la década, los números invitan a la complacencia. Las cifras de las personas mal alimentadas se resisten a disminuir y tampoco ese objetivo se ha cumplido, por lo que ha sido necesario volver a incluirlo dentro de la primera meta del Milenio. Entre 1990 y 2002, el número de pobres aumentó en África y en Asia del Sur y del Oeste. El número de personas subnutridas en los países en desarrollo se redujo tan sólo en 9 millones durante el decenio posterior al período de referencia (1990-1992) fijado por la Cumbre Mundial sobre la Alimentación. Durante la segunda mitad de dicho decenio, el número de personas crónicamente hambrientas en los países en desarrollo aumentó a un ritmo de casi 4 millones al año, lo que borró de un plumazo dos tercios de la reducción de 27 millones lograda durante los cinco años anteriores. (FAO; «El estado de la inseguridad alimentaria en el mundo». 2004).